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La Reina de las Nieves[1]

Carmen Martín Gaite

 

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Tercera parte de la novela

 

Texto 2

p. 276-277

            (…) Se inclinó hacia el exterior y echó medio cuerpo fuera para alcanzar la chapa de hierro de la contraventana desprendida. Consiguió agarrarla con ambas manos y, a contrapelo del aire helado que se colaba silbando por las bocamangas de su chaqueta, luchaba por hacerse con ella y sujetarla nuevamente a su soporte. Se resistía.

            La figura de Mauricio, enmarcada contra aquel fondo de intemperie invernal y con el primer plano de luz tenue derramándose sobre muebles y objetos, destacaba como la ilustración en blanco y negro de un folletín antiguo con leyenda al pie. Por ejemplo: «... peleando contra el furioso huracán, aun a riesgo de su vida...», o algo por el estilo. Había muchos folletines de aquel tipo en este mismo cuarto. Historias fabulosas, llenas de peripecias, que de niño hablan encandilado la imaginación de Leonardo Villalba, aventuras protagonizadas siempre por gente intrépida, náufragos, piratas, exploradores, princesas errantes, bandidos generosos, prisioneros sobre los que pesa una condena injusta, santos y capitanes. Las estanterías rebosaban de libros, porque ni siquiera los de texto se habían tirado. Y en una de ellas dormitaba, escondido entre otros, un tomo pequeño con tapas duras, cinta de seda para señalar la página y letras en dorado sobre el lomo gris, donde se leía: «Hans Christian Andersen. LA REINA DE LAS NIEVES.» Estaba allí mismo, a la derecha de la ventana.

            Cuando Mauricio la cerró nuevamente, una vez rematada su tarea, y corrió la cortina de terciopelo que la cubría, traía el pelo y los hombros cuajados de manchas blancas. Se las sacudió, respiró hondo y, apoyado contra la pared, empezó a recorrer lentamente con la vista, como buscando cobijo, los distintos recodos del acogedor recinto. Pero estaba claro que aquella noche sus tentativas de descanso se veían frustradas una por una.

            ‑¡Señora!, ¿qué haces ahí? ‑exclamó sobresaltado.

            Sus ojos acababan de toparse con una figura de mujer tendida sobre la cama turca situada al otro extremo del torreón. Estaba completamente vestida y se cubría la cara con un brazo. E1 otro lo tenía apoyado en un almohadón, con la mano colgando. Sobre la colcha se esparcían en total desorden una serie de papeles, dibujos y fotografías. Su inmovilidad y su silencio eran tan completos que Mauricio cruzó casi corriendo la distancia que los separaba, como quien acude a remediar una catástrofe inminente. Llegado a aquel punto, tomó por los hombros a la mujer acostada y se puso a sacudirla sin más contemplaciones.

            ‑¡Señora, por lo que más quieras, dime algo! ¿Qué te pasa, señora?

            ‑Nada ‑contestó ella con voz átona, sin descubrir aún el rostro‑, ¿qué quieres que me pase? Ya lo ves. Que estoy tumbada aquí. No me zarandees más, Mauricio. ¡Ay, Dios mío, cuánto te gusta hacer tragedia!

 

Texto 3

p. 295-297

 

            (…) Cuando estaba leyéndole trozos de mi ensayo, había cerrado los ojos un instante -dijo-, y le pareció que no era mi voz, que quien le estaba hablando desde lejos  era el joven Leonardo, “huésped de los infiernos” lo llamó, un extraño con el que solía discutir sobre literatura antes de que se esfumara para siempre, pa­ciente de sentimientos y emociones invisibles, que a duras penas afloran bajo un discurso atento a controlar distancias Así era también mi texto. Distante. Tendía una mano, pero al ir a agarrarla, se pegaba uno de cabezazas contra una espe­cie de cristal grueso, «como los peces aquellos que merodea­ban por el castillo submarino de tu madre, la sirena». Y me emocionó que se acordara y lo sacara a relucir. A voces tenía aciertos, muchas veces. Eso es precisamente la literatura, una prisión de cristal. Pero no se lo dije. Te lo digo ahora a ti.

            Hay un silencio de los que se adivinan duraderos y Mau­ricio contiene la respiración. Sólo se oye el crepitar del fuego. No se atreve a moverse. Siempre que la señora entra en vena de confidencias, le invade la misma sensación de irrealidad, de milagro. No está nada seguro de ser él quien escucha; resulta tan raro asistir a una conversación que tuvo lugar en el mismo escenario que ésta y provocada por un co­mentario parecido, cómo no se le van a confundir una con otra, «yo también le pregunté que por qué no se deja de in­ventos y escribe la novela de su vida, está visto que prefiere contarla en vez de escribirla y no me extraña porque debe de ser mucho, la va escribiendo a trozos según habla con unos y con otros, según vive, es su manera, no sé quién coserá des­pués los trozos, trabajo le mando como no sea Dios, pero eso parece que a ella le da igual, no la pienso volver a interrum­pir, o tal vez tiene sueño y lo quiere dejar para otro día». En­torna los ojos y la ve desdibujada y distante, metida en su castillo de cristal, rodeada de peces grotescos, y don Eugenio boqueando también entre ellos, entregado al furor de hablar y de asomarse a lo que no entendía. «Yo lo entiendo mejor», piensa Mauricio, «porque me lo está contando, cuando se vi­ven las cosas no se fija uno, hay que ponerlas lejos, que ruede el tiempo encima, es lo que le pasaría a ella con eso del vértigo.» Y necesita cerrar los ojos del todo, porque de tanto darle vueltas a lo que ha oído y superponerle sus pro­pias cavilaciones, lo que le da vueltas es la habitación, no sabe si la de esta noche o la de aquélla, zumba el silencio y empieza a sentir vértigo también él.

            ‑¿Te duermes, Mauricio?

            ‑No, señora.

            -Como cierras los ojos...

            ‑Era para pensar, aprovechando que te has callado. Para dejarte pensar también a ti, o descansar, según prefieras. Debe ser agotador hurgar en esa buhardilla tan atiborrada de tu ca­beza y elegir qué cosas dejas y cuales sacas, ¿no?, porque unas tirarán de otras, supongo. Mejor dicho, lo veo, veo que eso es lo que te pasa.


 

[1] Texto de la edición de 1994. Barcelona: Anagrama.

 

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