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2º de Bachillerato

I.E.S. "P. Jiménez Montoya". Baza

Pío Baroja

El árbol de la ciencia

 

Pío Baroja

El árbol de la ciencia

 

 

Capítulo IX de la segunda parte

 LA CRUELDAD UNIVERSAL 

 

 [……….]

 Aquella mañana en que se presentó Andrés en casa de Itu­rrioz, su tío se estaba bañando y el criado le llevó a la azotea. Se veía desde allí el Guadarrama entre dos casas altas; ha­cia el Oeste, el tejado del cuartel de la Montaña ocultaba los cerros de la Casa de Campo, y a un lado del cuartel se des­tacaba la torre de Móstoles y la carretera de Extremadura, con unos molinos de viento en sus inmediaciones. Más al Sur brillaban, al sol de la mañana de abril, las manchas ver­des de los cementerios de San Isidro y San Justo, las dos torres de Getafe y la ermita del Cerrillo de los Ángeles.

Poco después salía Iturrioz a la azotea.

—¿Qué, te pasa algo? —le dijo a su sobrino al verle. —Nada; venía a charlar un rato con usted.

Muy bien, siéntate; yo voy a regar mis tiestos. Iturrioz abrió la fuente que tenía en un ángulo de la te­rraza, llenó de agua una cuba y comenzó con un cacharro a echar agua en las plantas.

Andrés habló de la gente de la vecindad de Lulú, de las escenas del hospital; como casos extraños, dignos de un co­mentario; de Manolo el Chafandín, del tío Miserias, de don Cleto, de doña Virginia...

—¿Qué consecuencia puede sacarse de todas estas vidas? —preguntó Andrés al final.

Para mí la consecuencia es fácil —contestó Iturrioz con el bote de agua en la mano—. Que la vida es una lucha constante, una cacería cruel en que nos vamos devorando los unos a los otros. Plantas, microbios, animales.

Sí, yo también he pensado en eso —repuso Andrés—; pero voy abandonando la idea. Primeramente el concepto de la lucha por la vida llevada así a los animales, a las plan­tas y hasta los minerales, como se hace muchas veces, no es más que un concepto antropomórfico, después, ¿qué lucha por la vida es la de ese hombre don Cleto, que se abstiene de combatir, o la de ese hermano Juan, que da su dinero a los enfermos?

Te contestaré por partes —repuso Iturrioz dejando el bote para regar, porque estas discusiones le apasionaban—. Tú me dices, este concepto de lucha es un concepto antro­pomórfico. Claro, llamamos a todos los conflictos lucha, porque es la idea humana que más se aproxima a esa rela­ción que para nosotros produce un vencedor y un vencido. Si no tuviéramos este concepto en el fondo, no hablaría­mos de lucha. La hiena que monda los huesos de un cadá­ver, la araña que sorbe una mosca, no hace más ni menos que el árbol bondadoso llevándose de la tierra el agua y las sales necesarias para su vida. El espectador indiferente, como yo, ve a la hiena, a la araña y al árbol, y se los expli­ca. El hombre justiciero le pega un tiro a la hiena, aplasta con la bota a la araña y se sienta a la sombra del árbol, y cree que hace bien.

Entonces, ¿para usted no hay lucha ni hay justicia?

En un sentido absoluto, no; en un sentido relativo, sí. Todo lo que vive tiene un proceso para apoderarse pri­mero del espacio, ocupar un lugar, luego para crecer y multiplicarse; este proceso de la energía de un vivo con­tra los obstáculos del medio, es lo que llamamos lucha. Respecto de la justicia, yo creo que lo justo en el fondo es lo que nos conviene. Supón en el ejemplo de antes que la hiena en vez de ser muerta por el hombre mata al hom­bre, que el árbol cae sobre él y le aplasta, que la araña le hace una picadura venenosa, pues nada de eso nos pare­ce justo, porque no nos conviene. A pesar de que en el fondo no haya más que esto, un interés utilitario ¿quién duda que la idea de justicia y de equidad es una tenden­cia que existe en nosotros? ¿Pero cómo la vamos a reali­zar?

—Eso es lo que yo me pregunto: ¿cómo realizarla?

—¿Hay que indignarse porque una araña mate a una mosca? —siguió diciendo Iturrioz—. Bueno. Indignémo­nos. ¿Qué vamos a hacer? ¿Matarla? Matémosla. Eso no impedirá que sigan las arañas comiéndose a las moscas. ¿Vamos a quitarle al hombre esos instintos fieros que te re­pugnan? ¿Vamos a borrar esa sentencia del poeta latino: Homo, homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre?” Está bien. En cuatro o cinco mil años lo podremos

conseguir. El hombre ha hecho de un carnívoro como el chacal un omnívoro como el perro; pero se necesitan mu­chos siglos para eso. No sé si habrás leído que Spallanzani42 había acostumbrado a una paloma a comer carne, y a un águila a comer y digerir el pan. Ahí tienes el caso de esos grandes apóstoles religiosos y laicos; son águilas que se ali­mentan de pan en vez de alimentarse de carnes palpitantes, son lobos vegetarianos. Ahí tienes el caso del hermano Juan...

Ese no creo que sea un águila ni un lobo.

—Será un mochuelo o una garduña, pero de instintos perturbados.

Sí, es muy posible —repuso Andrés—; pero creo que nos hemos desviado de la cuestión; no veo la consecuencia.

—La consecuencia a la que yo iba era ésta, que ante la vida no hay más que dos soluciones prácticas para el hom­bre sereno: o la abstención y la contemplación indiferente de todo o la acción limitándose a un círculo pequeño. Es decir, que se puede tener el quijotismo contra una anoma­lía; pero tenerlo contra una regla general es absurdo.

—De manera que, según usted, el que quiera hacer algo tiene que restringir su acción justiciera a un medio pequeño.

Claro, a un medio pequeño; tú puedes abarcar en tu contemplación la casa, el pueblo, el país, la sociedad, el mundo, todo lo vivo y todo lo muerto, pero si intentas realizar una acción, y una acción justiciera, tendrás que restringirte hasta el punto de que todo te vendrá ancho, quizá hasta la misma conciencia.

Es lo que tiene de bueno la filosofía –dijo Andrés con amargura -le convence a uno de que lo mejor es no hacer nada.

Iturrioz dio unas cuantas vueltas por la azotea y luego dijo:

Es la única objeción que me puedes hacer; pero no es mía la culpa.

Ya lo sé.

Ir a un sentido de justicia universal —prosiguió Itu­rrioz— es perderse; adaptando el principio de Fritz Mü­ller43 de que la embriología de un animal reproduce su ge­nealogía, o como dice Haecke144, que la ontogenia45 es una recapitulación de la filogenia46, se puede decir que la psico­logía humana no es más que una síntesis de la psicología animal. Así se encuentran en el hombre todas las formas de la explotación y de la lucha: la del microbio, la del insecto, la de la fiera... Ese usurero que tú me has descrito, el tío Mi­serias, iqué de avatares no tiene en la zoología! Ahí están los acinétidos chupadores que absorben la sustancia protoplas­mática de otros infusorios; ahí están todas las especies de as­pergilos que viven sobre las sustancias en descomposición. Estas antipatías de gente maleante, ¿no están admirable­mente representadas en ese antagonismo irreductible del bacilo del pus azul con la bacteridia carbuncosa?

Sí, es posible —murmuró Andrés.

—Y entre los insectos, iqué de tíos Miserias!, iqué de Vic­torios!, iqué de Manolos los Chafandines no hay!

Ahí tienes el ichneumon, que mete sus huevos en una lom­briz y la inyecta una sustancia que obra como el cloroformo; el sphex, que coge las arañas pequeñas, las agarrota, las sujeta y envuelve en la tela y las echa vivas en las celdas de sus larvas para que las vayan devorando; ahí están las avis­pas, que hacen lo mismo arrojando al spoliarium que sirve de despensa para sus crías, los pequeños insectos paraliza­dos por un lancetazo que les dan con el aguijón en los gan­glios motores; ahí está el estafilino que se lanza a traición sobre otro individuo de su especie, le sujeta, le hiere y le ab­sorbe los jugos; ahí está el meloe, que penetra subrepticia­mente en los panales de las abejas, se introduce en el alvéo­lo en donde la reina pone su larva, se atraca de miel y lue­go se come a la larva; ahí está...

—Sí, sí, no siga usted más; la vida es una cacería horrible.

—La naturaleza es lo que tiene, cuando trata de reventar a uno, lo revienta a conciencia. La justicia es una ilusión hu­mana; en el fondo todo es destruir, todo es crear. Cazar, guerrear, digerir, respirar, son formas de creación y de des­trucción al mismo tiempo.

—Y entonces, ¿qué hacer? —murmuró Andrés—. ¿Ir a la inconsciencia? ¿Digerir, guerrear, cazar, con la serenidad de un salvaje?

—¿Crees tú en la serenidad del salvaje? —preguntó Itu­rrioz—. ¡Qué ilusión! Eso también es una invención nues­tra. El salvaje nunca ha ido sereno.

—¿Es que no habrá plan ninguno para vivir con cierto decoro? —preguntó Andrés.

—El que lo tiene es porque ha inventado uno para su uso. Yo hoy creo que todo lo natural, que todo lo espontá­neo es malo; que sólo lo artificial, lo creado por el hombre, es bueno. Si pudiera viviría en un club de Londres, no iría nunca al campo sino a un parque, bebería agua filtrada y respiraría aire esterilizado...

Andrés ya no quiso atender a Iturrioz, que comenzaba a fantasear por entretenimiento. Se levantó y se apoyó en el barandado de la azotea.

Sobre los tejados de la vecindad revoloteaban unas pa­lomas; en un canalón grande corrían y jugueteaban unos gatos.

Separados por una tapia alta había enfrente dos jardines: uno era de un colegio de niñas, el otro de un convento de frailes.

El jardín del convento se hallaba rodeado por árboles frondosos; el del colegio no tenía más que algunos macizos con hierbas y flores, y era una cosa extraña que daba cierta impresión de algo alegórico, ver al mismo tiempo jugar a las niñas corriendo y gritando, y a los frailes que pasaban silen­ciosos en filas de cinco o seis dando la vuelta al patio.

—Vida es lo uno y vida es lo otro —dijo Iturrioz filosó­ficamente, comenzando a regar sus plantas.

Andrés se fue a la calle.

¿Qué hacer? ¿Qué dirección dar a la vida? —se pregunta­ba con angustia. Y la gente, las cosas, el sol, le parecían sin realidad ante el problema planteado en su cerebro.

TERCERA PARTE     Tristezas y dolores

 

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