REALIDAD Y FICCIÓN FILOSOFÍA, LITERATURA, ARGUMENTACIÓN, CIENCIA, ARTE
lindaraja REVISTA de estudios interdisciplinares y transdisciplinares. ISSN: 1698 - 2169 |
|||||||||
|
Didáctica de la Ética
EL PAPEL DE LA REFLEXIÓN RACIONAL EN EL JUICIO ÉTICO
DOCE HOMBRES SIN PIEDAD Sydney Lumet, 1957 Esther García-Tejedor
FICHA TÉCNICA EE.UU., 1957. Director: Sydney Lumet. Reparto: Henry Fonda (8), Lee J. Cobb (3), E.G. Marshal (4), Jack Warden (7), Ed Begley (10), Martin Balsam (1), John Fiedler (2), Robert Webber (12), George Voskovek (11), Jack Klugman (5), Ed Binns (6), Joseph Sweeney (9). PRODUCTORA: Metro-Goldwyn-Mayer. Título original: Twelve Angry Men. Basada en la obra teatral de Reginald Rose.
Argumento Un chico de 18 años es juzgado por el asesinato de su padre. El jurado debe emitir su veredicto en un caso en que todas las evidencias parecen condenar al acusado. Estos doce hombres, a los que el sistema presupone imparciales, comienzan a manifestar su personalidad a medida que deliberan, a petición de uno de ellos, sobre los testimonios que fueron presentados. La fuerza del diálogo y de la lógica va desmoronando la consistencia de esos testimonios que, una vez que son unidos como un puzzle, manifiestan su inconsistencia. La racionalidad del protagonista se va abriendo camino entre la niebla de los prejuicios, pasiones y motivaciones anímicas de los demás miembros del jurado. Uno a uno son incitados a reflexionar, comprender y aclarar lo que se esconde tras las apariencias del caso. En este proceso, son sus propias personalidades las que están siendo analizadas una vez que se embarcan en el ejercicio esclarecedor de la razón.
La trama Nuestro sistema judicial se basa en el principio que ya estableciera el derecho romano: in dubio, pro reo (ante la duda, a favor del reo). Esto significa que toda persona es inocente hasta que se demuestra su culpabilidad. Sin embargo, en la sociedad suele ocurrir a menudo lo contrario, como se refleja aquí: el chico parece culpable, las evidencias tienden a enfocarlo así; el debate del jurado va desmoronando la consistencia de esas evidencias, hasta desembocar en una “duda razonable”, suficiente por ley para absolver a un acusado. Es importante destacar que no se demuestra la inocencia del chico: lo que se demuestra es el conjunto de pre-juicios que condicionan una apariencia de culpabilidad, de los cuales hay que desvincularse para juzgar fríamente si hay pruebas consistentes –no meramente circunstanciales–.
El tema El punto de partida: la opinión previa El tema, más que el de la justicia a secas, es el del juicio humano. ¿Cómo se fragua un juicio sobre la realidad? La película se plantea en un entorno en que la irrelevancia o inocencia de la “opinión” propia no tiene cabida: el juicio que se forja cada uno de estos hombres sobre unos hechos tendrá como consecuencia la condena a muerte de un chico de 18 años. Nuestra opinión sobre el mundo tiene unas consecuencias; el ser humano es responsable del modo en que las fragua: analizar los propios planteamientos, conocer los propios prejuicios, desvincularse de los propios intereses, son obligaciones morales ante las que todo ser humano debe responder. La desidia ante el conocimiento de la verdad, sobre uno mismo o sobre el mundo, nos hace inexcusablemente culpables. Muchos son los factores que intervienen o alteran de algún modo la formación de un juicio: los prejuicios (ideas preconcebidas sobre la realidad), los intereses, la influencia del pensamiento de la sociedad y de la opinión ajena (actitud supeditada a menudo al miedo a la imagen que proyectamos), la apariencia, a la cual a menudo se produce una adhesión acrítica... Todas estas actitudes se ven reflejadas de un modo u otro en alguno de los personajes, que componen así un microcosmos social, un reflejo de modelos humanos encerrado en una habitación. Sólo hay un camino para superar estas barreras: la reflexión. En la película se plantean varias actitudes ante la reflexión: al principio, sólo uno ha optado por llevarla a cabo, y va arrastrando a otros. En los demás encontramos: o bien una primera pasividad, que van superando de distinto modo, o bien una abierta hostilidad: en alguna escena se ve cómo alguno de ellos se niega a la evidencia racional de aceptar como posible una determinada interpretación de los hechos. Tras un primer intento, el que promueve la reflexión propone una segunda votación, ante cuyo resultado se rendirá. Esa secuencia no es baladí: el diálogo sólo puede establecerse cuando dos partes están dispuestas a ello. Fonda se da cuenta de que su monólogo no llevará a ninguna parte; la actitud del viejo representa esa aceptación del reto de dialogar. Ante la ceguera o desidia de los demás, uno despierta la conciencia crítica, lo que da pie al desarrollo de la película.
El origen y naturaleza de la justicia: la conciencia humana Aunque la película parece realista, en realidad el resultado final es más un alegato ético sobre lo que debería y en última instancia podría ser si la razón humana, instrumento fundamental de la ética, guiara nuestra conducta. La justicia no se puede esperar del devenir de la vida; es un ideal humano, pero un ideal al alcance no de cada individuo, sino de la humanidad en su conjunto. La clave de esta idea queda reflejada en el anverso de este planteamiento que nos ofrece otra película tan polémica como impactante: Match Point, de Woody Allen. Aquí, justo al contrario de lo que ocurre en Doce hombres sin piedad, se golpean los cimientos más básicos de la moral al concluir con un mensaje tan crudo y brutal como cierto: la vida no se desenvuelve en sí misma por medio de la razón ni la ética, sino por el azar. Es al hombre al que compete hacer lo correcto. En el caso de Match Point, las motivaciones del protagonista son absolutamente interesadas, y la conciencia no juega ningún papel en el motor de su proceder. Las consecuencias éticas de nuestra conducta, dejadas a la ensoñación de la “justicia cósmica”, dependerán totalmente del azar. Como la vida del muchacho de nuestra película depende del “azar” que ha compuesto a los miembros de su jurado, y que en este caso ha permitido que participe la razón y la conciencia, necesariamente introducidas por un ser humano. En el caso que nos ocupa, el personaje representado por Henry Fonda asume este papel. Supera todo tipo de ataques: es acusado de ansia de protagonismo, de darse importancia, de provocador... críticas ante las que hace caso omiso con una integridad rayana en lo heroico (esta misma actitud la mantiene también el corredor de bolsa). En el mundo real es más habitual la actitud de otros de los miembros del jurado, que se indignan ante la malicia de los comentarios de quienes se empeñan en boicotear las argumentaciones.
El proceso de la razón Es importante destacar que ese debate no se produce porque uno piense que es inocente; su declaración es que no lo sabe. El primer paso es la duda. La película plantea constantemente una dialéctica que gira en torno a los conceptos de lo evidente, lo posible y lo probable. Lo que en un principio parece que no deja lugar a dudas, es puesto en tela de juicio cuando alguien comienza a plantearse hasta qué punto los hechos son, efectivamente, evidentes. Para situarnos en esta posición es imprescindible analizarnos primero a nosotros mismos. A lo largo de nuestra vida y en el proceso de socialización vamos adquiriendo una serie de prejuicios, de concepciones positivas o negativas sobre la realidad. Es algo necesario para desarrollarnos, para ir ampliando nuestro ámbito de acción y nuestra capacidad de respuesta ante el entorno que nos rodea. Se trata de lo que denominamos experiencia. La experiencia, efectivamente, es un tipo de conocimiento práctico que proporciona una mayor plasticidad de respuesta. Como dice el refrán: “el joven conoce las leyes; el viejo, las excepciones”. Pero la experiencia no es algo que se adquiera de forma pasiva, por el mero paso del tiempo. La experiencia exige capacidad de aprendizaje, de lectura de la propia vida. Cuando confundimos la naturaleza de la experiencia y transformamos nuestras propias vivencias en ley, la experiencia deja de ser el conocimiento práctico que es y se torna en prejuicio. Esto viene perfectamente ejemplificado en el caso del personaje cuyo hijo le abandonó. Incapaz de aprender y conocer realmente, incapaz de adquirir experiencia, declara azarosamente cómo educó a su hijo a partir de su propia opinión sobre lo que debía ser un hombre. Un día, comenta, se enteró de que su hijo había huido de una pelea; se sintió tan avergonzado que se propuso “hacer de él un hombre”, algo que creyó haber conseguido cuando recibió de él su primer golpe. Sin darse cuenta, su incapacidad por comprender la verdadera naturaleza de su hijo es lo que provocó en su momento que éste le abandonara. Y esa incapacidad por aprender es lo que le lleva a negar sus sentimientos, al tiempo que es dominado por ellos, y volver a aplicar el mecanismo del prejuicio, generalizando la experiencia de su vida: todos los hijos son malos. Así lo declara finalmente, cuando su proceso de racionalización, el más reacio y costoso –es el último que da su brazo a torcer– le obliga a verbalizar: “maldigo a todos los hijos por los que das la vida”. El segundo paso es el diálogo: Casi al comienzo, cuando el protagonista propone una segunda votación, se hubiera rendido si no hubiera encontrado apoyo. La justicia jamás podrá desarrollarse en una sociedad sorda. El monólogo, por veraz e instructivo que sea, no podrá jamás transformar la realidad humana, porque ésta es, básica y radicalmente, social, y por tanto exige el diálogo. Ese diálogo, para ser efectivo, debe estar enfocado racional, analítica y objetivamente en todo momento, hasta las últimas consecuencias. En este punto es imprescindible volver al comienzo de la cuestión, al punto de partida: la opinión. La opinión, como hemos visto, puede no estar exenta de prejuicio. Una opinión sólo puede ser aceptable en la medida en que pueda ser revisada. La palabra “diálogo” deriva del griego día-lógos, donde día, que podría traducirse como “a través de”, es un prefijo que indica un fluir, un camino, y lógos significa tanto razón como lenguaje: la capacidad del ser humano de percibir el mundo con un sentido. Los seres humanos percibimos la realidad desde una perspectiva existencial, la de la propia vida. En la medida en que estamos abiertos al diá-logo, a la comprensión de otros puntos de vista objetivos, las vivencias propias dejan de ser mera experiencia de una vida y se van convirtiendo en experiencia de la vida, en ese conocimiento práctico radicalmente ligado a la capacidad de seguir aprendiendo. El diálogo es imprescindible para el desarrollo vital de la razón. La razón sola, individual, es meramente teórica y contemplativa. Para poder implantarse en la vida es necesario que no sea uno solo el que se aplique a ella. De ahí que el método de la ética sea el diálogo, porque la ética es la aplicación de la razón, universal y desinteresada –desligada de los intereses particulares– a la guía de nuestra conducta. Aristóteles definió al ser humano como “animal racional” (zoón logicón) pero también como “animal social” (zoón politicón, el animal que se realiza dentro de las leyes de una comunidad). El alma platónica, conducida por el auriga de la razón, sólo podrá llevar a una aplicación práctica del bien, a la consecución de la justicia, si no olvida esa naturaleza social del hombre. En la película, ese conocimiento, esa apertura, la proporciona el anciano del jurado, un hombre con verdadera experiencia, con un fino olfato desarrollado a través de la observación de toda una vida, que le permite discernir caracteres, motivaciones, necesidades, en los distintos testimonios que los dos testigos principales ofrecen; es a partir de ese sutil conocimiento psicológico como consiguen encajar las piezas del puzzle que faltaban: por qué habrían de mentir o disfrazar la verdad los testigos. El último paso, lógicamente, es la evidencia, la comprensión radical y absoluta, de naturaleza tan distinta a la cerrazón de las previas opiniones acríticas. Nunca se podrá saber si el chico mató o no realmente a su padre, pero para la conclusión de la película esto es irrelevante. Nadie acaba en el proceso igual que comenzó; la seguridad en el modo de intervenir y de expresarse de cada uno se van dando la vuelta; la fuerza del prejuicio se debilita, la pequeña sociedad ahí concentrada se transforma. La racionalidad, en todo su poder, ha cumplido su misión.
Los personajes · Henry Fonda: De profesión arquitecto, es el personaje que inicia el debate, señalando el deber de hablar. Destacan en él su enorme templanza y racionalidad. Con estas cualidades es capaz de enfrentarse a una sociedad –de la que estos doce hombres son metáfora– hostil, diversa, aferrada a sus propias preconcepciones del mundo y sus anclados hábitos de conducta y juicio. Ese dominio racional de su persona es lo que le confiere la independencia de criterio y la firmeza de sus convicciones. A lo largo de toda la película manifiesta esa independencia en varias escenas. El mero hecho de discrepar serenamente con todos, en el comienzo del juicio, nos presenta el carácter del personaje. Provocado e incluso insultado en varias ocasiones por el iracundo, no deja sin embargo de mantener su postura dialogante. De hecho, sitúa sus cualidades en una posición superior: soportando esos ataques y esa cerrazón sin perder la calma, le sirven para ir conociendo y esclareciendo cada personalidad, lo que utilizará a su favor cuando desmorona uno de los argumentos, que oyeran al chico amenazar de muerte a su padre, gracias a la ira que ha suscitado precisamente en quien le atacaba con ella. Pero hay otra característica fundamental en él. No se trata sólo de que se guíe por su razón y de que se atenga firmemente al análisis objetivo de los hechos (esta misma actitud, como veremos, la mantiene también uno de sus más firmes oponentes: el corredor de bolsa). Es también un hombre de ideales. Cree en la justicia, se siente en la obligación de llevarla a cabo. El ideal es la motivación, y sin esa motivación no hubiera sentido la necesidad de buscar una revisión de las supuestas evidencias que fueron presentadas en el juicio. No es el único miembro del jurado con una conciencia moral, pero sí el único que la antepone a las apariencias, a la presión social, al “realismo” conformista que prima en un principio en otros personajes también éticos pero pasivos. Ese ideal, tan asentado en su alma y en su temple, queda de manifiesto en el final de la película: cuando desmorona al iracundo, tras haberse enfrentado duramente a él, no siente ningún revanchismo. Muy al contrario, es el único que permanece entonces cercano a él, el único que le muestra empatía, calor humano y respeto, cuando, completamente abatido aquél, es él quien coge su chaqueta y le ayuda a ponérsela. La magia de la película, lo que nos hace afirmar que parece realista, es que refleja, precisamente, la fuerza del ideal moral, su distancia del mundo real y el camino que conduce de uno a otro, que no es otro sino la luz de la razón. · El presidente del jurado: ayudante de entrenador. Un hombre sencillo en sus juicios, pero con voluntad de hacer las cosas bien. Se siente afectado por el comentario crítico del hombre maduro que manifiesta sus prejuicios desde el principio contra la gente de suburbios. Es bueno, pero emotivo y susceptible a la crítica, lo que debilita su capacidad de imponer el ideal moral en el mundo. · El más joven, empleado, de profesión pintor. Posee un carácter noble y se rige por principios, cualidad que manifiesta cuando sale en defensa del anciano al ser tratado de forma despectiva por el iracundo. No tiene prejuicios, por ello su planteamiento será limpio y tendente a encontrar y sostener la verdad: de inmediato corrobora el argumento del ruido ensordecedor que causan los trenes al pasar, haciendo incoherente el testimonio de que oyeran al chico decir nada. Pero, como confiesa al protagonista, no está habituado a tomar decisiones, a pensar, por lo que en un principio tiende a aceptar la apariencia de culpabilidad sin percibir esas incoherencias de las declaraciones de los testigos. No se trata de un personaje de poca inteligencia, sino de excesiva modestia en lo que a su capacidad de reflexión se refiere. A partir de su cualidad más destacada, la nobleza de carácter, podrá poner en marcha esa capacidad reflexiva gracias a la guía del protagonista. · El señor de bigote. Es un personaje poco llamativo, pero no por ello menos necesario para el desarrollo de la acción. El convencimiento de los miembros del jurado de enfrentarse de forma reflexiva y responsable a la realidad sólo es posible en la medida en que cada persona esté dispuesta a hacerlo. Algunas personas son incapaces de acceder a la reflexión por la sola fuerza moral que implica, pero sí cederán ante la presión de la sociedad, en la cual tenemos que desarrollar nuestra vida y nuestros intereses; de ahí la importancia de los valores morales de una sociedad. Éste es otro personaje de carácter decididamente templado y moral, representando así un punto de apoyo más para crear esa conciencia social que presione sobre las argumentaciones sesgadas, interesadas y contaminadas por las emociones de cada individuo aislado. Será él quien denuncie la falta de principios morales del que quiere ir al béisbol cuando cambia su voto. · El publicista. Es un hombre relativamente joven, de presencia más o menos apuesta. Su personalidad abierta y su desarrollo profesional de la elocuencia le confieren una apariencia de seguridad y personalidad de las que carece: por su profesión, está habituado a persuadir para obtener fines, no a analizar la realidad tal cual es. La deducción lógica no ha formado parte de las habilidades adaptativas en su vida. Su dominio de la persuasión hace que se sobrevalore en este aspecto y que muestre su debilidad cuando, ya avanzado el juicio, la adhesión a la verdad de los hechos se va imponiendo y esta cualidad, que le proporciona éxito en su trabajo y su vida, es inoperante. En ese punto, titubea y cambia de voto varias veces sin una verdadera convicción. · El bajito con gafas. De personalidad endeble, no puede justificar su primer voto de culpabilidad; es el tipo de hombre sin aparente criterio propio, muy susceptible al entorno, pero que acaba despertando sus valores y haciéndose fuerte precisamente cuanto se introduce en la trama de la reflexión. Contrapunto del publicista, aparenta ser un hombre frágil que se deja avasallar con facilidad. Pero el desarrollo del debate le hacen crecer como persona al desarrollar su razón y su lógica. Embotado por su debilidad de carácter, que se refleja en su propio aspecto físico, se libera cuando se ve estimulado a usar su razón, que le llevan a descubrir su propia fuerza moral. En ese punto, es capaz de enfrentarse al de las entradas para el partido y exigirle respeto a los demás, algo que sorprende a este personaje, que se limita a defenderse irónicamente con un “eres todo un hombrecito”. · El que tiene entradas para el partido de béisbol. No tiene el menor interés por el resultado. Su única preocupación es permanecer el menor tiempo posible. Cambia su voto con esa única finalidad. Representa un tipo de persona primaria, egoísta y hedonista, en el sentido más vulgar de la palabra. Elude responsabilidades. Este tipo de personalidad tiende a no admitir críticas sobre su persona y a no permitir que se altere su holganza. Su juicio se limita a criticar cuanto le estorba y cuando le estorba: no posee por ello una coherencia de opinión. Declara expresamente que utiliza el humor y la chanza con ese fin. · El que desprecia a la gente de suburbios. Sus prejuicios son de tipo social; anulan su capacidad de reflexión y le obcecan hacia la condena. Por su tipo de personalidad, su juicio y capacidad de aprendizaje y crítica están embotados por el egoísmo y la codicia. Se identifica exclusivamente con su propiedad –declara que en el tiempo que está invirtiendo en ese debate su negocio está “perdiendo dinero”–. Es esa codicia lo que le impide percibir en el chico acusado más que un miembro más de esa clase social amenazante para sus intereses –son “delincuentes”– y de la que, por su escasez de recursos, no puede obtener ninguna ventaja. · El que se crió en un suburbio. Su presencia en el juicio es importante, porque representa el contrapunto a los prejuicios del anterior. Es un personaje que aporta la reflexión de que la influencia del entorno no lo es todo en la modelación de la personalidad: lejos de ser un delincuente más, es un hombre honrado que ha luchado por salir adelante con honestidad; no aparenta haber alcanzado un puesto de importancia en la sociedad, pero conserva la dignidad ante su propia conciencia. Pese a haber convivido con ellas donde se crió, no puede evitar declarar que “odia esos chismes”, refiriéndose a las navajas, cuando el coger una le produce el recuerdo emotivo de lo que sentía por los valores agresivos y defensivos del entorno hostil en que se crió. Cada vida particular aporta unas vivencias distintas a otras, por lo que la edad tampoco es un factor determinante de la experiencia: gracias a la suya puede aportar un dato que no hubiera podido aportar el anciano, porque no lo ha vivido: el modo en que debió usar el chico la navaja si realmente hubiera matado a su padre. La escena en que es acusado sin fundamento por el iracundo de blando y sentimentalista muestra cómo actúan los prejuicios sociales sobre la moral individual: conociendo su procedencia y circunstancias, el iracundo presupone cuál puede ser su actitud crítica, sus emociones y su carácter. Pese a que este personaje está intentando juzgar con imparcialidad, el prejuicio y la ofensa recibida podrían haber anulado su intención de dialogar si los hechos no hubieran demostrado el error del iracundo. En efecto, podría haber sido él quien hubiera cambiado en primer lugar su voto por motivos morales, pero la desvirtuación de esta intención habría anulado su credibilidad y derecho a opinar en sociedad. · El más anciano: no es el más elocuente ni racional, pero su finura en la percepción psicológica de los testigos es de vital importancia. Representa la experiencia en cuanto esa forma de discernimiento de lo particular, de las singularidades de la vida. Aparece como un hombre humilde, sin éxito, al que la vida no le hubiera otorgado ningún reconocimiento. Cuando describe a uno de los testigos que en el juicio declara contra el chico parece analizarse a sí mismo. Es un hombre anciano, pobre, al que parece que nadie hubiera querido escuchar nunca, cuya experiencia nadie requiere. Por una vez en su vida se siente importante: la gente está pendiente de su palabra; lo que él diga va a tener una repercusión. Declarar que no sabe o que no está seguro no sería más que un golpe para él, una humillación más; perder la oportunidad de ser valioso y mostrarse como un viejo inútil. Curiosamente, ese sentimiento, mezcla de vanidad y falta de confianza, que hace que el joven pueda ser condenado injustamente –en la deliberación el jurado demuestra que es imposible que oyera la pelea y viera bajar al chico– es el que va a dar fuerza al anciano del jurado. Pese a la sabiduría que su sola experiencia le haya dado en la vida, no parece haber tenido nunca la oportunidad de demostrarla, no sólo a los demás sino a sí mismo. A diferencia del testigo, él no se activa por la mera vanidad de ser oído, sino por la admiración que le suscita la actitud moral del protagonista. La suya sí va a ser una experiencia decisiva y salvadora: vencer convenciendo a la férrea racionalidad del corredor de bolsa marca el triunfo del afán moral que guía el debate: llegar a la duda razonable. Sin su perspicacia y su finura psicológica –ve muy bien, declara, y hay que añadir que no sólo con los ojos– no hubieran podido cuestionar la declaración de la mujer, cuya vanidad le hace quitarse las gafas para testificar, y cuyos prejuicios le llevaron a presuponer sin más que la escena que pudo ver sólo borrosamente fue protagonizada por el hijo acusado. · El iracundo, cuyo hijo le abandonó hace unos años. Delata la vinculación de su criterio a sus sentimientos (o mejor, resentimientos) personales desde el principio, precisamente cuando declara que se atiene a los hechos, sin sentimentalismos (excusatio non petita, acusatio manifesta). Acusa airada y gratuitamente de ese sentimentalismo al que se crió en un suburbio, sólo porque cree que es quien le está estorbando en su meta, lo que cree que sería una descarga para él: condenar a su hijo simbólicamente a través de la condena del joven acusado. Su juicio se ve nublado por el sentimiento de venganza. Se identifica con el padre muerto, y a su hijo con el muchacho al que juzgan. Sin embargo, su liberación vendrá precisamente de donde menos lo esperaba: cuando la presión del entorno social, el resto de los miembros del jurado, le hace ver que su lucha ha acabado, todo el torrente de dolor que lleva dentro explota y hace que se derrumbe. Es lo único que vemos de él al final: un hombre abatido ante el reconocimiento de su propia verdad y ante la derrota en la batalla que tan fieramente había emprendido. La soledad y la vergüenza parecen bajar el telón para él; quizá el espectador, anímicamente predispuesto contra “el malo”, podría esperar simplemente alegrarse por ello. Pero es muy otro mensaje que se desprende, más coherente con el análisis que de la naturaleza de la moral se va haciendo en toda la película. Nuestro protagonista, Henry Fonda, comprende. Él sabe que, lo que parece una derrota total, puede ser para este hombre un nuevo punto de partida. En ese gesto de ponerle la chaqueta le muestra su comprensión y apoyo, haciendo que abandone ya la sala. Ha sido vencido por la fuerza de la razón y obligado a enfrentarse a su propia realidad, pero ello ha purgado su corazón. No sabemos que será de él ni del futuro de su relación con su hijo. Nada de ello aparece en la película ni nada podemos deducir, porque de él dependerá la actitud que quiera tomar ante todo lo que ha ocurrido en su interior. Pero lo que sí se muestra es que la moral no busca victorias, ni revanchismos, reconocimientos u honores. Parte del ansia de verdad y se realiza cuando llega a ella. Quien parecía un enemigo, no era más que un hombre que sufre. En nada se puede ayudar disfrazando la realidad; desde un punto de vista moral, no se puede permitir que ese dolor y ese engaño se contagie a su entorno y lo dañe, hasta el extremo de jugar con la vida de un ser humano. Pero una vez derrotado, incapaz ya de dañar, la moral no puede sino desear que salga él también adelante. · El corredor de bolsa. Este personaje ofrece a la vez una curiosa mezcla entre paralelismo y contraste al interpretado por Henry Fonda. El hilo lógico de la argumentación se devana entre estos dos hombres, cada uno de los cuales parte de defender un veredicto opuesto, de inocencia o culpabilidad. Este personaje se atiene con frialdad y desprendimiento a lo que le dice su razón, y es capaz de cambiar de opinión sin titubeos cuando, sólo por la fuerza de los argumentos, tiene una duda razonable. Su juicio no depende de nadie; no busca simpatías ni antipatías, ni se perturba por las que pudiera inspirar. El iracundo intenta buscar su complicidad en todo momento, aferrándose a las argumentaciones lógicas que él no sabe dar, y haciéndose así dependiente de la opinión ajena, en la que se apoyan su actitud, sus valores y su imagen. En una escena, tras haber desbaratado sin querer un argumento inculpatorio amenazando de muerte a Henry Fonda, muestra esa debilidad acercándosele en privado para minar la imagen del protagonista, al que acusa de “querer provocarle”. Nuestro personaje se limita a contestar con toda la frialdad: “pues lo ha conseguido”. Del mismo modo, y pese a que los menos racionales viven el debate como una lucha entre dos bandos, estableciendo complicidades y animadversiones, hay una escena en que manifiesta en toda su potencia su impasibilidad, independencia e imparcialidad: cuando uno de ellos verbaliza descarnadamente todo su odio y prejuicios contra la gente de suburbios, uno a uno de los miembros del jurado van manifestando su repulsa levantándose y dándole la espalda, hasta que pregunta estupefacto si es que “no habla claro”. Nuestro personaje ha permanecido sentado, inalterado por la náusea moral que mueve a los otros, pero es implacable en su reacción, contestando más o menos: “demasiado. Siéntese y no vuelva a abrir la boca”. Sin embargo, siendo su razón incluso más inflexible si cabe que la de Fonda, no es él quien pone en marcha el mecanismo de la argumentación ni revela las inconsistencias de las pruebas inculpatorias. Hablamos de la necesidad de la reflexión racional en la moral, y esto nos lleva a un punto radical de la cuestión. Sin un criterio lógico firmemente llevado es imposible imponer una ética en el mundo, porque para cambiar el mundo y reconducir su curso según las leyes adecuadas es necesario conocer ese mundo. Pero lo que emprende el camino hacia la justicia es, sin duda, la inquietud por ella, y esto es lo que mueve a Fonda; nuestro protagonista parte de una inquietud moral: ese chico, acostumbrado a recibir un golpe tras otro, merece que le dediquen al menos unas palabras. Hay una empatía de nuestro protagonista hacia el acusado que no afecta, en cambio, a este otro hombre. No quiere decir esto que carezca de actitud y criterio moral: no pone ningún inconveniente en dedicar su tiempo a un caso que en nada afecta a su vida, del que no va a sacar beneficio ni perjuicio. Tampoco hay ninguna pasión que le impida cambiar su voto cuando alcanza el criterio que la justicia impone: la duda razonable. Hemos ido viendo cómo las pasiones y los sentimientos pueden perturbar el juicio: anular nuestra capacidad de emitirlo, cegarnos ante evidencias, luchar contra ellas si atentan contra nuestros intereses. Las pasiones, ese algo que padecemos de nosotros mismos, son sin duda estorbos tanto para la razón como para la moral. No podemos cercenarlas ni debemos negarlas, pero sí podemos dominarlas. A ello apelaba ya Platón en esa fabulosa imagen del alma que presenta en el mito del carro alado. La razón ha de ser el auriga que conduzca en todo momento nuestra alma, doblegando y canalizando los apetitos y las emociones. Pero la razón sola, concebida en su aspecto más frío e imparcial, no explica toda la ética. Ha de producirse una inquietud, un sentimiento de rebeldía, de insatisfacción ante la realidad del mundo, para activar el mecanismo de la respuesta moral. Y esa inquietud la proporciona la empatía. La empatía es una forma de conocimiento más cercana a lo noético que a lo lógico. Nos permite ponernos en el lugar de los demás desde una perspectiva emotiva. Su naturaleza consiste en el reconocimiento emocional de los sentimientos ajenos. Cuanto mayor es el grado en que el individuo la posee, tanto mayor será su bondad. Cuanto mayor sea su racionalidad, tanto mayor será su capacidad de tener un sentido de la justicia y de llevarla a cabo. Bondad, idealismo y racionalidad son los pilares sobre los que se sustenta la ética.
© Esther C. García Tejedor ___________________________________________________________ © Esther C. García Tejedor
|
||||||||
|
|||||||||
|
|||||||||
© Mercedes Laguna González
Foro Realidad y ficción
18800 Baza (Granada)