REALIDAD Y FICCIÓN                                                   FILOSOFÍA, LITERATURA, ARGUMENTACIÓN, CIENCIA, ARTE    

                                                

                                                                                                                                             

lindaraja     REVISTA de estudios interdisciplinares y transdisciplinares. ISSN:  1698 - 2169     Números de la Revista

 

 

 

 

 

Revista Lindaraja

nº 14, diciembre

 de 2007

 

 Luis Vega Reñón

 

Resumen.

El estudio de las falacias ha respondido tradicionalmente a propósitos naturalistas -de registro y clasificación-, o a intereses didácticos o críticos. Pero hoy la argumentación falaz puede adquirir no solo más relieve analítico sino cierta proyección teórica a la luz de las perspectivas clásicas en este terreno (lógica, dialéctica, retórica) y de las nuevas luces sobre las esferas públicas del discurso. Como colofón de esta revisión de la significación de la argumentación falaz se mencionan algunos problemas capitales y desafíos pendientes en esta área específica de análisis y de investigación metadiscursiva.

 

Palabras clave: sofisma, paralogismo, argumentación falaz, teoría de la argumentación.

  

1. Preliminares.

«Puesto que buscamos este saber…»

                                                                                      Aristóteles, Metaphys. 982ª4

 

1.1   Nuestro término falacia proviene etimológicamente del latino fallor, que presenta dos acepciones principales: 1/ engañar o inducir a error; 2/ fallar, incumplir, defraudar. Siguiendo ambas líneas de significado, entenderé por falaz el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación –al menos por mejor de lo que es–, y en esa medida se presta o induce a error pues en realidad se trata de un seudo argumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. El fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas en el marco argumentativo, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosa. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. A estos rasgos básicos o primordiales, las falacias conocidas suelen añadir otros característicos: en particular, su empleo extendido o frecuente, su poder tentador y su uso táctico como recursos capciosos de persuasión o inducción de creencias y actitudes en el destinatario del discurso. De todo ello se desprende la ejemplaridad que se atribuye a la detección, catalogación, análisis y resolución crítica de las falacias. Pero la consideración de las falacias también puede hoy suministrarnos, más allá de estos servicios críticos, noticias y sugerencias de interés en la perspectiva de una teoría general de la argumentación –«el saber que buscamos».  

1.2  También se ha hablado desde antiguo de sofismas y de paralogismos. Según esta tradición, un sofisma es un ardid o una argucia dolosa, mientras que un paralogismo es un error involuntario, un fallo o un descuido. Pues bien, en aras de la tradición, propongo que nos imaginemos el campo de la argumentación como un terreno donde medran tanto las buenas como las malas hierbas. Entre éstas figuran las múltiples variedades de la argumentación falaz que cubren desde el yerro más ingenuo debido a incompetencia o a inadvertencia, en el extremo del paralogismo, hasta el engaño urdido subrepticia y deliberadamente en el extremo opuesto del sofisma. Aunque haya  variantes que se solapen o se muestren a veces graduales e indecisas, hasta el punto de que el espectro de la argumentación falaz parezca extenderse como una especie de continuo, no se borra la distinción y distancia entre ambos extremos, al igual que una gama de colores grises no difumina la diferencia entre el blanco y el negro.

En este marco, según otra presunción habitual de la tradición lógica, las falacias más relevantes son las que tienden al polo de los sofismas efectivos y con éxito, es decir las argucias que logran confundir o engañar al receptor del discurso, sea un interlocutor, un jurado o un auditorio. El secreto de su importancia radica, en principio, en su interés y su penetración crítica: gracias a esta idea de sofisma podemos detectar no solo el recurso a argumentos espurios, sino la manipulación falaz de formas correctas de razonamiento –un proceder análogo al intento de engañar incluso con la verdad–; y dando un paso más, podemos advertir no solo sus efectos perversos sobre la inducción de creencias o disposiciones, sino su contribución a minar la confianza básica en los usos del discurso. Pero su importancia también estriba en lo que unos sofismas cumplidos nos revelan acerca de la argumentación en general. Por ejemplo, en tales casos la argumentación falaz se perpetra y desenvuelve en un marco no solo discursivo sino interactivo, de modo que la dualidad de sofismas y paralogismos presenta una curiosa correlación donde el éxito de un sofisma cometido por un emisor trae aparejada la comisión de un paralogismo por parte de un receptor, así que la complicidad del receptor no deja de ser codeterminante de la suerte del argumento. Más aún, como es difícil que una misma persona se encuentre al mismo tiempo en ambos extremos del arco de la argumentación falaz, el sofístico y el paralogístico –pues nadie en sus cabales logra engañarse ingenua y subrepticiamente a la vez a sí mismo [2]–, entonces la eficacia del sofisma típico comporta la efectividad de la interacción correspondiente entre los diversos agentes involucrados. De ahí que el estudio de los sofismas envuelva no solo su análisis crítico, lógico o epistémico, sino la consideración de otros aspectos dialécticos y retóricos constitutivos. Resumiendo, los sofismas resultan más relevantes en una perspectiva integral del campo de la argumentación, mientras que los paralogismos tienen mayor interés desde el punto de vista cognitivo. En todo caso, lo que me mueve a replantear aquí la cuestión de la argumentación falaz es su significación teórica y, en especial, su valor de síntoma o reflejo: como ya he dicho, a través de su análisis, como a través de un espejo, podemos contemplar perspectivas y problemas característicos del estado actual de la teoría de la argumentación. En otras palabras: si alguien nos dice qué piensa acerca de las falacias, le podremos decir cómo ve el campo de la argumentación.

Pero, cuidado, de ahí no se sigue que las falacias sean la otra cara de la moneda, el reverso o la sombra de la buena argumentación. Pues ni toda mala argumentación es una falacia, ni el ser falaz se reduce a violar una norma o incumplir algún requisito. Por lo regular, la condición de falaz, máxime si se trata de un sofisma, no consiste en una mera falta de virtud, sino más bien en la comisión de un vicio.

            Con  el fin de que un mejor conocimiento de la argumentación falaz contribuya al desarrollo de nuestro conocimiento de la argumentación en general, empezaremos viendo cómo las que parecen ser las perspectivas más relevantes en la teoría actual de la argumentación se reflejan en la conceptualización de las falacias. Luego nos plantearemos algunos puntos relativos a la significación que pueden tener ciertos problemas y desafíos característicos en este dominio para la suerte del discurso argumentativo en general.

  

2. Perspectivas actuales.

Las dos últimas décadas del s. XX nos han legado la reanimación de tres perspectivas clásicas sobre la argumentación: la lógica, la dialéctica y la retórica [3]. Pueden servirnos de  referencia no solo por su raigambre histórica, sino por el arraigo popular de ciertas metáforas. Así: el punto de vista lógico estaría representado por la metáfora de la construcción de argumentos y nociones asociadas (solidez, fundamentación, etc.); el dialéctico, por la visión de la argumentación como un combate, con sus armas, vicisitudes y leyes de la guerra; el retórico, por la imagen de la presentación o representación de un caso en un escenario ante un auditorio. Aquí voy a tomarlos como enfoques no excluyentes o incompatibles entre sí y, desde luego, no autosuficientes ni exhaustivos, ni siquiera en su conjunto. Pues a ellos se ha venido a sumar la nueva perspectiva abierta, también en los 80, por la consideración de la argumentación en la esfera pública y en calidad de discurso público. Por lo demás, no entraré a discutir la cuestión de su proyección ulterior como dimensiones constitutivas, “ontológicas”, del argumentar mismo: quede esto  como una posible cuestión abierta.

  

2.1 La perspectiva lógica.

En realidad se trata de un enfoque lógico-epistemológico que considera los argumentos como productos textuales, como tramas semánticas de premisas (P) y conclusión (c) con una urdimbre ilativa o, si se quiere, como variaciones en torno a un eje esquemático [c, dado que P] del tenor de: ‘P, luego c’; ‘P, así que probablemente c’; ‘en los supuestos P, lo obligado [debido, conveniente, oportuno] es c’, etc. Adopta como paradigma la demostración o, cuando menos la prueba en el sentido de argumento en el que unas proposiciones –aserciones o presunciones de conocimiento– P sientan, avalan o justifican una proposición –aserción o pretensión de conocimiento– c. Es natural, en fin, que a la hora de evaluar los argumentos, apele a unos criterios lógicos o metodológicos de corrección, de solidez o de acreditación epistémica.

            En este contexto, una falacia viene a ser sustancialmente un intento de prueba o de justificación epistémica fallido por seguir un procedimiento viciado, de modo que se trata de un error o un fallo relativamente sistemático y, por lo regular, encubierto o disimulado al ampararse en recursos retóricos o emotivos para compensar la carencia o la insuficiencia de medios de persuasión racional. Un modelo arquetípico de falacia en este sentido epistémico es la petición de principio, el tipo de argumento que pretende probar, o aparentar la prueba de, la conclusión en cuestión c* sobre la base de una premisa P* no menos controvertida, o en todo caso inadecuada bien porque P* es una aserción equivalente a c*, bien porque P* presupone a su vez  c* o descansa en ella -vid. e.g. Ikuenobe (2004). Las virtudes de este planteamiento lógico-epistémico residen en proponer unos criterios precisos para determinar la calidad del argumento analizado, y en disponer de métodos contrastados para juzgar sus pretensiones de prueba. Las limitaciones tienen que ver con el problema de hallar formas generales de falacias y con la escasa eficacia de los criterios y modelos a la hora de vérselas con los usos falaces en determinados contextos. Así, por ejemplo, no todo argumento de la misma forma que una prueba es una prueba –ni siquiera en el caso de las pruebas deductivas–; luego, a fortiori, no todo argumento de la misma forma que una prueba fallida es una prueba fallida y, en consecuencia, no todo argumento de la misma forma que un argumento falaz es una falacia. En particular, hay argumentos de la misma forma que una petición de principio pero cuyo empleo no es falaz en determinados contextos [4]. Por lo demás, si se aceptan estas consideraciones, también habrá que irse despidiendo de unas falacias tan antiguas y venerables en la perspectiva lógica clásica como las llamadas “falacias formales”.

            Otra limitación característica de esta perspectiva es centrar su atención en los argumentos como productos textuales, autónomos y monológicos.  Pero en el mundo de la argumentación hay bastantes más cosas: hay, e.g., interacciones dialógicas entre agentes discursivos, discusiones y procedimientos de dar y pedir razones de lo que alguien sostiene ante algún otro. Es lo que nos hace ver la perspectiva dialéctica.

  

2.2 La perspectiva dialéctica.

En la perspectiva dialéctica, el foco de atención es la interacción discursiva, más bien normalizada, entre unos agentes que desempeñan papeles opuestos y complementarios en el curso de un debate, el de proponente o defensor de una posición y el de oponente o adversario. De ahí que su paradigma o modelo argumentativo sea la discusión crítica, y que el aspecto de la argumentación situado en primer plano sea el curso seguido en la confrontación en orden a la consecución del buen fin de la discusión y conforme a unas determinadas reglas de procedimiento. El propósito principal de conducir la discusión a buen puerto y la normativa del debate deparan las condiciones y normas que ha de cumplir la buena argumentación: se supone que, por contraste, el bloqueo de la resolución racional del conflicto o la violación de las reglas de juego definen la mala argumentación en general o, al menos, son la marca de un proceder perverso o ilícito.

            En consecuencia, será falaz la intervención argumentativa que, en el contexto de la discusión, atente contra las condiciones o las reglas que gobiernan el buen curso y el buen fin cooperativo de la discusión, de modo que por ejemplo no respete las máximas conversatorias que presiden el entendimiento mutuo y la fluidez de la comunicación, o viole alguna de las reglas del código de la discusión crítica.

            Entre los méritos de esta perspectiva o, al menos, de alguna de sus variantes más representativas como la pragma-dialéctica se cuentan no solo poner el juego de dar y pedir razón en primer plano y ofrecer una propuesta sistemática y normativa a este respecto, sino reconocer el relieve de procedimientos ilegítimos un tanto descuidados por la tradición, como la evasión de la carga de la prueba o el bloqueo de la capacidad de intervención de la otra parte en la discusión. Otra virtud, y no menor, es introducir un planteamiento de sumo interés en orden a una teoría general de la argumentación al considerar dos niveles de estudio correlacionados: la infraestructura pragmática del discurso y la estructura regulativa de la interacción dialéctica. Pero luego da en tratar esta interacción en términos más convencionales e institucionales –entre intérpretes de papeles: proponente/oponente–, que comunes y efectivos –entre interlocutores que arguyen o argumentan en vivo, entre personas y no ya personajes dialécticos–. Amén de ignorar otros aspectos interactivos como la inducción de creencias o actitudes en el interlocutor o la generación de corrientes de comunicación, confianza y complicidad –o de signo contrario–, entre los participantes en la discusión. Será al tercero de los enfoques mencionados, el de la retórica, a quien corresponda su vindicación.

 

 2.3 La perspectiva retórica.

La perspectiva retórica centra la mirada en los procesos de argumentación que discurren sobre la base de relaciones interpersonales de comunicación (comunicarse con) y de inducción (inducir a), y en sus eventuales efectos persuasivos, suasorios o disuasorios. Paradigmática en este sentido podría ser la defensa de un caso ante un interlocutor, un jurado o un auditorio sobre cuyas creencias, disposiciones o decisiones acerca del caso en cuestión se procura influir. De modo que son consideraciones de eficacia y de efectividad las que priman a la hora de juzgar sobre la argumentación: eficacia y efectividad que, por una parte, no se siguen necesariamente de las virtudes internas lógicas o dialécticas de los argumentos y los procedimientos empleados [5], y que por otra parte pueden darse sin ellas.

En esta perspectiva cobran relieve ciertos aspectos pragmáticos y contextuales descuidados por las perspectivas lógica y dialéctica complementarias. Por ejemplo, el ethos, el talante y la personalidad del argumentador o del orador –amén de su “imagen”, su “encanto” y su actuación–; el pathos, la disposición receptiva de los interlocutores o del auditorio; la oportunidad, kairós, de una intervención con arreglo al marco, la situación y el momento del discurso. En el presente contexto cabe referir genéricamente el primero (ethos) al agente inductor y el segundo (pathos) al receptor, mientras que las referencias en el último caso pueden concretarse en la dependencia que la argumentación tiene con sus marcos determinados de desenvolvimiento. Por lo que concierne a las falacias en particular, estos tres parámetros determinan nociones como las siguientes. Del inductor lo que cuenta es ante todo su intención persuasiva y su condición sea paralogística, de error o confusión, sea sofística, dolosa y fraudulenta. Del receptor lo que cuenta es ante todo su asunción, su complicidad objetiva con el error, la confusión o el engaño inducidos, al margen de si es más o menos inconsciente de participar en un enredo o de ser engañado. Según esto, cabría distinguir entre un intento falaz, la “mentira” propuesta o el engaño pretendido por el inductor, y una falacia efectiva, la cumplida con la anuencia del receptor engañado, la mostrada en la línea de pensamiento o de conducta que éste adopta bajo la presión o la influencia inducida. Solo son falacias propiamente dichas las falacias efectivas: lo que podríamos decir de un intento falaz que no logra su propósito de persuadir, engañar o confundir, es que se trata de una falacia fallida. Con ello también se marca y acentúa la cooperación del receptor en el éxito de una falacia cabal: un discurso no será cabalmente falaz si no llega a producir sus deletéreos efectos sobre el entendimiento, la voluntad o los sentimientos del receptor. Pero, al mismo tiempo, esta consideración hace relativa la idea de falacia a la competencia discursiva del receptor y a unos contextos de uso concretos: habrá falacias frustradas o fallidas, o simplemente inanes, para determinada gente en determinados contextos que, sin embargo, resultarán cabales y efectivas para otra gente en esos u otros contextos –cabe suponer, por ejemplo, que los autores de manuales sobre falacias, pongamos los recientes Damer (2006) o Tindale (2007), no asumen ni sostienen los argumentos que aducen como ejemplos, aunque los hayan seleccionado precisamente por su eco popular o por su presunto éxito–. De donde se desprende que, desde un punto de vista retórico, puede que no haya patrones o tipos genéricos de falacias, salvo en los manuales o en los catálogos escolares, porque distintos usos argumentativos de, digamos, un mismo patrón o un mismo tipo, en diversos contextos, conforman y determinan en realidad distintos argumentos. También se desprende la paradoja que voy a denominar “paradoja del buen manual de falacias”: toda falacia allí aducida es una falacia fallida [6].

            Hay otra contribución del punto de vista retórico no menos relevante tanto con respecto a las falacias usuales y comunes, como en relación con la argumentación más en general. Se trata de una llamada de atención no ya sobre unos determinados usos sino sobre las estrategias argumentativas. Ateniéndonos al presente caso de las falacias, importa reparar en la existencia de estrategias y estratagemas falaces. Son  falaces, en esta línea, la estrategia escénica y la estratagema discursiva deliberadamente capciosas del inductor que logran engañar o enredar al receptor y consiguen en definitiva hacer efectivo su propósito suasorio o disuasorio. A juzgar por nuestros Diccionarios, el significado común en español de los términos ‘falacia’ y ‘falaz’ suele moverse en este sentido, tendente al que he sugerido para el empleo discriminatorio de ‘sofisma [7]. Las estrategias y estratagemas falaces pueden envolver viejos lugares comunes o estereotipos de nuevo cuño positivamente motivadores, como los que suelen adoptar o crear las campañas publicitarias. Pero pueden así mismo obrar como estrategias preventivas e inhabilitadoras de la capacidad de respuesta lúcida y autónoma del receptor. Por lo regular, en las estrategias eficaces, suelen no solo buscarse sino concurrir ambos efectos: el impulsor, a efectos suasorios en favor de los propósitos del estratega inductor, y el inhibitorio a efectos disuasorios en prevención o anulación de la resistencia del otro. Una estrategia falaz viene a ser entonces un recurso planeado y deliberado de introducir sesgos, condiciones, obstáculos o impedimentos en el proceso de interrelación discursiva, entre el inductor y el receptor, a expensas de la simetría que cabría suponer en una interacción franca entre los agentes involucrados; pero conlleva además, cuando tiene éxito, una distorsión de la comunicación y de la interacción justa e inteligente entre esos agentes. La distorsión de la comunicación radica básicamente en la no transparencia discursiva del inductor: en la ocultación o el disfraz de sus intenciones y en la utilización de recursos argumentativos especiosos. La distorsión de la interacción estriba en la no reciprocidad o asimetría: el inductor se erige en autoridad cognitiva y práctica –él sabe lo que conviene o se debe hacer en tal situación–, y condena al receptor a la condición de sujeto pasivo, encerrado en un marco de opciones predeterminadas o incapacitado para asumir sus propias responsabilidades o adoptar sus propias opciones. En consecuencia, la distorsión, por lo que toca al receptor, consiste en su heteronomía: el receptor viene a quedar al servicio de los fines del inductor, sea en orden a lo que éste pretende hacer creer, sea en orden a lo que pretende que se decida o efectúe. Pero es en la perspectiva del discurso público, en particular el que tiene lugar en el marco de una deliberación o con propósitos deliberativos, donde mejor se aprecian los sesgos y distorsiones que producen las estrategias falaces.

 

 2.4 La perspectiva del discurso público.

Es la perspectiva abierta por el uso de la argumentación como medio de dominio público para el planteamiento y la resolución de problemas de interés común, dentro de una comunidad de referencia. Hoy por diversos motivos (e.g. socio-éticos, socio-políticos, discursivos) suele considerarse paradigmático el caso de la deliberación.

            En principio, cabe entender por deliberación una interacción argumentativa entre agentes que tratan, gestionan y ponderan información, opciones y preferencias en orden a tomar una decisión o una resolución práctica sobre un asunto de interés común y debatible con los recursos argumentativos del discurso público, es decir, mediante razones comunicables y compartibles más allá de los dominios personales, profesionales o partidistas de argumentación. La complejidad de los procesos deliberativos se refleja en las complicaciones del diagnóstico y la evaluación del curso y desenlace del debate. Buena muestra son las condiciones que suelen considerarse en parte exigencias y en parte directrices para apreciar la calidad y el éxito de una deliberación -o al menos para fundar expectativas razonables en tal sentido. Entre esas condiciones se cuentan las que facilitan el flujo de la información y la participación, y buscan neutralizar unos factores de distorsión como los que habíamos visto anteriormente en la perspectiva retórica de las falacias. Son, por ejemplo, exigencias de: (a*) publicidad –no simple transparencia vs. opacidad de la fuente de información, sino también accesibilidad e inteligibilidad de las razones en juego–; (b*) igualdad de las oportunidades de todos los participantes para intervenir en el proceso; (c*) autonomía del proceso –no solo negativa, como exclusión de coacciones o de injerencias externas, sino positiva, en el sentido de mantener abierta la posibilidad de que cualquier participante se vea reflejado en el curso o en el resultado–. De ahí cabe obtener precisamente algún indicador del éxito, consistente en la medida en que los participantes reconocen que han contribuido a, o influido en, el nudo y el desenlace del proceso, o en la medida en que se sienten reflejados en él de algún modo, aunque discrepen del curso seguido o de la resolución final.

            En consonancia con estos supuestos, serán falaces las maniobras discursivas torpes o deliberadas que vengan a bloquear la comunicación entre los agentes deliberativos, a reprimir su participación libre e igualitaria o a sesgar de cualquier otro modo el curso o el desenlace de la deliberación en contra del interés común y en favor de intereses “siniestros” –al decir de Bentham (1824), i.e. intereses de partes o de grupos que miran por sus ventajas y privilegios en perjuicio de los derechos individuales y de los objetivos comunitarios– [8]. No es extraño que los debates y deliberaciones en marcos parlamentarios y políticos hayan sido y sigan siendo un terreno abonado. Pero hoy cabe añadir a las falacias políticas denunciadas por Bentham otras varias y diversas estrategias falaces nacidas del trato social, falacias que han crecido y madurado -a la par que nuestra conciencia crítica- con el desarrollo del discurso civil, con el planteamiento y la discusión de asuntos comunes de carácter práctico en espacios públicos.

           

            Todo esto sugiere algunas preguntas capitales como las dos siguientes:

1/ ¿Hay condiciones determinantes o factores generadores de usos falaces en la interacción argumentativa dentro de espacios públicos: opacidad / asimetría / heteronomía?

2/ ¿Pueden montarse estos presuntos generadores sobre, o relacionarse con, la frustración o el fraude de expectativas discursivo-cognitivas de la comunicación entre agentes razonables, de modo que apunten hacia una concepción integradora de la argumentación falaz?

            Son preguntas que plantean problemas abiertos actualmente en nuestros tratos teóricos y conceptuales con las falacias.

  

3. Problemas y desafíos.

            Entre los problemas abiertos, bastará mencionar algunas muestras relevantes que tienen que ver con la cuestión sustancial de la integración y articulación teóricas de:

-          planos (e.g. socioético, sociopolítico y discursivo-cognitivo),

-          perspectivas (lógica, dialéctica, retórica, pública),

-          dimensiones (consideraciones de bondad o de calidad argumentativa, consideraciones de efectividad y de eficacia inductora o suasoria)

  

            Entre los desafíos, cabe recordar tanto algunos que parecen más sustanciales, de orden filosófico, como otros que parecen más circunstanciales y de orden práctico.

-          De orden más bien filosófico: los casos Schopenhauer (1864, edic. póst.) / Swift (1733) / Castillon vs. Becker (Real Academia de Ciencias de Berlín 1778).

       Este apartado crítico también envuelve el desafío de estrategias no solo distorsionantes sino disolventes del discurso, en la medida en que minan las condiciones de posibilidad del discurso mismo o de su ejercicio racional, sea a efectos suasorios, sea a efectos justificativos, sea a efectos críticos. Hay casos aparentemente ingenuos, pero venenosos, como el que ha recibido el nombre de “whateverism” (Makau y Marty (2002, pp. 75-77) o “cualquierismo”: cualquier aserto vale desde algún punto de vista y cualquier persona queda justificada para sostener su punto de vista propio con tal de que se trate de “su verdad”. Dicho de otro modo: no hay referentes de justificación objetivos y comunes, sino puntos de vista de la gente que, al ser todo el mundo igualmente respetable, tiene perfecto derecho a sostener cualquier opinión o convicción frente a cualquier otra –así que, por ejemplo, tan legítimo sería aceptar la demostración del teorema de Fermat como la virginidad de la madre de Dios. Pero hay otros retos más interesantes, al  menos desde un punto de vista teórico y analítico, como los de orden filosófico ya mencionados: el “maquiavelismo preventivo” de Schopenhauer (1864), que aconsejaba engañar al interlocutor para no verse uno mismo engañado, o la defensa irónica de la mentira política en el folleto de Swith y Arbuthnot (1733). En otro orden de cosas, también es un reto relevante el tema de concurso propuesto por la Real Academia de Ciencias de Berlín en 1778: “¿Es útil y conveniente engañar al pueblo, sea induciendo a error, sea manteniendo los errores existentes?” (vid. la edición de Lucas 1991).

 

-          De orden más bien práctico: la aparición y el creciente desarrollo de un nuevo género de discurso, el discurso electrónico (cf. diversos aspectos lingüísticos y socio- históricos en Yus (2001), López Alonso y Séré (2003), Mattelart (2007).           

 

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 4. Un sumario final de sugerencias y conclusiones provisionales.

 

1.    Conviene mantener el trato diferenciado tradicional con paralogismos y  sofismas: con los paralogismos, en razón de su interés cognitivo; con los sofismas, debido a su significación en la línea de una teoría integral de la argumentación.

2.    Tres puntos importantes en el estudio de las falacias desde el punto de vista de su significación teórica, analítica y crítica: su detección, su conceptualización, su prevención.

3.    En punto a la detección: desplazamiento desde las clases abstractas o los tipos genéricos de falacias hasta los usos o las prácticas contextualizadas, donde será bueno distinguir entre (a) el uso de un argumento falaz en un contexto C y (b) el uso falaz de un argumento en C –pues (b) permite apreciar la posibilidad de usos falaces de argumentos correctos.

4.    No hay falacias formales: la condición de falaz no se preserva a través de la forma lógica.

5.    En punto a la conceptualización: las falacias, vistas en las diversas perspectivas que hoy concurren en la teoría de la argumentación (lógica, dialéctica, retórica, del discurso público), presentan aspectos diversos de la argumentación falaz que, lejos de excluirse, pueden solaparse en parte y son en todo caso complementarios.

6.    En punto a la prevención: ¿cabría sugerir un cuadro etiológico de condiciones  generadoras o facilitadoras de usos o estrategias falaces? La frustración o el fraude en la interacción argumentativa y en las expectativas discursivo-cognitivas. Las condiciones de opacidad del agente emisor, asimetría o no reciprocidad de la interacción comunicativa y heteronomía del receptor.

7.    Pero todo esto, aunque significativo en orden a una integración teórica de los estudios sobre la argumentación, distaría de constituir una teoría general de las falacias. Dos problemas: 1/ la articulación entre las diversas conceptualizaciones, planos y perspectivas de la argumentación falaz; 2/ las relaciones entre la bondad y la eficacia de nuestras prácticas argumentativas.

8.    A estos problemas se añaden los diversos desafíos planteados por las amenazas no solo de distorsión, sino incluso de disolución de la comunicación y del discurso, así como por la aparición de un nuevo género discursivo, el electrónico (blogs, foros, chats, etc.), no tanto un género híbrido de géneros anteriores, oral y escrito, como un género mestizo con entidad propia.

 


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Bibliografía

 

Bentham, J. (1824), Falacias políticas. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1990.

Damer, T. E. (2006), Attaking faulty reasoning, Belmont, Thomson Wadsworth.

Ikuenobe, P. (2004), “On the theoretical unification and nature of fallacies”, Argumentation, 18/1, 189-211.

Lucas, J. de (ed.) (1991), Castillon-Becker-Condorcet: ¿Es conveniente engañar al pueblo? Madrid, Centro de Estudios Constitucionales.

 López-Alonso, C. y A. Séré, eds. (2003) Nuevos géneros discursivos: los textos electrónicos. Madrid, Biblioteca Nueva.

Makau, J.M. y D. Marty (2002), Cooperative Argumentation. A Model for Deliberative Community, Prospect Hill (IL), Waveland Press.

Mattelart, A. (2007), Historia de la Sociedad de la Información, Barcelona, Paidós.

Schopenhauer A (1864), Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta

en 38 estratagemas [Eristik, edic. póstuma 1864], Madrid, Trotta, 1997.

Swift, J. [1712], El arte de la mentira política / The Art of Political Lying, Madrid, Sequitur, 2006.

Teorema, monográfico: “Autoengaño: problemas conceptuales”, XXIV/3 (2007).

Tindale, Ch. W. (2007), Fallacies and argument appraisal, Cambridge, Cambridge University Press.

Vega-Reñón, L. (2003), Si de argumentar se trata, Barcelona, Montesinos, 2003.

Walton, D.N-, “Epistemic and dialectical models of begging the question”, Synthese, 152 (2006), 237-284.

Wenzel, J. W. (1980), “Perspectives on argument”, en J. Rhodes y S. E. Newel, eds., Dimensions of argument, 112-133, Annandale (VA): Speech Communication Associations.

Yus, F. (2001), Ciberpragmática. El uso del lenguaje en Internet. Barcelona, Ariel.

 


 

[1]  Trabajo realizado en el marco del proyecto HUM2005-00365, financiado por el MEC (España).

[2]  Aunque uno pueda transitar más o menos clara o confusamente entre los extremos del arco. Así como no se excluye la existencia de múltiples casos intermedios entre ambos extremos, el sofístico y el paralogístico, tampoco cabe excluir la de otros casos no infrecuentes en los que uno puede -e incluso a veces quiere- engañarse a sí mismo. Todo esto supone cierta analogía de la idea de sofisma con una concepción clásica de la mentira, de raíz agustiniana, y remite a la discusión abierta en torno al “autoengaño”, puntos en los que ahora no puedo detenerme pese a su interés discursivo y cognitivo. Sobre el autoengaño, hay una revisión del estado actual de la cuestión en un reciente número monográfico de Teorema, XXVI/3 (2007).

[3]  Nacidas del padre común, Aristóteles, pero separadas y dispersas en la época moderna, han cobrado nueva vida en nuestros días a principios de los años 1980. Recordemos, por ejemplo, el planteamiento de Wenzel (1980). Puede verse un tratamiento comprensivo y detallado de diversos aspectos de la teoría de la argumentación vistos desde estas tres perspectivas en Vega-Reñón (2003).

[4]  Una  muestra de lo que puede complicarse y refinarse el estudio de la propia  petición de principio, más allá de estos límites epistémicos o desde una perspectiva más comprensiva, puede verse en.Walton (2006)

[5]  En este aspecto, la relación entre la justificación o la calidad interna de un argumento y su eficacia o su poder de convicción tiene una contingencia similar a la que los teóricos de los actos de habla advierten en la relación entre la fuerza ilocutiva de un acto de habla y su efectividad perlocutiva: no basta pedir a alguien 1000 $ del modo apropiado y que esa persona entienda las razones de nuestra petición, para que efectivamente las asuma como razones determinantes y, acto seguido, nos preste los 1000 $.

[6]  También se trata de una condena: un buen libro de falacias está condenado a desactivarlas.

[7]  Por ejemplo, ‘falacia’, según el Diccionario de la Real Academia Española (2001 22ª edic.), significa: 1, el engaño, fraude o mentira con que se intenta dañar a alguien; o 2, el hábito de emplear falsedades en daño ajeno. El Diccionario del español actual (Seco, Andrés, Ramos, 1999) la identifica con engaño o mentira. ‘Falaz’, califica a su vez, lo embustero o falso, según el DRAE, y lo engañoso, falso o mentiroso, según el Diccionario de uso del español (Mª Moliner, 1998 2ª edic.).

[8]  Según Bentham, es siniestro el  interés que hace valer no un derecho o un interés privados, sino un interés parcial o de grupo frente al principio fundamental de todo buen gobierno, a saber: la mayor felicidad del mayo número. Así pues, lo opuesto al interés público no son los intereses de los individuos que componen una sociedad, sino los intereses parciales o particulares de los grupos que siguen vías tortuosas para obtener ventajas ilegítimas o mantener privilegios injustificados. Los intereses siniestros deliberados son la primera causa de las falacias en este marco. Vid. edic. citada 1990, pp. 202 ss.

© Luis Vega Reñón. Catedrático de Lógica, UNED.

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* Ponencia leída en XIV Congreso Internacional de Filosofía, organizado por la Asociación Mexicana de Filosofía y celebrado en Mazatlán (México) durante los días  5-9 de noviembre de 2007.

 

 

   

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