LA RACIONALIDAD EN LA CIENCIA
CIENCIA, VALORES Y RACIONALIDAD
Nieves García
Tejedor
(A mi padre, siempre, por sus infinitos valores)
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
1.
CIENCIA Y RACIONALIDAD
1.1. El ideal del “saber por saber”: el
mito del conocimiento teórico puro
1.2. Racionalidad en las ciencias formales
y las ciencias materiales. La estética en la ciencia
1.3. El
s. XX y la revolución científica
· La
disolución del “camino seguro del saber”.
· Disolución del conocimiento desinteresado
· Del
sujeto individual al sujeto social
· Racionalidad acotada frente a racionalidad absoluta.
· La
nueva reflexión sobre la ciencia y los valores
1.4. Influencia del modelo de racionalidad
científica en los planteamientos éticos
2. ÉTICA, POLÍTICA Y ECONOMÍA
2.1. Racionalidad en la acción:
definiciones
· Racionalidad moral y
apriorismo
2.2. Ética y cultura
2.3. Economía y política
· La economía como objeto: el
reparto de la propiedad
· Planteamientos del concepto de
justicia: individuo y Estado
· La democracia y el teorema de Arrow
· La influencia de la economía como
disciplina en la ética: Amartya Sen
3. ÉTICA, POLÍTICA Y CIENCIA
3.1. De Pitágoras a la revolución del s.
XX
3.2. El siglo XXI: la bioética
4. CONCLUSIONES
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INTRODUCCIÓN
· Racionalidad y naturaleza humana y
social
a definición de Aristóteles del ser humano
como “animal racional” o con lógos –zoon
logicón–,
a pesar de todas las corrientes del pensamiento contemporáneo
que vienen a relativizar o limitar tal definición,
sigue teniendo un peso crucial a la hora de enfrentarnos al tema
de los valores, en especial al valor supremo que conjuga ética y
política: la justicia. En efecto, la mera concepción de cómo
debería estructurarse el mundo para ser justo puede redefinirse
como qué tipo de mundo es el más “racional”.
Y es aquí donde la otra definición de ser humano, el animal
político o social (zoon
politikón), se trama con la anterior: en efecto, el
hombre no es un mero animal gregario, cualidad esta que
compartiría con otros animales, sino que tiende a estructurar su
convivencia conforme a una concepción simbólica de lo que debe
ser el orden, de lo que aspira a conseguir.
Ya que, a falta de otros criterios más
sólidos o fructíferos, sigue siendo la posesión de lógos
lo que nos distingue de los animales, es preciso hacer un previo
análisis de lo que se puede entender por “racionalidad”. Dado
que el concepto ha cambiado notablemente de contornos a lo largo
de la historia, habrá que ir delimitando campos que definen o
que se ven definidos por ese ideal de racionalidad.
· Razón científica y razón ética
Vamos a comenzar distinguiendo dos caminos
que, en última instancia, deben desembocar en un destino común:
por un lado, la racionalidad científica que, en su forma más
depurada, la lógica formal, proporciona los criterios de
fiabilidad, y en su aplicación empírica ha venido ofreciendo el
modo disponible más eficaz de habérnoslas con el entorno; por
otro, la racionalidad en la ética, esto es, la perfecta
comprensión y aplicación de unos valores: aquí los axiomas los
proporcionan los propios fines humanos.
Esta demarcación, sin embargo,
no pretende encerrar los distintos ámbitos de la racionalidad
humana en compartimentos aislados y holistas. En el estudio de
cualquier disciplina, desde la física o la biología hasta la
historia, cada sociedad intenta comprenderse a sí misma y su
medio con el fin de mejorarse, autocorregirse, y hacerse de este
modo no sólo más adaptada y desarrollada sino también más justa
o, podríamos traducir, aproximarse más a un ideal racional. De
ahí que sea preciso echar previamente un vistazo al contexto
desde el cual buscamos y concebimos un cierto orden o criterio
de racionalidad; no se escapa al pensamiento contemporáneo que
toda concepción del mundo, en lo que es y en lo que debería ser,
parte de una determinada perspectiva, de un punto de fuga que
constituye el lugar en que se sitúa el sujeto, el cual ha de
considerarse no ya, o no sólo, un sujeto individual sino, y
sobre todo, un sujeto social.
· Sociedad contemporánea y sujeto
social
Nuestra sociedad está marcada por
determinadas características: de un lado, la globalización que
aunque, en cuanto proceso de contacto de culturas, como muy bien
matiza Amartya Sen,
es un fenómeno que ha marcado el desarrollo de toda la historia,
en nuestra época está teniendo unos matices económicos y de
mercado muy específicos; de otro lado, y como consecuencia, las
marcadas desigualdades entre las clases que hoy en día
constituyen un nuevo orden social mundial: los países
desarrollados y los subdesarrollados, los cuales participan y
gozan de manera muy disímil de ese proceso de globalización
económica. Intentaremos aquí reflexionar sobre los
planteamientos éticos actuales, que revisan las teorías del
utilitarismo clásico –si no en ética ( no tan explícitamente),
el utilitarismo es la clave del funcionamiento político de la
sociedad actual– y analizan la repercusión de la tecnología y
los avances científicos actuales en el desenvolvimiento de las
relaciones sociales en el ámbito mundial, planteando
especialmente las injusticias en torno a la explotación y la
pobreza en el tercer mundo.
Una cuestión que marca la
reflexión actual es: ¿hay una mala estructura de base, esto es,
una mala organización de las relaciones político-económicas en
el mundo en general y en cada sociedad occidental en particular?
¿O se trata más bien de un mal entendimiento de la utilización y
reparto de los recursos y beneficios? En términos aristotélicos,
¿falla la causa inicial o la final? En la reflexión, se impone
analizar los fines o valores del ser humano en lo concerniente a
la organización social del reparto y explotación de recursos, en
el ámbito concreto del impacto social de la tecnología actual.
En este punto, es preciso matizar distintos niveles:
· Valores, recursos y organización
social
En primer lugar, el de los fines, que se
corresponden con los valores. En términos éticos, podemos
definir “valor” como todo aquello que es deseable por sí mismo,
y no por virtud de alguna otra cosa. En el ámbito político, los
valores constituirían los axiomas de la organización ideal de la
sociedad, de cada sociedad de forma endógena y de las relaciones
de unas con otras en el ámbito mundial. Un clásico en este
aspecto es la teoría de la economía del bienestar, valor supremo
postulado por el Utilitarismo y cuyos presupuestos han sido
revisados por Amartya Sen. En este aspecto caben destacar la
importante precisión que hace el autor sobre el carácter
relativo al sujeto de los valores, y las revisiones en torno a
los conceptos de individuo y sociedad como sujetos de la acción
y, por tanto, de la acción moral. Sen nos propone los conceptos
clave de “capacidades potenciales” (capabilities), las
cuales distingue de los funcionamientos (functionings).
En palabras del propio Sen: “Los funcionamientos representan
partes del estado de una persona: en particular, las cosas que
logra hacer o ser al vivir. La capacidad de una persona refleja
combinaciones alternativas de los funcionamientos que ésta puede
lograr, entre las cuales puede elegir una colección”.
No es del todo desafortunado ver aquí una revisión no tanto, o
cuando menos no sólo del concepto de bienestar utilitarista,
sino de la perspectiva más amplia y humanista de Aristóteles en
su planteamiento de la realización humana. Esa naturaleza humana
en potencia, que en su ideal ético ha de tender a realizarse –a
ser en acto– matiza:
a) una relatividad de los valores al
sujeto;
b) una distinción entre la naturaleza
potencial del sujeto y las posibilidades que le brinda el
entorno como factor clave para calibrar las posibilidades de
realización.
Aplicado a la actualidad, el
grado de realización de las personas y las sociedades tiene que
tener en cuenta los valores y finalidades a que se aspira, lo
que constituiría el conjunto de potencialidades, que varía de
unos a otros, y los recursos de que se dispone: desde la
tecnología hasta la
posición social, el sexo, la edad, la raza...
En segundo lugar estaría el estado de
facto: la organización social y económica de la realidad.
Ambos niveles se han venido a denominar el estado del ser y el
del deber ser. La falacia naturalista pretendía mostrar la
imposibilidad de reducir uno a otro. Ahora bien, este argumento
se limita a señalar que no se pueden demostrar racionalmente
unos principios éticos, objetivos y absolutos, a partir de los
datos empíricos que la realidad nos ofrece. Pero olvida la
relación dialéctica que ejercen sobre la construcción de la
organización social. La economía tiene sus propias leyes de
funcionamiento, que son estudiadas por la ciencia económica.
Pero dentro de estas leyes no se pueden olvidar, como causa
final, los valores que esa sociedad pretende alcanzar. Dentro de
este estado de facto habría que distinguir la estructura social
vigente y los recursos o modos de habérselas con el mundo. En
este segundo punto se encuadraría la ciencia. La ciencia es el
conjunto de conocimientos sobre la realidad que posee una
sociedad, y que permite a esa sociedad transformar su entorno y
acomodarse a él; en otras palabras, es un conocimiento teórico
que desarrolla unas capacidades y actividades prácticas; en
nuestra sociedad, esas actividades constituyen la tecnología.
Intentaremos discernir, por
partes, la racionalidad en la ciencia, la ética y la política,
con la finalidad de acercarnos a lo que hay de común y, sobre
todo, de contacto y relación entre ellas.
1.
CIENCIA Y RACIONALIDAD
1.1. El ideal del “saber por saber”: el
mito del conocimiento teórico puro
o es ninguna novedad que la imagen de la
filosofía griega clásica como ese amor al saber puramente
racional, teórico y desinteresado, es un mito idealizado por la
tradición occidental. El misticismo de los pitagóricos, la
taumaturgia de Empédocles, la oscuridad de Heráclito...
Empezando por los presocráticos, su pensamiento se ha purificado
mucho de todo cuanto no se correspondiera con un cliché de
pureza racionalista sujeto a una concepción del saber que
establece una ecuación entre conocimiento verdadero y puramente teórico. ¿Qué hay de cierto en esta ecuación, de
dónde surge?
El saber, sin embargo, no tuvo nunca esa
imagen entre los pensadores de la Antigüedad, ni los grandes
clásicos. Para Platón, el ideal político, por un lado, y la
salvación del alma –valga la expresión– por otro, marcaban toda
la finalidad del saber. Lo cual no le excluye de un perfecto
rigor y una racionalidad exquisitamente pulcra y exigente.
Quizá Aristóteles puede haberse
constituido en el fedatario de tal concepción depurada del
saber; así parece haber sido presentado por los más rancios
historiadores de la Filosofía. Más desapasionado y científico
que su maestro, el Filósofo por excelencia, quien asentó las
bases de la lógica formal, clasificó las ciencias y estudió el
alma humana con el mismo espíritu analítico y taxonómico que
aplicó al estudio de la Naturaleza, no defendió sin embargo
jamás esa concepción del saber tan purificada incluso de su
propio sujeto, de los intereses del ser humano. Para empezar, y
en rasgos generales –no pretendemos aquí presentar un estudio
analítico de todo su pensamiento– conocida es su aseveración de
que el hombre, por naturaleza, apetece saber. Y para
continuar, la clasificación de las ciencias en Aristóteles,
lejos de una taxonomía cerrada y ultimada, es una herramienta de
trabajo que demuestra su rigor y su tremendo potencial
intelectual: analiza y disecciona los elementos constitutivos no
para mantenerlos aislados, sino para comprender con mayor
profundidad y veracidad el entramado que constituyen, y dentro
de ese entramado está su ética. Una ética cuyo motor y
culminación es la plena realización de la naturaleza humana. En
efecto, el ser humano apetece saber porque su naturaleza
definitoria está constituida por su lógos.
1.2. Racionalidad en las ciencias
formales y las ciencias materiales. La estética en la ciencia
La principal distinción que se establece hoy en día
entre los distintos tipos de ciencias es entre las formales y
las materiales. Nos parece importante hacer un breve inciso en
lo que respecta a la racionalidad en cada una de ellas, para
mostrar cómo los planteamientos sobre la caducidad de la
concepción clásica de la racionalidad no implican ni mucho menos
una negación de la misma; a lo sumo, la convierten en un caso
límite dentro de los nuevos modelos de racionalidad.
Hablamos de que la razón –preferiríamos el
lógos–
tiene una función práctica y adaptativa en el hombre. Lo cual no
implica que sus leyes no puedan ser estudiadas en sí mismas. Del
mismo modo que el hecho de trabajar hoy en día con lógicas de
más de dos valores de verdad, por poner un ejemplo, no resta el
más mínimo rigor lógico a los principios que estableciera
Aristóteles, el hecho de introducir al sujeto como punto de
perspectiva en los diversos modos en que el mundo puede ser
comprendido no resta racionalidad a la ciencia. Lo que sí matiza
es la ilusión del conocimiento absoluto del objeto (algo
superado ya desde Kant, por no remontarnos a sus antecedentes).
El primer punto que queremos poner de manifiesto en
la distinción entre la racionalidad en uno y otro tipo de
ciencias es la que establece la propia naturaleza del objeto. Si
en las ciencias formales (lógica y matemáticas) la racionalidad
se establece a partir de la coherencia interna y el rigor
deductivo, en las ciencias materiales se ve implicada la
correspondencia entre la representación mental y el objeto. Ésta
es la fuente de la pluralidad con que la razón nos ofrece
distintos modelos de realidad, sin que sea estrictamente posible
discriminar unos sobre otros en base a su veracidad.
No cabe duda de que hay explicaciones del mundo que
resultan más fructíferas que otras, al igual que unas son más
comprensibles y “bellas”, en la medida en que ofrecen una mayor
simplicidad. Ahora bien, no hay una justificación lógica para
elegir unas teorías sobre el mundo frente a otras.
¿Qué
papel cumple, entonces, esa preferencia o elección estética
entre un modelo explicativo del mundo y otro? ¿Hemos de
concluir, sin más, que es un mecanismo irracional que crea al
hombre la ilusión de acercarse más a una verdad que no existe
sino como producto suyo? Las cosas pueden explicarse de otra
manera. La preferencia estética cumple el papel pragmático y
adaptativo de ofrecer una concepción del mundo asequible y
fructífera para un sujeto. Ciertos modos de entender y
aprehender la realidad permiten en mayor modo su manipulación y
transformación, y multiplican por tanto los recursos disponibles
por el ser humano para su más satisfactoria adaptación al medio.
De ahí que, por ejemplo, el nuevo modelo celeste heliocéntrico
propuesto por Copérnico gozara de aceptación en su aplicación
antes de que pudiera ser defendida su correspondencia con la
realidad, como hizo Galileo. El complicado sistema de círculos y
engranajes propuesto por Ptolomeo resultaba igualmente
predictivo, y encajaba además con el modelo egocéntrico vigente
en la ciencia de su época, pero el sistema ptolemaico resultaba
extremadamente complejo frente a la simplicidad y belleza del
heliocentrismo copernicano, que ofrecía un sistema de
movimientos circulares perfectamente armónico y además coherente
con la idea pitagórica de que el círculo es la forma más hermosa
y cercana a la eternidad de lo divino.
Podemos
concluir que los avances en el campo de la filosofía de la
ciencia, resultado de la revolución científica del s. XX, tienen
como uno de sus mayores logros disolver el mito de la ciencia
como objeto puro: la ciencia no es algo que está ahí para ser
captado por el hombre, o lo que el hombre va captando de ese
algo: la ciencia es un producto humano, es siempre ciencia para alguien. Se introduce así el problema clásicamente
ignorado del sujeto del conocimiento científico, que vendrá a
reflejarse del mismo modo en el problema del sujeto ético. Y
aquí se desarrollará la dialéctica entre el sujeto individual,
con sus conocimientos y creencias, y el sujeto social, que viene
a configurarse como algo más que una abstracción de valores
comunes o un mero consenso de intereses colectivos.
Llegados
a este punto, es conveniente echar un somero vistazo a lo que ha
supuesto la revolución científica del s. XX para entender su
influencia en la nueva racionalidad en ética y política.
1.3. El s. XX y la revolución
científica
Dos grandes hitos marcan esta revolución: la teoría
de la relatividad de Einstein, en lo que concierne al
macrocosmos, y la física cuántica desarrollada principalmente
por Plank, que plantea nuevas y sorprendentes leyes en el
microcosmos. Si la teoría de Newton no hacía distingos entre
ambas esferas, ahora esta distinción va a ser crucial y ha
abierto nuevos y fascinantes caminos de investigación que
pretenden acercar de nuevo a ambos y alcanzar así ese ideal
estético que caracteriza el conjunto del saber humano.
· La disolución del “camino seguro del
saber”
En el s.
XIX, Kant, tras la culminación científica de Newton, consideraba
que la física, al igual que las matemáticas, había por fin
entrado en el camino seguro del saber. Su alta capacidad de ‘predictibilidad’,
su exactitud matemática, dieron lugar a un optimismo que se
estrelló con la llegada de un nuevo marco explicativo, la teoría
de la relatividad, que revisaba los axiomas elementales de la
física newtoniana, tales como los conceptos de espacio, tiempo y
velocidad, al mismo tiempo que se disolvía la imagen material de
los átomos.
Como
consecuencia de la caída de ese optimismo y esa confianza en el
progreso lineal de la ciencia y sus aplicaciones –así como de
sus repercusiones en el modo de vida– Popper formuló la teoría
del falsacionismo, según la cual ninguna teoría puede ser
demostrada como verdadera, sino tan sólo ser desechada si se
muestra que es falsa. En realidad no es más que una consecuencia
de la falacia lógica del induccionismo, que ya fuera siglos
atrás denunciada por Hume en su análisis de los tipos de juicios
y de la idea de causa, fundamento de la ciencia empírica, pese a
que Kant intentara soslayarla mediante el planteamiento de la
causa como categoría trascendental.
· Disolución del conocimiento
desinteresado
El
falsacionismo de Popper, sin embargo, planteaba que la ciencia
evoluciona de forma desinteresada: a medida que aparecen casos
que falsan las leyes científicas vigentes, éstas irían siendo
desechadas, planteándose así de nuevo la propuesta de nuevas
hipótesis explicativas que debían dar razón de la realidad y a
la vez cumplir el requisito de ser igualmente falsables.
Pero tal
objetividad o desinterés no resultaba certera a la hora de
analizar la verdadera evolución que va experimentando la
ciencia. En efecto, los casos particulares que debieran falsar
las leyes aceptadas se consideran anomalías, esto es,
excepciones a las leyes, que no se desecharán hasta tener un
nuevo modelo explicativo. Un ejemplo muy destacado es el
problema que se presentaba en la Edad Media (dominada por la
física aristotélica) de la caída de los proyectiles. La teoría
aristotélica del “lugar natural” de los elementos según su grado
de “pesantez” no explicaba la trayectoria parabólica que siguen
los objetos proyectados. Este caso, que suponía una falsación de
la teoría disponible, no ocasionó sin embargo que tal teoría
fuera desechada. Lo que se hizo –como se va haciendo en todos
los casos similares– fue “parchear” su modelo científico con la
teoría del ímpetu. Un caso parecido sería la excepción que
suponía el perihelio de mercurio para la física newtoniana. La
única solución que pudo aportar Newton no era física, sino
teológica o metafísica: cabría concebir que el mundo es como un
gran mecanismo de relojería que de vez en cuando se retrasa en
su funcionamiento, y Dios lo vuelve a poner en hora. La
resistencia a desechar la única ciencia de que dispone una
sociedad en un momento determinado destaca de nuevo la función
adaptativa del conocimiento:
Kuhn
reformuló la concepción del progreso de la ciencia con su
conocida teoría de los paradigmas. Un paradigma es un modelo de
explicación de la realidad que es aceptado por una comunidad
científica en un período histórico determinado. En esta nueva
visión del modo en que se produce la evolución científica se
introducen dos factores de suma importancia: a) por un lado, la
subjetividad científica, en cuanto se explica la resistencia a
desechar un paradigma mientras no se disponga de otro mejor, y
b) por otro lado, el carácter colectivo o social, no ya
meramente individual, del sujeto del conocimiento en el campo de
la ciencia. No es ya el científico o investigador quien acepta o
desecha teorías y leyes basándose en sus conocimientos de la
realidad: la comunidad científica es el grupo especializado en
defender y desarrollar el conocimiento dentro de una sociedad,
pero en cuanto parte constitutiva de ésta, está sujeta a sus
mismas necesidades y a sus mismos valores, los cuales guiarán
las líneas de investigación que respondan a esos fines comunes y
desechará aquéllas que se aparten de lo que en su contexto se
presente como de algún interés pragmático o adaptativo.
· Del sujeto individual al sujeto
social
La
visión clásica de la racionalidad científica partía del supuesto
latente de un sujeto absoluto del conocimiento: el objeto era el
que iba siendo desvelado a la humanidad gracias a la labor de
una razón absoluta, idéntica para todos. El hecho de que los
descubrimientos o teorías se desarrollaran en una época u otra o
en el seno de una u otra civilización era considerado algo
anecdótico, meramente la historia de cómo “la verdad” iba siendo
descubierta y utilizada por el ser humano.
Cuando,
en el s. XX, el “camino seguro del saber” en que parecía haber
entrado la física se vio sacudido por la llegada de un nuevo
paradigma explicativo, que desarraigó los axiomas del suelo de
la realidad, la reflexión en torno al conocimiento sufrió una
fuerte sacudida: no se trataba sin más de que de nuevo la
humanidad se hubiera precipitado en la validez de sus creencias;
se hacía preciso analizar con cuidado el papel del sujeto en el
conocimiento, más allá del hecho de que su racionalidad pueda
verse enturbiada por elementos que la alejen de su recto camino.
La naturaleza biológica y adaptativa del hombre, con toda la
complejidad que conlleva y que se manifiesta en la presencia de
inquietudes espirituales y valores morales, se ponen ahora en el
punto de mira de la reflexión epistemológica. Y esta naturaleza
biológica implica una etiología del ser humano como animal que
vive y se desarrolla en sociedad, y que toma de ella sus
creencias y sus necesidades más complejas.
A partir
del estudio del modo en que se produce la evolución científica,
el sujeto del conocimiento científico no es más, por tanto, un
sujeto absoluto, idéntico a sí mismo o atemporal: está
condicionado socialmente por unos valores y unas expectativas
que vienen marcadas por los intereses de su sociedad.
· Racionalidad acotada frente a
racionalidad absoluta
Kant concebía el sujeto del conocimiento y de la
acción moral de un modo absoluto, esto es, individual pero
idéntico en cualquier ser humano. Lo que queremos decir es que
la razón es una y la misma, iguala a los hombres en su
comprensión del mundo y en su relación con su entorno. Pero los
nuevos modelos de racionalidad plantean ciertos márgenes a esta
concepción kantiana de la racionalidad, que postula unas normas
universales, objetivas y absolutas, y por tanto un juicio moral
estrictamente a priori.
Hay quienes sugerirían sin más, contra este
planteamiento, que hay otros factores que intervienen en la
acción moral: pasiones, sentimientos, hábitos, deseos... Pero
todo ello no quedaba fuera del planteamiento kantiano. Al
contrario, tiene en cuenta todos esos factores para distinguir,
precisamente, la acción moral de la que no lo es. Si el
imperativo categórico no es un “ser” sino un “deber ser” es
debido a la presencia en la naturaleza humana de todos esos
elementos sensibles que apartan al hombre del estricto
seguimiento de su voluntad racional.
No obstante, sí cabe hacer una matización dentro de
esa supuesta razón apriorística que señala indefectiblemente el
camino a seguir. El concepto de racionalidad acotada de Simon
introduce la importancia de la información disponible a la hora
de establecer la racionalidad en la toma de decisiones. La
“razón práctica” posee características y determinantes que la
distinguen de la razón meramente teórica. Stuart Sutherland nos
proporciona una definición o criterio para juzgar el grado de
racionalidad de la acción: la racionalidad sólo se puede medir a
la luz de lo que la persona sabe.
Dado que esta información siempre es limitada, el sujeto se
movería buscando una solución satisfactoria, no óptima. Se
plantea de nuevo una distinción entre el individuo y el
colectivo; la organización colectiva busca soluciones en función
de sus metas u objetivos, mientras que el individuo se ve
delimitado en sus decisiones por su racionalidad acotada. La
organización colectiva, por tanto, debe establecer las premisas
y rutinas de decisión que el individuo adoptará y utilizará en
función del conocimiento o información de que disponga.
· La nueva reflexión sobre la ciencia y
los valores
Hemos visto que las teorías científicas, y también
los descubrimientos, están estrechamente ligados a la sociedad y
el contexto en que surgen. Por poner algunos ejemplos, cabe
plantearse si ya Leibniz, en su momento, mostró las
insuficiencias lógicas del modelo newtoniano, ¿por qué no cuajó
entonces?¿por qué se obviaron de tal manera que el modelo de
física newtoniana fue considerado la culminación de la llegada
de esta ciencia al “camino seguro del saber” incluso por un
pensador del mérito y la altura de Kant? Lo mismo ocurre con la
época o contexto en que se producen algunos inventos, como la
imprenta; la idea parece que ya existía en culturas muy
anteriores a la nuestra;
y es una idea relativamente sencilla, pero no llegó a suponer un
invento de importancia hasta que la promoción de la lectura y la
cultura se vieron revolucionadas con su empleo. Podemos añadir
el caso antes mencionado del desmoronamiento a que Hume sometió
a la ciencia empírica, en cuanto se formula a partir de
inducciones de casos particulares. Sus críticas, a pesar de ser
lógicamente indiscutibles, resultaron en su época –y después–
inaceptables en cuanto aceptarlas supondría renegar de la
ciencia que permite desarrollar una tecnología con que sacar
provecho del mundo. Ésta es, como otras, una clara muestra de
que la ciencia está sujeta a valores que marcan su desarrollo,
no sólo su aplicación.
La
ciencia, por lo que queda expuesto, no puede concebirse como un
mero saber teórico, purificado de todo interés y de todo error,
relativismo o subjetivismo. A partir de la revolución científica
del s. XX, el realismo ingenuo quedó totalmente superado. ¿En
qué queda la racionalidad? ¿Sólo en las ciencias formales? La
racionalidad en la ciencia debe explicarse no sólo en términos
de lógica, sino en términos de acción. La ciencia empírica, esto
es, el conocimiento y explicación del mundo, responde a una la
finalidad adaptativa, entiéndase por tal desde la mera
supervivencia hasta la autorrealización en el más alto nivel. Al
hablar de fines, entramos ya en el terreno de los valores.
1.4. Influencia del modelo de
racionalidad científica en los planteamientos éticos
Hemos ido viendo cómo los
valores y las necesidades o fines de cada sociedad en un momento
concreto determinan el desarrollo de la ciencia, tanto en los
temas que se decide y promueve investigar como en el
mantenimiento de las teorías que resultan más fructíferas y su
aplicación. Pero si hemos hablado de los valores en sí y su
influencia sobre la evolución científica, ahora cabe también
plantearse la reflexión sobre los propios valores en el modo en
que ha ido formulándose a lo largo de la historia, y en este
punto nos atrevemos a hacer la siguiente afirmación: la
racionalidad con que se desarrolla la ciencia en un cierto
momento determina la racionalidad en los planteamientos sobre
ética y política. Vamos a explicar un poco esta afirmación.
La ética de Kant no sólo se
constituye posteriormente a la ciencia en el edificio kantiano:
parte de la misma idea de objetividad y uniformidad de la razón.
En cambio, los nuevos planteamientos éticos, dentro de los
cuales está tomando auge la influencia de la ciencia económica,
tienen en cuenta factores como la naturaleza del sujeto agente,
la distinción entre el sujeto individual y el social y la
influencia mutua de ambos, la información disponible y la
posición relativa de los valores al sujeto, que al ser concebido
como múltiple y diverso, diversifica la concepción de los fines
a alcanzar.
De alguna manera, la política de Kant no
es más que una ‘globalización’ de su ética. Es, al fin y al
cabo, una consecuencia del propio paradigma científico –y por
tanto de racionalidad– que impera en su época. Según la física
de Newton, el estado del universo no es más que el resultado del
estado de movimiento y reposo de todos y cada uno de los átomos
que lo componen. Ahora hay un nuevo modelo físico: los sistemas
pueden generar sus propias leyes. Aplicando, a modo de analogía,
estos modelos a la ética y la política, tendríamos un nuevo
planteamiento: los ideales políticos –la justicia– no serían el
mero resultado de la suma de las morales individuales
ejemplares. La justicia social exige algo más que el perfecto
comportamiento ético de todos y cada uno de los individuos que
componen esa sociedad. De ahí la necesidad de nuevos
planteamientos sobre la globalización y la estructura ideal
social.
2.
ÉTICA, POLÍTICA Y ECONOMÍA
1. Racionalidad en la acción:
definiciones
l hablar
de ciencia, hemos mencionado la necesaria distinción entre la
racionalidad de las ciencias formales y la de las ciencias
empíricas. Saliendo ahora ya del marco de la ciencia, tal
distinción se formularía como razón formal y razón sustantiva.
Esta segunda tiene en cuenta el contenido de las proposiciones,
y por tanto hace referencia a algo externo. En el caso de la
acción humana, la sustantividad de la razón hace referencia a
unos fines a alcanzar –aquí hay que hablar por tanto de una
razón final– y a unos valores de una naturaleza específica, como
son los valores morales.
El
estudio de la racionalidad ha sido abordado desde diversas
disciplinas, entre ellas la psicología cognitiva. En este campo
se ha avanzado mucho, ofreciendo alternativas al modelo clásico
de racionalidad. Estos estudios se centran precisamente en las
características de la razón sustantiva, esto es, en el modo en
que el contenido de las premisas influye en las deducciones y
consecuentes tomas de decisiones que elabora el ser humano.
Manuel de Vega señala que “la
identificación entre la lógica formal y los procesos mentales de
razonamiento constituye una creencia fuertemente arraigada en
nuestra cultura. No obstante, la aportación de datos empíricos
(...) pone de relieve una aparente incompetencia lógica del
hombre de la calle”.
existen teorías alternativas a la explicación del pensamiento
humano. Por ejemplo, la teoría de los modelos mentales
establecida por Johnson-Laird postula que el pensamiento se
fragua a partir de la superposición de modelos establecidos
según las premisas que se van conociendo; la suma de un mayor
número de modelos iría eliminando los errores.
Este modelo tiene la ventaja de interpretar tanto los errores
más comunes como las respuestas racionales. ¿A dónde nos lleva
esto? De momento, nos permite explicar la pluralidad de pautas
de acción posibles. El conocimiento humano parte de la
experiencia y retorna a ella, porque su fin es adaptarse al
mundo en que vive. Obviamente, se ve influido por su experiencia
pasada a la hora de formar expectativas futuras y estrategias
para llevarlas a cabo. Aquí podríamos hablar de una experiencia
individual y de una experiencia colectiva, marcada por la
cultura y la estructura social.
· Racionalidad moral y apriorismo
De este modo, volvemos a retomar el campo
concreto de la racionalidad en la acción. La definición
anteriormente mencionada de S. Sutherland interesa especialmente
en cuanto esa racionalidad en la acción es la que define la
ética.
A diferencia de Kant, son varios los
autores que implican el conocimiento de las circunstancias para
valorar la acción moral. El apriorismo absoluto kantiano debe
quedar, cuando menos, matizado. ¿Es, en este sentido, más
conforme a la racionalidad el Utilitarismo, en cuanto ética de
fundamento y naturaleza consecuencialista? Sería muy discutible,
ya que la elección entre uno y otro depende de la existencia de
valores universales, objetivos y racionales, la cual explicaría
la presencia de la moral en el hombre,
pero no está demostrada. El Utilitarismo, al fin y al cabo,
reduce el valor supremo de la moral al bienestar; aunque con
matices, podría aquí hablarse de un reduccionismo. Pero aquí
entra de nuevo a colación la distinción entre la presencia de
la moral en el individuo y en la sociedad. La exigencia moral en
el individuo –en la mayoría– parece clara, al margen de que se
rija siempre o no por ella. En nuestro contexto político, sin
embargo, esa moral cuya presencia Kant siente dentro de sí no se
percibe del mismo modo: la constancia de una moral objetiva en
la sociedad (no hablamos de meras normas reduccionistas
culturales) es bastante más oscura. sin embargo, su ausencia
hace que la política se torne innoble, mercadista, la
descripción perfecta de Maquiavelo.
Amartya Sen revisa el Utilitarismo clásico
e introduce la variabilidad de valores y posibilidades de los
individuos que componen una sociedad.
2. Ética y cultura
Dentro de los planteamientos
clásicos en torno a los valores morales la cultura no ha tenido
un papel muy relevante. Kant, por poner el ejemplo más
destacado, pretendía alcanzar una armonía universal en el seno
de la humanidad a partir de una ética explicitada racionalmente,
partiendo de la idea de que la razón es idéntica para todos los
seres humanos. En este sentido, del mismo modo que las
matemáticas poseen la cualidad de la universalidad, una ética
deducida racionalmente –en su proyecto se incluía también una
religión– sentaría las bases de la concordia universal y
acabaría con las guerras religiosas.
No quiere esto decir que no fuera patente
que la cultura influye en la formación moral de los individuos.
Las creencias religiosas, el respeto a un orden social que
tiende a perpetuarse, influyen en lo que el sujeto acepta como
bueno o necesario. Pero, y siguiendo el espíritu kantiano, una
ética no reduccionista siempre tendía a plantear lo que de común
tienen los valores morales en cualquier cultura, y así podría
establecerse la distinción entre valores universales –en ellos
pretenden fundarse los derechos humanos– y valores sociales.
Sin embargo, los factores culturales
influyen en la formación de la moral en dos sentidos:
a) Por un lado, en la formación de los
valores: las creencias, la imitación de las conductas que se
observan dignas de aprobación... Este es el aspecto más común y
patente, al margen de que se haya tenido poco en cuenta más que
para ser soslayado o superado en busca de unos valores más
trascendentes.
b) En la diversidad de los valores que el
propio individuo tiende o aspira a realizar dependiendo de lo
que A. Sen denomina las capacidades potenciales. Este autor
introduce nuevas perspectivas no sólo en la racionalidad de la
acción sino en la consideración de un planteamiento moral más
plural. El sexo, clase social, nivel económico... configuran un
panorama de posibilidades reales, al margen del carácter o las
aptitudes naturales (capacidad artística, intelectual, de
disfrute...) del individuo, y a partir de esas capacidades
potenciales y de los valores que a ellas se adaptan se llevarán
a cabo los distintos “funcionamientos” (functionings),
esto es, lo que la persona puede y decide llevar a cabo de
facto. La gran aportación de Sen, creemos, en este sentido,
es añadir nuevas variantes que tienen en cuenta la diversidad
entre los individuos, así como la distinción entre el nivel
individual y el social, a la hora de plantear una reflexión
sobre la justicia que tenga cabida y efectividad en el mundo
real en que ahora vivimos.
3. Economía y política
La relevancia de la economía
en la elaboración de una teoría ética se orienta en dos
aspectos: en cuanto objeto, esto es, en cuanto conjunto de
recursos y distribución de los mismos de una sociedad, y en
cuanto disciplina o ciencia que estudia ese objeto. Conviene
poner de manifiesto la relevancia del objeto a la hora de
concebir cualquier orden político –y por ende ético– ideal, y
las aportaciones de la segunda a los planteamientos éticos
actuales. Por ello comenzaremos destacando su relevancia en
algunas de las principales aportaciones del pensamiento.
· La economía como objeto: el
reparto de la propiedad
Comenzando por Platón, una
valoración muy extendida es considerar que el motor de todo su
pensamiento está caracterizado por una inquietud ético-política;
a partir de esa inquietud, desarrollará una metafísica muy
relevante a lo largo de la historia; pero esa relevancia se ha
visto muchas veces desligada de la finalidad a que iba enfocada
y ha empañado en muchos casos su verdadera meta. Sin soslayar la
veta mística y soteriológica de su pensamiento, Platón se movió
en gran medida por instaurar en este mundo las pautas
inteligibles de un estado justo. Así lo concibió en la República donde, entre otras cosas, ofrece unas pautas de
reparto de la propiedad conducentes a un concepto de justicia
basado, podríamos decir, en la igualdad de oportunidades. Pero
es posible que hasta él mismo se diera cuenta de hasta qué punto
era una utopía impracticable. Al margen de si sus propuestas
concretas responden o no a su ideal de justicia e igualdad –las
críticas a su sistema son numerosas–, Platón hace demasiado
hincapié en el peso coercitivo del Estado y en la igualdad de
los seres humanos en la aceptación de su puesto en la sociedad.
El concepto de “capacidades potenciales” de Amartya Sen recoge,
sin embargo, esta dificultad. No hay estructura política
factible que garantice la realización de las capacidades con que
está dotada la naturaleza de cada ser humano; a esa diversidad
natural hay que añadir la diversidad de recursos que el propio
contexto vital impone: el sexo, la clase social, el momento
histórico... son factores determinantes a la hora de plantear
una estructura social y de reparto justa, pero que Platón no
planteó en su momento; éste sacrificaba la libertad individual
en aras de la justicia social, del mismo modo que soslayaba el
concepto de bienestar relativo a cada individuo, algo que
también añade A. Sen.
En una perspectiva totalmente distinta
tenemos las teorías desarrolladas en el s. XIX como consecuencia
de la Revolución Industrial: Utilitarismo y Liberalismo. Las
leyes de libre mercado van a ser la pauta económica de base en
estos planteamientos. La Revolución Industrial dio lugar a una
preponderancia en los planteamientos éticos de la explotación y
reparto de los bienes de consumo, que van a erigir el concepto
de bienestar en valor supremo de la ética. Estos valores
sociales van a da lugar al ideal de la democracia occidental y a
todo tipo de planteamientos sobre la integración y convivencia
de los diversos grupos sociales. Entre ellos, y como crítica al
ideal democrático establecido por los principios del
utilitarismo clásico, se encuentra el teorema de Arrow.
No podemos dejar pasar en el tema de la
relación entre economía y ética al socialismo, en concreto al
que ha trascendido en la formación ideológica del mundo
contemporáneo: el socialismo marxista; sus planteamientos son
suficientemente conocidos para hacer descripción detallada de
ellos aquí. El socialismo surge como reacción a la injusticia
social generada por una Revolución Industrial cuya ideología
liberal no ha sabido generar un estado de justicia, por tanto de
racionalidad, en la sociedad. De nuevo entendemos la
racionalidad en la sociedad desde el sentido de ratio o
de lógos como proporción, en este caso como reparto. La
solución planteada es la posesión colectiva de los medios de
producción. El socialismo de Marx, autodenominado “científico”,
pretendía haber desentrañado las leyes por las que evolucionaría
la sociedad capitalista, dado el conflicto imperante entre la
clase social dominante y el proletariado. Pero sus predicciones
resultaron erróneas. El socialismo no se desarrolló en las
sociedades que habían generado la Revolución Industrial; se ha
entendido que el sistema acabó autorregulándose haciendo que el
propio proletariado se convirtiera en el consumidor, si no
propietario, de los bienes que producía. Pero la sociedad de
consumo desarrollada dio lugar a una situación mundial que
trascendía el capitalismo interno de cada sociedad. Ahora
aparece una “clase social” oprimida, constituida por la
población del tercer mundo que no goza de los beneficios de los
beneficios. Esto ha dado lugar a todo tipo de análisis y
críticas al llamado proceso de globalización, entendiendo en
algunos casos que es la propia estructura económica la que
genera las injusticias, y demonizando, por tanto, lo que se
entiende por tal proceso. Pero A. Sen defiende con gran agudeza
que el proceso de globalización no debe considerarse sin más un
fenómeno de la cultura occidental de nuestro tiempo generador de
desigualdades e injusticias. Para empezar, el contacto entre las
culturas y sus mutuas influencias ha sido un factor no solo
presente a lo largo de la historia, sino también positivo en
cuando desencadena el progreso y avance de las civilizaciones.
Para ilustrarlo propone el siguiente ejemplo: «para argumentar
que un arreglo familiar sexista y desigual es particularmente
injusto, no es necesario demostrar que las mujeres resultarían
comparativamente más beneficiadas si no existiera la familia,
sino que la distribución de los beneficios es simplemente
desigual bajo ese arreglo».
· Planteamientos del concepto de
justicia: individuo y Estado
Hemos hablado del utilitarismo
y del socialismo como formas de entender la justicia. El primero
plantea este valor apoyándose en la libertad individual, y el
segundo hace hincapié en el papel regulador del Estado, en la
libertad colectiva en detrimento del individuo. Muchos de los
distintos planteamientos en torno a la justicia examinan las
consecuencias de las acciones o las formas de organización para
deducir qué resultado posible es justo y cuál no. Pero aquí es
obligado traer a colación el análisis derivado del apriorismo
moral kantiano.
Según Kant, la bondad o maldad
de la acción depende de la voluntad, esto es, de la intención
del agente quien, a priori y por medio de su razón, sabe
lo que es correcto y lo que no lo es. La maldad de las acciones
derivaría de la influencia de los intereses personales
–pasiones, deseos, productos todos de la naturaleza sensible del
hombre, en contraposición a su naturaleza racional o
inteligible–. Lo que interesa aquí es observar las aportaciones
respecto a los requisitos que un concepto de justicia debe
cumplir. Kant se da cuenta de que la ética exige una
universalidad: cuando la moral –y es importante distinguirla de
cualquier otro tipo de valoración– nos dice que algo es justo o
es bueno, al margen de nuestra implicación o interés en ello, lo
que se nos impone es un criterio que se nos manifiesta como
objetivo; de ahí que Kant formulara una de sus definiciones del
imperativo categórico como: «obra sólo según una máxima tal que
puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal».
La sombra de Kant es demasiado intensa
respecto al sentido de la justicia. El “velo de la ignorancia”
de Rawls en realidad lo que hace es recoger esa exigencia moral
de universalidad y desinterés que con tanta pureza recoge Kant.
En la Teoría de la justicia Rawls expone que los
individuos bajo un velo de la ignorancia elegirían los
principios de la justicia. Ese velo no sería sino el estado de
pureza de la voluntad –premisa de la posición original –,
que no ve contaminado su juicio por los intereses.
· La democracia y el teorema de
Arrow
El teorema de Arrow viene a dar
consistencia a los planteamientos de Sen; muestra, en cualquier
caso, la imposibilidad de diseñar una estructura social perfecta
que garantice las libertades, realización, etc. de todos y cada
uno de los individuos que componen esa sociedad.
El teorema o paradoja de Arrow pretende
mostrar la imposibilidad de la democracia, en cuanto sistema
político ideal de derechos y libertades, demostrando que
no es posible diseñar reglas para la toma de decisiones sociales
o políticas que obedezcan a un cierto conjunto de criterios
“razonables”. El argumento es el siguiente: el funcionamiento
del sistema precisa que la sociedad acuerde un “orden de
preferencias” con el cual que tomar decisiones comunitarias.
Este orden de preferencias debe ser de carácter general; sin
embargo, cada individuo posee su propio orden de preferencias.
Para conseguir uno general se deberían reunir una serie de
requisitos que garanticen la integridad y respeto por las
elecciones individuales dentro del marco mismo de ese criterio
general. Pero, según muestra Arrow, en el momento en que tenemos
al menos dos integrantes y al menos dos opciones entre las que
elegir, no se puede diseñar una función social que satisfaga
todos los requisitos del ideal democrático.
Frente a esta paradoja, que parece relegar
a la mera utopía la creación de una sociedad justa, Amartya Sen
pone hincapié en la prioridad en la revisión de los fines, no de
los medios ni de la estructura de base.
· La influencia de la economía como
disciplina en la ética: Amartya Sen
Con A. Sen introducimos la relevancia de
la economía como ciencia en los planteamientos éticos actuales.
Dentro de estos adquiere relevancia el concepto de bienestar y
los criterios de medición con que se pueda calibrar el grado de
bienestar de una sociedad o de un individuo. Un indicador
habitual es el de la renta per capita. El problema, como
señala Sen, es que solo tienen en cuenta la ''situación media''
de la población. Este autor ha señalado que los principios
éticos bien deben suponer la igualdad entre los individuos, pero
como la habilidad para aprovechar la igualdad de oportunidades
varía con cada persona, el problema de la distribución de
bienestar nunca podrá resolverse del todo.
Uno de los grandes méritos de este autor
es que esclareció la relación entre la llamada curva de Lorentz,
que mide la desigualdad en ingresos, y la distribución de
diferentes activos por parte de la sociedad. Se suele medir el
bienestar de una sociedad por medio del porcentaje de sus
habitantes que se encuentra por debajo de lo que previamente se
considere “índice de pobreza”, pero esto ignora los diversos
grados de pobreza entre los menos favorecidos. Para solucionar
esta deficiencia, Sen elaboró un índice para medir la pobreza,
teniendo en cuenta el bienestar de los individuos, que ha sido
utilizado desde entonces por muchos investigadores.
Amartya Sen aporta un planteamiento del
orden social basado en la justicia distributiva:
“El problema no es si los pobres se están haciendo marginalmente
más pobres o ricos; tampoco si obtendrían mayores beneficios en
caso de que se excluyeran a si mismos de las interacciones
globales. Insisto: el tema central es la distribución de los
dividendos que resultan de la globalización.”
Con este planteamiento, Sen retorna la
reflexión ética del campo de la estructura social que pudiera
garantizar esa justicia soñada, al campo de los valores y los
fines humanos.
3.
ÉTICA, POLÍTICA Y CIENCIA
3.1. De Pitágoras a la revolución del
s. XX
itágoras, en este sentido claro precursor
de Platón, ya concebía el saber como algo peligroso, no apto
para cualquiera; de ahí los ritos de purificación. Esta Escuela
ofrecía una concepción del mundo –amén de mística, faceta que
ahora no nos interesa– altamente científica: reducir todo a
números implica decir que todo es proporción, geometría, ritmo.
Algo cuantificable y por tanto manipulable. No en vano los
pitagóricos fueron grandes ingenieros. El conocimiento de la
Naturaleza permite su manipulación y transformación –de ahí que
la educación sea una base primordial en todo estado de
desarrollo, como defiende Sen–,
adecuándola a unos fines que en cuanto tales sólo a la ética
competen. Aun cuando en ocasiones se ha querido presentar como
algo anecdótico o ajeno a las aportaciones realmente valiosas de
la escuela pitagórica, es decir, lo que se reduce a sus
descubrimientos matemáticos, el hecho de que esta escuela
tuviera una estructura y un ideal político es una parte
integrante plena de sentido dentro de su concepción global del
conocimiento y del ser humano.
La Escuela Pitagórica, dentro
de unos límites, no fue algo tan extraño o extravagante dentro
del contexto cultural en que aparece y se desarrolla, y ayuda en
gran medida a ubicar otros autores clásicos en su contexto
adecuado. Aun cuando tradicionalmente se había presentado una
imagen de la filosofía clásica como puramente racional y
desinteresada –algo ya superado–, hemos mencionado anteriormente
que Aristóteles dista de responder a esa idea de “razón” que en
realidad se forja bastante siglos más tarde. Los conceptos de lógos y
noûs abarcan un campo semántico notablemente
distinto al de “razón” –del mismo modo epistēmē y
“ciencia” difieren en sus perfiles lo bastante para tratar con
cautela la noción de lo científico en los clásicos– que los
aleja de lo que posteriormente Descartes entenderá por “luz
natural de la razón” y por “ideas claras y distintas”.
Quizá sea este concepto
cartesiano de la razón el que más define el punto álgido de la
concepción clásica de la racionalidad. Kant supone otro hito
importante. Parte de esa idea de la razón como instrumento de
conocimiento y, como dijimos más arriba, está influido por la
racionalidad que marca la ciencia de su época y el ideal de
progreso a que dio lugar. Pero los cambios sociales que se
estaban produciendo en su momento a raíz de la Revolución
Francesa, junto con su propio potencial intelectual, hacen que
Kant enmarque el conocimiento humano, puro y desinteresado en sí
mismo, dentro de un proyecto político caracterizado por una
razón pura teórica y práctica, que abarcaría tanto el desarrollo
de la tecnología y el manejo de los recursos como un ideal de
convivencia que se presenta como horizonte hacia el que la
humanidad como sujeto se dirige.
La Edad Contemporánea está
marcada por unos avances científicos que han dado como resultado
una transformación de los recursos y del modo de vida del
hombre. Las inversiones en investigación marcan en desarrollo de
la ciencia y van claramente dirigidos por unos fines e intereses
políticos. En el campo concreto de la medicina, la biología y la
farmacia, la investigación y la tecnología desarrollada plantea
unas cuestiones éticas y políticas que dominan el debate moral
de la sociedad global. La imbricación entre ética, política y
ciencia es, sin duda alguna, más patente que nunca.
3.2. El siglo XXI: la bioética
Un importante y “moderno” debate en este
siglo XXI recién comenzado es el de la bioética: temas como
eutanasia (¡qué mal se emplea este término!), testamento vital,
fecundación in vitro, adopción, y un largo etcétera son
preocupación casi constante (y también casi constantemente
malinterpretadas) en nuestra sociedad, que apela a la autonomía
personal
como baluarte argumentativo.
Igualmente, la visión
utilitarista sigue resultando muy conveniente a los políticos a
la hora de gestionar los recursos sanitarios.
La teoría política desarrollada por el
Utilitarismo, el ideal de una sociedad liberal se basa en el
principio de la libertad personal, formulación que se recoge en
el ensayo On Liberty, de J. Stuart Mill. Mill habla aquí
sobre la “individualidad”, bastante similar a la noción de
autonomía, siendo también para él un bien intrínseco que debe
ser respetado y al que debe aspirarse por sí mismo. La sociedad
liberal fomenta la diversidad cultural, y la ve como un índice
de vitalidad social; Mill escribe:
Sería un gran
malentendido (...) que se pretenda que los seres humanos no
tengan nada que ver entre sí respecto a sus conductas en la
vida, y que no deberían preocuparse del bien hacer o
bienestar de los unos y los otros, a no ser que ataña a su
propio interés. En lugar de una disminución, se necesita un
gran incremento de esfuerzo desinteresado para promover el bien
de los otros (...) Pero ni una persona, ni cualquier número de
personas, tiene derecho a decir a otra criatura humana madura
que no debe hacer con su vida, en su propio beneficio, aquello
que elija hacer con ella.
El dilema surge porque en la sociedad
liberal el individuo asume la carga total de responsabilidad
ética por sus propias acciones, y por tanto, se debilita el
sentido de solidaridad comunal de las sociedades tradicionales,
quedando desprovistos de la guía paternalista que éstas ofrecen.
Existe una tendencia esencial en la especie humana a escapar de
las cargas de la conducta autónoma y a buscar refugio en la
multitud, lo que nos lleva a solicitar un consenso moral que
constituya la base de nuestra sociedad y que viene a denominarse
“intereses públicos”, derivando en el consecuente paternalismo
social, y alejándose, pues, de los principios de la sociedad
liberal. algunas, o la mayoría, de las posturas adoptadas en los
debates bioéticos (como en tantos otros) se basan en un bien
común mal entendido, deviniendo en posiciones autoritarias y
paternalistas con la excusa del “interés público”.
El choque frontal entre la autonomía
personal y la intervención plena o “autoritaria” del Estado o de
la sociedad, el autor Max Charlesworth nos dice:
«La inocente idea utilitarista de que podemos cuantificar y
comparar la ‘calidad’ de vida humana surge por la confusión
entre dos sentidos diferentes de ‘calidad de vida’. El primero
es lo que uno podría llamar la calidad de vida biológica y
médica, y el segundo es la calidad de vida moral o personal».
Y también:
«el valor o la calidad de vida no se pueden medir
‘objetivamente’ (...) sin referencia a lo que elegí hacer con
ella como agente moral autónomo»
Por lo tanto, nunca podría ser aplicable el concepto
utilitarista en relación con determinadas decisiones personales.
Sin embargo, entran en juego, además, pesados factores
económicos y burocráticos derivados de una inevitable política
institucional –que muchas veces deviene en paternalismo–, con
los que nuestra autonomía personal resulta, si se me permite,
bastante mermada (y la de los propios médicos y personal
sanitario, me parece). Existen, sin duda, una serie de
circunstancias sobre las que plantear el gasto público
sanitario, debido a su coste y dificultad. Por ejemplo, el
cuidado de niños nacidos graves, al tratamiento del SIDA o el
trasplante renal, entre otros. En todos estos casos el debate
moral se aplica a la obligatoria elección del “paciente
adecuado” (por su futura esperanza y calidad de vida, por su
futura productividad...), dado que los recursos son limitados,
para que ese gasto público se dé por bien invertido. Entendemos
que se trata de Utilitarismo aplicado en grado sumo, en su
concepto más “político-económico” –y quizás no exento de
injusticia o desigualdad-. Cierto que los recursos económicos no
son ilimitados (como sería utópicamente deseable para cuestiones
médicas y humanitarias), pero ¿quién decide y por qué? Todos
estos temas planteados bajo el epígrafe de ‘gasto público
sanitario’ tienen el dilema común de lograr un consenso
comunitario para la idoneidad de la asignación de recursos. Y es
muy espinoso. Hay casos que mueven más a la compasión y
emotividad social (a lo que los políticos son especial e
interesadamente sensibles). Esto, sin embargo, está en claro
contraste con las posturas que generalmente se adoptan para la
asignación de recursos, pues la mayoría de las veces se enfoca
desde el punto de vista utilitarista (sólo coste-beneficio),
desatendiendo cualquier valoración ética. Volviendo a
Charlesworth:
«(...) el Utilitarismo no puede proporcionar una lógica para
distribuir beneficios y costes de una forma equitativa, ya que
simplemente examina beneficios agregados netos (...) no puede
darnos realmente una estimación adecuada del valor de autonomía
personal ni de sus valores asociados: igualdad, justicia y
tolerancia de la diversidad ética.»
Es decir, son los valores éticos los que tienen que poner
límites al enfoque utilitarista, y no al revés.
Parafraseando a Kant, podríamos decir que la sociedad liberal se
debería caracterizar por un respeto incondicional por la
autonomía personal, y eso lleva consigo un respeto por el
pluralismo ético y una resistencia a que el Estado y la ley
intervengan en el terreno de la moralidad personal o la ética.
Qué decir, por tanto, de la
visión clásica de la racionalidad y la ciencia, como un
conocimiento desinteresado. Tomada en sentido absoluto, es
errónea. En sentido relativo, se mantiene dentro del marco
estricto de lo que puede considerarse o no ciencia, pero dentro
del edificio del saber humano –valga la terminología kantiana–
es insuficiente, pues la ciencia misma se integra en ese marco,
y tiene una finalidad externa a sí misma.
4.
CONCLUSIONES
na vez demostrada la imbricación entre
ciencia, política y ética, y habiendo visto la influencia de la
racionalidad en cada uno de estos ámbitos sobre los demás, se
plantea la necesidad de que la reflexión filosófica actual tenga
en cuenta todos estos aspectos y analice de forma concienzuda y
sistemática las transformaciones que caracterizan el estado
actual de nuestra sociedad y, en concreto, todos los aspectos
relacionados con la globalización, el intercambio de culturas
con la exigencia de un mutuo entendimiento y la búsqueda de un
reparto justo de conocimientos, recursos y beneficios.
Qué duda cabe que constatar
una estrecha relación e influencia mutua no es confundir
ámbitos. Lo que sí es necesario tener presente es que ninguno de
estos ámbitos funciona por sí mismo, de forma holista, sino que
todos ellos tienen como raíz última en común la adaptación del
ser humano a su medio, con toda la complejidad que implica que
esa adaptación venga definida por unos ideales no de lo que es,
sino de lo que debería ser el mundo.
La ciencia no es, a fin de
cuentas, sino el modo en que el ser humano entiende su realidad
para poder habérselas con ella. En este “habérselas con” queda
implicada la aplicación práctica de los conocimientos sobre el
mundo, que en nuestra sociedad contemporánea dan lugar a la
sofisticada tecnología que manejamos. Ahora bien, en esta
transformación del mundo conforme a la ciencia disponible, se ve
implicado un modo de disfrutar y distribuir los bienes en
sociedad. Ahí entra en juego la economía. La Naturaleza está
ahí, con sus recursos, pero estos recursos tienen una
localización geográfica, una disponibilidad, una facilidad o
dificultad de uso... Todo cuanto configura el pragma de
las cosas, esto es, el papel que adquieren respecto al hombre.
Si la finalidad de todo ser
vivo es adaptarse a su medio de la forma más satisfactoria
posible, la complejidad de tal satisfacción dependerá de la
naturaleza del ser que va a adaptarse. Y el ser humano posee una
complejidad extrema comparado con el resto de los seres vivos,
pues es capaz de concebir mundos distintos y de valorar la
bondad o maldad de cada uno. A esto se suma su carácter social.
Si en los planteamientos éticos clásicos se buscaba lo
“objetivo” que pudiera definir la ética, las bases comunes que
pudieran hermanar por medio de la razón a toda la humanidad,
según el ideal kantiano, nos encontramos ahora con la necesidad
de aceptar la diversidad de valores y criterios de los
individuos, lo cual crea un hiato entre la ética, a nivel
individual, y la política, en estructura ideal de la sociedad
que deba satisfacer los ideales de realización de cada uno de
los individuos que la componen. La nueva relación entre ética y
política abren la reflexión sobre el sujeto moral y busca
armonizar ambos niveles, partiendo de la diversidad de valores y
necesidades de los individuos y de crear las condiciones
sociales y políticas adecuadas que garanticen la viabilidad de
esa realización.
Toda reflexión ética y
política debe partir del análisis del estado de facto,
esto es, de las condiciones reales de la sociedad a la que se
aplica. Y la realidad del momento es un estado de globalización
que afecta a distintos frentes: culturales, con el problema
derivado de la integración y la búsqueda de un consenso en
derechos humanos universales; y económicos, con el problema de
los derechos de posesión, utilización y disfrute de los recursos
y beneficios.
Tenemos, pues, nuevos factores
en la ética contemporánea:
a) la necesidad de establecer un criterio
humano y dinámico de racionalidad que se entienda como
instrumento humano conducente a su adaptación y realización;
b) la necesidad de entender la relación
entre todos los ámbitos del conocimiento humano, desde la
ciencia hasta la ética y la política, a la luz de esa nueva
racionalidad;
c) la distinción y reflexión sobre la
diversidad del sujeto moral, entendiendo por tal la no
uniformidad de valores de los individuos y el distinto
planteamiento exigido a nivel social. Si del individuo hay que
entender su diversidad y plantearse la igualdad de recursos, la
diversidad de naturalezas, el grado de libertad y la capacidad
de disfrute de ella... en el sujeto social hay que plantearse la
conjugación, en caso de ser posible, de toda esa diversidad, lo
cual transforma la ética social o política en una ética formal,
por valernos de la clasificación kantiana, pero no puramente
apriorística. Al introducir el sujeto social como un factor
distinto del individuo, la información disponible se vuelve tan
relevante como los valores o fines a alcanzar a la hora de
juzgar la racionalidad en la acción. De ahí que la objetividad y
universalidad que caracterizan el a priori moral kantiano
se vean ahora un caso límite, idealizado, ya que el individuo no
dispone sino de una racionalidad acotada para enfrentarse a la
acción.
Las teorías económicas y
éticas de Amartya Sen se han confirmado como una perspectiva
fructífera y novedosa en torno a la justicia en el sistema
actual. Sen analiza y defiende las bondades de la globalización
y estudia cuáles son los factores en que radica la pobreza. Su
teoría de las capacidades potenciales y los funcionamientos
añaden una nueva variante anteriormente inadvertida en el
planteamiento ético: las posibilidades que el entorno biológico
o genético y social aporta al individuo. Su planteamiento, que
surge como revisión al Utilitarismo clásico y la teoría del
bienestar como valor supremo, resulta una revisión y avance de
la ética aristotélica de la realización de la naturaleza humana.
Del mismo modo que Stuart Mill viró del hedonismo social de
Bentham a un cierto aristotelismo, Amartya Sen utiliza las
ecuaciones y variables económicas para postular una ética
entendida como realización de la naturaleza humana. Al concepto
de potencia aristotélica añade el de capacidades potenciales, y
al estado de “acto” del estagirita lo matiza con su noción de
funcionamientos (functionings). La compleja ecuación de
Sen responde, igualmente, a una concepción social del ser
humano, pero se complejiza hasta adaptarse a un contexto
político mundial que supera con mucho el contexto de la polis
ideal en que se manejó Aristóteles. De este modo, Sen postula un
concepto de justicia basada no en la estructura misma de las
relaciones políticas y económicas internacionales, sino en la
posterior distribución y disfrute de los beneficios de la
globalización.
Asimismo, existen o deberían existir
nuevos horizontes en bioética y cuestiones de economía mundial.
Respecto
a los recursos sanitarios, Popper distingue entre utopía social
y lo que él denomina ‘ingeniería social irregular’: la utopía
social nos da la seguridad de que no nos encontraremos ante
ningún conflicto moral, pero esto lleva a la supresión de la
diversidad impredecible en la vida humana, además de a una
tiranía altruista por parte de burócratas y planificadores
sociales; los contrario sería una especie de anarquía. Para ello
Popper asegura que podemos mejorar el proceso social
centrándonos en metas a corto plazo, flexibles y revisables.
Esto se puede aplicar perfectamente al problema de la
distribución de recursos sanitarios, manteniendo lleva a la
supresión de la diversidad impredecible en la vida humana,
además de a una tiranía altruista por parte de burócratas y
planificadores sociales; los contrario sería una especie de
anarquía. Para ello Popper asegura que podemos mejorar el
proceso social centrándonos en metas a corto plazo, flexibles y
revisables. Esto se puede aplicar perfectamente al problema de
la distribución de recursos sanitarios, manteniendo siempre un
debate abierto y tolerante intentando alcanzar un consenso
liberal de acercamiento a los temas éticos; siendo lo deseable y
lógico en una sociedad liberal.
aaaaaaaaaaaaaaaaaa
S.
Sutherland, La irracionalidad, el enemigo interior.
Madrid, Alianza, 1996, p. 17.
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© Nieves
García-Tejedor, 2005
LINDARAJA. Revista
de estudios interdisciplinares y transdisciplinares.
Foro universitario de Realidad y
ficción.
URL: http://www.filosofiayliteratura.org/lindaraja/cienciavaloresracionalidad.htm
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