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  Realidad y ficción  Revista Lindaraja. Revista de estudios interdisciplinares  ISSN:  1698 - 2169  
 

 

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Lógica y Argumentación

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Lógica y argumentación

 

HACER VER, HACER SABER

(EL RIGOR INFORMAL DE LAS PRUEBAS MATEMÁTICAS CLÁSICAS)

 

LUIS VEGA REÑÓN

[1999]

 

Catedrático de Lógica e Historia de la Lógica. UNED

Publicado en Actas X Congreso de Filosofía de la AFRA (1999, Córdoba, Argentina)

      Convengamos en considerar pruebas matemáticas clásicas las que aparecen, por ejemplo, en los Elementos de Euclides. Hoy nos separan de los Elementos siglos de distancia y simas de diferencia. Su geometría carece de un concepto general de espacio como conjunto de puntos y su aritmética no cuenta con la noción de serie numérica, sin ir más lejos. En todo caso, el lenguaje matemático de los Elementos es una lengua muerta: con el advenimiento de los tiempos modernos, el lenguaje de Euclides empezó a verse desplazado por otros lenguajes más operativos o más abstractos (p.ej. la geometría analítica o el álgebra) y, al fin, la matemática progresivamente estructural y simbólica del s. XIX le dio el golpe de gracia.

Sin embargo, es curioso que Frege, uno de los promotores más relevantes de la rigorización del pensamiento y del lenguaje matemáticos en la segunda mitad del XIX, abra sus Fundamentos de la aritmética (1884) declarando: «Después de haberse alejado por algún tiempo del rigor euclídeo, la matemática retorna a él ahora e incluso trata de sobrepasarlo». También es curioso que en nuestros días un libro concebido para hacer inteligible la práctica actual de las matemáticas, Experiencia matemática de Ph.J. Davis y R. Hersh (1982), a la hora de dar un ejemplo de la demostración matemática no encuentre «nada mejor» –expresión propia– que la proposición 47 del libro I de los Elementos (el "teorema de Pitágoras").

De la unión de ambos cabos surge la pregunta: ¿por qué las pruebas de los Elementos nos siguen pareciendo no sólo rigurosas sino efectivamente convincentes?

1. Propuesta.

La cuestión es cómo se explica que las pruebas de los Elementos todavía mantengan su fuerza demostrativa y su poder de convicción. Cediendo a la tentación de un planteamiento más espectacular, podríamos preguntarnos: ¿A qué se debe la rara


 

fortuna de un discurso, matemáticamente muerto según todos los visos, que aún representa un paradigma del rigor y la retórica del "Q.E.D." de los matemáticos?

Uno de nuestros modos de reconocer la validez concluyente de una demostración es su formalización lógica. Pero la opción por el formalismo no nos depararía una explicación satisfactoria de la fortuna de Euclides: es notoria la informalidad con que discurren las pruebas textuales de los Elementos si sus proposiciones se analizan a la luz de, por ejemplo, nuestra lógica de la cuantificación 1.

Uno de nuestros modos de reconocer el rigor -incluso informal- de las pruebas dentro de una teoría deductiva es su axiomatización. A pesar de la existencia de toda una tradición historiográfica empeñada en tomar los Elementos como arquetipo de la axiomatización –diz que "clásica" o "material"–, el tratado también deja bastante que desear en este sentido. Y así otra tradición no menos tenaz, justamente la de axiomatizar la geometría euclidiana, ha tenido trabajo hasta, digamos, finales del siglo pasado. En suma, no creo que las virtudes lógicas y axiomatiformes de los Elementos –combinadas con sus faltas de virtud- nos basten para explicar su valor demostrativo y su poder de convicción.

Creo, en cambio, que la cuestión planteada se desdobla en dos: (1) en qué consiste el rigor informal de las pruebas de los Elementos, (2) cómo se explica su éxito, y me parece que la consideración positiva de la cuestión (1) es un camino prometedor para abordar la (2). Por consideración "positiva" entiendo la que trata de averiguar la conformación interna de ese presunto rigor, en lugar de verlo simplemente al trasluz o como un "negativo" de nuestros propios modelos formales de rigorización.

Según esto, la línea de interpretación –en relación con (1)– y de explicación – con miras a (2)– que voy a sugerir, considera dos tipos de estrategias de incidencia variable según los casos, pero siempre activas y entretejidas en la trama de la demostración euclídea: (a) estrategias representativas o formas de hacer ver y (b) estrategias discursivas o formas de hacer saber la proposición considerada. Típicamente, las primeras se sirven de unos recursos como las metáforas conceptuales o las configuraciones diagramáticas; las segundas se sirven de unos recursos como las expresiones formularias, las definiciones y demás asertos primordiales, los núcleos o los cuerpos deductivos derivados. No excluyo que la distinción sólo tenga a veces una significación tendencial u orientadora y, de hecho, no faltan procedimientos metódicos concretos que parecen moverse en un sentido mixto o ambivalente 2. Con todo, la atención de los comentadores de los Elementos ha tendido a fijarse en las estrategias de tipo (b), mientras que las estrategias representativas o intuitivas de tipo (a) no suelen recibir el reconocimiento que merecen. Aquí, en cambio, resaltaré su contribución específica a la evidencia de la prueba y su complicidad con las estrategias discursivas en la eficacia de la demostración. Más aún, daré por descontados los aspectos discursivos en general y, en particular, "la estructura deductiva" de las demostraciones y de las teorías de los Elementos, y me atendré básicamente a dos de los recursos del tipo (a): las metáforas y los diagramas. Espero que su consideración será suficiente para hacerse una idea de por dónde podemos dar con una clave interpretativa del rigor informal de las pruebas de Euclides y, en definitiva, con una de las claves posiblemente determinantes de su éxito.

Supongo, en fin, que esta trama representativo-discursiva de la demostración bien puede formar parte de una reinterpretación no sólo de las pruebas clásicas, sino del rigor informal de unas prácticas matemáticas relativamente comunes, dentro de un marco general de acciones e interacciones cognitivas. Así que, en último término, mi interpretación también apuntaría hacia una filosofía "humanista" o pragmática de las matemáticas, horizonte que se ha empezado a entrever en este final de siglo 3.

2. Metáforas.

Los Elementos, al igual que las matemáticas de todos los tiempos, abundan en expresiones metafóricas -v.g. "base"; "isósceles (de piernas iguales)"; "escaleno (cojo o torcido)"; "kéklasthai (quebrar)"-. Pero cuando hable de metáforas a partir de ahora no me referiré a estos usos figurativos, traslaticios u otros por el estilo, en una perspectiva literaria, sino a representaciones o conceptualizaciones como las estudiadas por las recientes teorías cognitivas de la metáfora; no me referiré a figuras del lenguaje sino, a través o por debajo de ellas, a formas de concebir, entender o figurarse algo. En este marco cognitivo, las metáforas consisten en representaciones o conceptualizaciones de algo en los términos propios de otra cosa, situación o actividad más familiar; en última instancia responden al medio corporal y al mundo propioceptivo de nuestras experiencias. Así, por ejemplo, asimilamos cantidades o magnitudes relativas del tipo más o menos a nuestra experiencia espacial y motriz cuando entendemos o significamos más en términos de arriba/adelante (ir a más es ascender, avanzar, progresar) y menos en los correlativos de abajo/atrás (venir a menos es decaer, declinar, retroceder, entrar en recesión). El hecho de que estas formas de ver y de apreciar un cambio de magnitud se manifiesten por medios no sólo lingüísticos -v.g. "suben (bajan) los precios"-, sino mediante gráficos o por gestos, puede ser señal del papel básico o primario desempeñado por tales metáforas en nuestra cultura.

       Entre esas teorías cognitivas una, que aspira a dar cuenta justamente de «la estructura metafórica de las matemáticas» (Lakoff y Núñez, 1997), me permitirá algunas precisiones. Las metáforas -por ejemplo "mil es un número mucho mayor que diez", "tres más dos hacen cinco"- vienen a ser aplicaciones proyectivas de la estructura de un dominio más familiar, el dominio fuente (source domain) o dominio de proyección -colecciones y construcciones, en los ejemplos dados- sobre otro, el dominio diana (target domain) o dominio de aplicación -números-. La estructuración envuelve tanto la proyección de esquemas de imágenes, como la de pautas inferenciales, de modo que la estructura figurativo-esquemática del dominio de proyección conforma o configura el de sus aplicaciones y la estructura inferencial se preserva en cualquier dominio de aplicación, salvo cuando la estructura de éste no cuadra con la del dominio de proyección 4. Lakoff distingue dos clases principales de metáforas: básicas y de enlace. Las básicas proyectan un sector de nuestro mundo corporal o primario de experiencia –experiencias de reunir o coleccionar cosas, construir, caminar, etc.– sobre el dominio de aplicación; las de enlace, a su vez, proyectan un dominio previamente metaforizado o un campo de conocimientos sobre otro distinto -sería lo que hacemos cuando, por ejemplo, tratamos las líneas o lugares de puntos (un dominio geométrico de aplicación) en términos de conjuntos de números reales (un dominio aritmético de proyección).

El ensayo de Lakoff-Núñez (1997) es no sólo sugerente sino provocador e invita a entrar en discusión. Pero eludiré el debate y procuraré sacar partido de las nociones que acabo de apuntar. Con todo, creo que no estará de más discernir entre analogías, metáforas, metonimias e isomorfismos, antes de considerar la metaforización como una de las vías de conceptualización y de inferencia informal en los Elementos.

Convengamos en entender por analogía una comparación o cierta similitud - explícita, "A es como B (en tal o cual respecto)", o implícita, "A es (una suerte de) B"-entre dominios conceptualizados o caracterizados; digamos entonces que una analogía halla o explota una correspondencia, por lo regular con fines heurísticos. Así, por ejemplo, Arquímedes propone concebir ciertos objetos geométricos -líneas y puntos- en términos mecánicos -como palancas y centros de gravedad- en las proposiciones del Método. En cambio, una metáfora es una conceptualización o caracterización de un dominio -de aplicación- en términos de otro dominio -de proyección-; una metáfora, digamos, crea una correspondencia. Si las metáforas admiten formulaciones identificativas, apositivas, comparativas, cuando no obran de manera implícita, la metonimia suele tener una formulación sustitutiva -v.g. "ha leído a Cervantes", "Turquía ha iniciado conversaciones con Bruselas", "sacó el acero"- y representa o conceptualiza metafóricamente algo en términos de otra cosa con la que guarda cierta relación. En fin, un isomorfismo es una correspondencia estructural entre dominios de relaciones dados, una correspondencia de segundo orden, podríamos decir. Sirva de muestra la idea de proporción como igualdad de razones, A:B = C:D o «como A es a B [razón o correspondencia1], así C es a D [razón o correspondencia1']», donde «como..., así...» marcarían otra correspondencia2 no sólo entre elementos sino entre razones. Aunque no sea precisamente ésta la proporción euclídea -no consiste en una relación diádica de identidad, sino más bien en una relación tetrádica de la forma A:B :: C:D, donde la noción de razón, carente de entidad propia, se limita a habilitar un dominio compuesto por magnitudes arquimedianas homogéneas-, la teoría de la proporción de los Elementos se desarrolla y se generaliza -a partir de las deff. 5, 6, 7 del libro V- mediante patrones estructurales que conceptualizan dominios de relaciones entre magnitudes conmensurables e inconmensurables, p.ej. conforme al patrón de alternancia: «si como A es a B, así C es a D, entonces por alternancia como A es a C, así B es a D» (cf. Elementos V, 16; VII, 13). Ni que decir tiene que tales patrones o esquemas estructurales de la teoría generalizada de la proporción sólo podrían llamarse "metafóricos" por un abuso del lenguaje 5.

Con estos supuestos podemos rastrear las huellas de diversas conceptualizaciones metafóricas en los Elementos. Dos metáforas principales son la de todo/partes y la de comprender/estar comprendido -tomo "comprender" en el doble sentido de abrazar, ceñir o rodear, y de contener o incluir alguna cosa-. La segunda metáfora actúa, por ejemplo, en las definiciones geométricas de línea recta («es aquella que yace por igual respecto de los puntos que están en ella» [libro I, def. 4] 6), de superficie plana [I, def. 7], de ángulo rectilíneo («cuando las líneas que comprenden el ángulo son rectas, el ángulo se llama rectilíneo», [I, def. 9]) y, en general, de figuras cerradas (el círculo [def. 15] y el semicírculo [def. 18] 7; las figuras triláteras, cuadriláteras y multiláteras [deff. 19-22]), a partir de la noción misma de figura: «una figura es lo contenido por uno o varios límites» [def. 14]. También aparece con frecuencia en otros lugares, p.ej. entre las definiciones del libro III y, más aún, entre las de libro XI. Con la complicidad de la representación diagramática, según veremos luego, esta metáfora contribuye a suplir informalmente un postulado de continuidad topológica que brilla por su ausencia en los Elementos -sería preciso para la justificación axiomática de la existencia de intersecciones-. A sus servicios configuradores, puede añadir otros inferenciales como el que presta en la prueba de la proposición I 4 en los términos: «dos rectas encerrarán un espacio; lo cual es imposible»; la tradición de los comentaristas del tratado de Euclides transformará luego este argumento en una noción común adicional, en el axioma expreso: «dos rectas no contienen un espacio» (cf. Proclo, In I Euc. Comm., 196.21).

La metáfora todo/partes reviste, a su vez, especial importancia en los libros V y VII en orden a la conceptualización de una relación de medida que tampoco está definida en el texto de los Elementos. Pero ya obra a efectos excluyentes en la def. 1 del libro I, «un punto es lo que no tiene partes», y sienta una base inferencial genérica en la noción común 8, «el todo es mayor que la parte». Veamos estos dos casos, antes de pasar a la "teoría inducida" de la medida. La def. I 1 y su contexto significan que un punto es algo que ni es parte ni tiene partes: los puntos geométricos no son un dominio de aplicación de esta metáfora, sino que, al igual que las líneas y las figuras en general, son un dominio de aplicación de la metáfora de comprender o estar comprendido - recordemos la idea aristotélica de que la línea es un continuo en el que están comprendidos los puntos (p.ej. como los extremos de un segmento, cf. Elementos, I, def. 3), pero no se compone de puntos o indivisibles contiguos o sucesivos 8. Dentro de la perspectiva de los Elementos, esto anuncia una demarcación entre la geometría y la aritmética. La noción común 8, a su vez, nunca aparece literalmente como relación todo/parte en las pruebas; por regla general, actúa en los términos de mayor/menor y a los efectos inferenciales de la reducción al absurdo, p.ej. si no fuera el caso que se trata de demostrar, un determinado triángulo menor resultaría igual a otro mayor (I, 6), o el mayor al menor (I, 39), lo cual es imposible. Se supone que A es mayor que B si hay una porción de A igual a B -porción que podría ser B mismo, pero no A entero-, amén del principio de tricotomía, y así la noción se integra con las restantes nociones comunes de los Elementos acerca de la igualdad -hay pruebas p.ej. en las proposiciones


 

I 7 y III 13, que no comparan un todo con una parte propia y allí el discurso inferencial cobra cierto énfasis retórico, p.ej. «Puesto que ΓB es a su vez igual a ~B, también es igual el ángulo Γ~B al ángulo B. Pero se ha demostrado que es mucho mayor que él; lo cual es imposible» (I 7)-. Estos usos formularios de la noción común 8, en versión mayor/menor, y sus servicios inferenciales se mantienen en la aritmética (p.ej. VII 2, 3, 34, 36; VIII 1, 4), aunque ahora integrados en una "teoría de la medida" que permitiría el empleo inequívoco de los términos originales todo/parte. Su transcripción en los términos genéricos de la contraposición mayor/menor tiene ventajas como la de preservar su eficacia rigurosamente concluyente en los ámbitos dispares de la aritmética y la geometría, si bien en el supuesto de su adecuación contextual en cada caso, p.ej. en aritmética bajo la fórmula: «el [número] mayor medirá al menor», lo cual es imposible

(VII 2) 9.

La "teoría de la medida" de los Elementos es, a mi juicio, una ilustración cabal del poder de conceptualización de la metáfora del todo y las partes. Según es bien sabido, no hay definición alguna de las relaciones capitales de medir-a o ser-medido­por. Aparecen en el libro V de la mano de las nociones de magnitud, «una magnitud es parte de una magnitud, la menor de la mayor, cuando mide a la mayor» (def. 1), y de múltiplo, «y la mayor es múltiplo de la menor cuando es medida por la menor» (def. 2). Pero su dependencia de la metáfora se hace más notoria en el pórtico del libro VII: «un número es una pluralidad compuesta de unidades» (def. 2), «un número es parte de un número, el menor del mayor, cuando mide al mayor» (def. 3), «pero partes cuando no lo mide 10» (def. 4), «y el mayor es múltiplo del menor cuando es medido por el menor» (def. 5). Si redondeamos este contexto con la def. 1 de unidad, «aquello en virtud de lo cual cada una de las cosas que hay es llamada una», podremos dar a la metáfora la raigambre y la significación que se merece. Recordemos que las nociones de unidad, uno y número venían sumidas en un maremagno de intuiciones paradójicas, si no francamente antinómicas 11. De esta tradición filosófica, dialéctica y matemática se podía sacar en claro que el uno no era un número, pero poco más. El mismo Platón, cuya lucidez le permitía ironizar a cuenta de los matemáticos: «Hombres maravillosos, ¿de qué números habláis, en los que se halla la unidad tal como la consideráis, como igual a cualquier otra unidad sin diferir en lo más mínimo y sin contener en sí misma parte alguna?» (República, VII 526a) -también a él cabría preguntarle: divino Platón, ¿sobre qué uno discurres en el Parménides?-, bastante tenía con liberar a los números en sí de las servidumbres del cálculo y elevarlos a la condición estática de Ideas. En todo caso los Elementos dejan traslucir tanto la selección como la reelaboración a que somete Euclides esa tradición aritmética y su trasfondo metafórico. De la unidad, por ejemplo, importan su indivisibilidad, explícita en VII, def. 1, y su discernibilidad, implícita en la def. 2. De la primera se sigue la imposibilidad de un proceso infinitamente decreciente de medición de un número (aducida en la prueba de VII 31). La segunda tiene que ver con la idea del número de veces que una unidad es parte de - mide a- un número: idea de reiterabilidad que también puede prestarse a perplejidades, así que su funcionamiento en aritmética exige cierta elaboración crítica al tiempo que supone otra tradición más bien operacional que meramente metafórica 12. Un trasunto de esta tradición operacional y "logística" podría ser el tratamiento de la división por reducción a unidades partitivas dentro de la teoría de la proporción 13. Consideremos, por ejemplo, la división de 12 por 3. En términos de la teoría de la medida, se diría que 12 está medido 4 veces por 3 o que 3 mide a 12 según las unidades de 4 –si se quiere ser más fiel al lenguaje de VII 22–, y esto en términos proporcionales equivaldría a 3:12 :: 1:4, lo cual permite una distinción entre la unidad absoluta de medida -inmedible o indivisible- y las posibles unidades numéricas relativas, p.ej. el número 3 en el ejemplo dado: 3 es parte de 12 tantas veces como la unidad absoluta 1 es parte de 4. Euclides hace uso expreso de la unidad absoluta como término proporcional en VII 15 -cuyo enunciado se dejaría esquematizar en la fórmula: «si 1 :a :: b:c, entonces por alternancia 1 :b :: a:c»-; para el caso de las unidades relativas, parte o partes, cf. VII 9-10. Por lo demás, no faltan otros signos de la elaboración de la metáfora todo/partes en el marco de la teoría de la proporción aritmética de los Elementos: p.ej. compárese la proposición genérica de Aristóteles: «el todo es al todo como cada parte es a cada parte» (EN 1131b14) con el teorema VII 11: «si como un todo es a un todo, así es un número a un (número) restado, también el resto será al resto como el todo al todo». Uno de los momentos culminantes de esta reelaboración euclídea de un legado operacional y logístico en la teoría de la medida es la determinación efectiva de la medida común máxima (MCM) entre dos o más números por «anthyphaíresis» o sustracción recíproca sucesiva. Una versión informal –según corresponde a su uso por parte de Euclides–, pero como rutina o algoritmo –según corresponde a su carácter rigurosamente efectivo– , podría ser la siguiente:

(i) sean los números m, n, tomados en orden de mayor a menor: <m, n>; (ii) si n se mide a sí mismo y mide a m sin residuo, entonces n es la medida común y la medida máxima pues ningún número mayor que n podría medir a n, así pues MCM = n; (iii) en otro caso, se resta n de m -el menor del mayor- y se reinicia el procedimiento: se aplican al sustraendo n y al resto r la cláusula (i) y seguidamente la cláusula (ii) o la (iii), según sea el caso 14.

El proceder «anthyphairético» cumple varios cometidos a través de los Elementos: es un criterio de primos relativos en VII 1 -dos números son primos relativos, primos entre sí, si su MCM es la unidad absoluta-; es un método efectivo para hallar la MCM de dos [VII 2] o más números [VII 3] no primos entre sí; también es un criterio de inconmensurabilidad entre magnitudes en X 2 -si la aplicación del procedimiento a unas magnitudes dadas conduce al absurdo de que la mayor mida a la menor, las magnitudes dadas son inconmensurables-; y es, en fin, un método efectivo para hallar la MCM de dos magnitudes conmensurables en X 3. Por esta vía de la reelaboración de un trasfondo metáfórico y operacional en una teoría de la medida, los Elementos vendrán a relacionar las magnitudes con los números en X 5-6: dos magnitudes son conmensurables si y sólo si guardan entre ellas la razón que un número guarda con otro número -resultado más bien inopinado a la luz del planteamiento expreso que uno y otro dominio habían tenido en los libros V (magnitudes) y VII (números).

Las dos mencionadas no son, desde luego, las únicas metáforas que obran en el seno de los Elementos. Otras metáforas asimismo operantes aunque con menor presencia son las de (no) encuentro o (no) concurrencia -v.g. en la conceptualización de las paralelas, I, def. 23 y postulado 5-; movimiento de giro -v.g. XI, deff. 14, 15, 18, 19, 21-; inclinación, quizás diagramática, v.g. I, def. 8; XI, deff. 5, 6, 7. Y todo ello sin contar las metáforas más socorridas en la geometría, las que vienen directamente ligadas a la representación por medio de diagramas, como poner, cortar, prolongar, levantar o incidir, etc.; también en este punto se aprecian diferencias entre la geometría y la aritmética: si la primera es el campo de acción por excelencia del construir [synístemi, systésasthai], la segunda lo será en cambio del hallar [heureîn], en correspondencia con el papel casi irrelevante de los diagramas en las pruebas aritméticas -después de Euclides llegarán incluso a contraponerse el proceder dia grammón y el proceder di'arithmón (cf. p.ej. Herón, Métrica II 10.3; Tolomeo, Almagesto I 10, 32.1, VII 5, 193.19; Pappo, Coll. VI 600.9-13).

Pero antes de pasar a este segundo aspecto del rigor informal de las demostraciones euclídeas, su aparato diagrámatico, resumiré dos características notables del uso de las metáforas en los Elementos: 1/ Algunas actúan desde el "pórtico axiomatiforme" mismo -es decir: desde las definiciones, nociones comunes y postulados-, de modo que forman parte del escenario conceptual y de la urdimbre inferencial en que se desarrollan algunas teorías relevantes, p.ej. la teoría de la medida. 2/ No obstante, su uso en las proposiciones y las pruebas comporta cierta reelaboración,


 

amén del concurso de otras fuentes cognitivas integradas como algunos recursos operativos, nociones y teorías e incluso fórmulas y pautas inferenciales legadas por la propia tradición matemática pre-euclídea (p.ej. la logística pitagórica, las contribuciones de Teeteto y Eudoxo o el lenguaje formulario de la reducción al absurdo ya detectable en Autólico de Pitania, respectivamente).

3. Diagramas.

Los usos lingüísticos son una vez más indicios elocuentes. Hay una tradición que llama "diagrama" a una proposición o un teorema (p.ej. Aristóteles, APr. 41b14, Metaphys. 998a25, y algunos comentadores como Ammonio, Scholia in Arist. IV 89b1 1; pero también Pappo, VII 638.17, 670.1-2). Por añadidura, la geometría cuenta con una jerga especializada de términos prácticos, metafóricos y gráficos -como los antes mencionados, por ejemplo-, donde gráphein, en particular, recibe los significados técnicos de (1) describir, i.e. trazar líneas no rectas o figuras no rectilíneas, y (2) probar por medio de diagramas (vid. Platón, Teeteto 147d). La mención de Platón a este respecto o, para el caso, la de Aristóteles, obliga a recordar el papel mediador de las representaciones diagramáticas en el acceso a los objetos inteligibles geométricos, cf. p.ej. República 510d-e, 527a-b, amén de Aristóteles, APo. 77a1-2, De caelo 279b35-280a1 1. Pero hay una referencia aristotélica que cobra singular relieve al ligar directamente la representación diagramática con el hacer ver un teorema geométrico: «¿Por qué los ángulos del triángulo equivalen a dos rectos? Porque los ángulos en torno a un punto son iguales a dos rectos. En efecto, si se traza la paralela a uno de los lados, será inmediatamente evidente para quien lo contemple» (Metaphys. 105 1a21-30; cf. Elementos, I 31-32). En suma, si «diágramma» viene a ser una denominación metonímica tradicional de una proposición probada, la configuración diagramática que acompaña a la proposición, su katagraphé o schêma, viene a ser una metonimia de la prueba.

Veamos qué significa esto en la práctica de los Elementos, sin ir más lejos en la proposición I 1: «construir un triángulo equilátero sobre una recta finita dada». Es una proposición largamente usada y mencionada por sus poderes ilustrativos; entre filósofos, en particular, ha representado desde antiguo un paradigma de prueba informal que suple con los trazos de un dibujo bidimensional la carencia de postulados


 

explícitos. Aquí interesa además por otros dos motivos: (1) presenta cabalmente la estructura de la demostración que, a partir del comentario de Proclo al libro I, suele considerarse canónica en los Elementos -aunque, de hecho, no pase de ser un canon relativo-; (2) guarda una relación tan íntima con el diagrama implicado que éste, sin ser trivial o redundante a efectos demostrativos, puede inferirse inequívocamente a partir del texto discursivo mismo -son dos virtudes que, por cierto, no cabría extender a todas las proposiciones del tratado de Euclides 15. Así pues, dejaré al lector la reconstrucción de la figura y me limitaré a seguir el texto marcando entre corchetes los pasos "canónicos" del desarrollo de la proposición.

[i]                              «Construir un triángulo equilátero sobre una recta finita dada [prótasis, enunciado].

[ii]                            Sea la <recta> AB la recta finita dada [ékthesis, exposición o introducción del caso a considerar por referencia deíctica a una línea disponible o trazada].

[iii]                          Así pues, hay que construir sobre la recta AB un triángulo equilátero [diorismós, determinación o especificación del objeto de la prueba por relación al caso expuesto].

[iv]           Descríbase con el centro A y la distancia AB el círculo BΓ~, y con el centro B y la distancia BA descríbase a su vez el círculo AΓE, y a partir del punto Γ donde los círculos se cortan entre sí, trácense las rectas ΓA, ΓB hasta los puntos A, B 16 [kataskeué, urdimbre o disposición de construcciones y relaciones a partir de lo dado y en orden a la obtención del resultado propuesto].

[v]             Y puesto que el punto A es el centro del círculo Γ~B, AΓ es igual a AB; puesto que el punto B es a su vez el centro del círculo ΓAE, BΓ es igual a BA 17; pero se ha probado que ΓA es igual a AB; por tanto, cada una de las <rectas> ΓA , ΓB es igual a la AB. Ahora bien, las cosas iguales a una misma cosa son también iguales entre sí 18; por tanto, la ΓA es también igual a la ΓB; luego, las tres ΓA, AB, BΓ son iguales entre sí [apódeixis, proceso demostrativo propiamente dicho].

[vi] Por consiguiente, el triángulo ABΓ es equilátero y ha sido construido sobre la recta finita dada AB. <Que es> lo que había que hacer.» [Sympérasma, conclusión]

Como a estas alturas, el lector ya tendrá ante los ojos el diagrama correspondiente, podrá hacerse cargo de lo justa que era la observación aristotélica citada arriba: por mal dibujante que sea, le bastará mirar el dibujo trazado o imaginado al hilo del discurso para que la equilateralidad del triángulo le resulte «inmediatamente evidente». Dicho de otro modo, mientras el desarrollo discursivo de la prueba procura hacerle saber que el triángulo en cuestión es equilátero, la imagen cómplice -gráfica o mental- le hace ver este resultado, hace que la equilateralidad del triángulo ABΓ salte a la vista. La integración de ambos aspectos, el discursivo y el diagramático, convierte la construcción en una proposición a todas luces incontestable. Sería tan insensato poner en duda que si dos lados son iguales a un tercero, son iguales entre sí, como dudar de la evidencia de que los círculos descritos se cortan en el punto Γ. Pues bien, en esta complicidad entre el diagrama y el discurso, entre hacer ver y hacer saber, reside seguramente una de las claves del éxito del rigor informal de las pruebas euclídeas -los hilos metafóricos de la trama también son, como ya hemos visto, ligaduras cooperantes-. En efecto, la proposición I 1 nos sigue pareciendo obvia y convincente, aunque hoy todo el mundo sabe que obra sobre ciertas suposiciones teóricas no declaradas -p.ej. la imposibilidad de que dos rectas tengan un segmento común, la existencia de puntos de intersección entre dos círculos-, como también es sabido que su convalidación lógica incluso, pese a descansar en «el poder de prueba de un axioma» –según decía Galeno (Eisagogé xvi.6)–, podría prestarse a equívocos 19.

En esta perspectiva informal, el uso de los diagramas difiere del que suele atribuirles una larga tradición lógica formal 20. En la tradición lógica, un diagrama es una configuración cuyas relaciones espaciales, usualmente topológicas, son isomórficas con la estructura de una o más proposiciones, y está diseñado para resolver problemas de convalidación, entre otros servicios -p.ej. didácticos o ilustrativos. En el marco de los Elementos, y dentro de la tradición matemática subyacente, los diagramas son análogamente medios de representar y resolver problemas geométricos -p.ej. la construcción de un triángulo equilátero-. Pero sus usos y funciones con respecto a la proposición correspondiente no tienen precisamente que ver con el isomorfismo, sino con la metonimia, al menos en geometría.

       Los diagramas parecen cumplir en los Elementos dos tipos de funciones, unas más bien generales, otras más bien específicas en el sentido de venir precisamente introducidas por las cláusulas de exposición [ékthesis] y de especificación [diorismós] que, según veíamos antes, forman parte del desarrollo discursivo de la proposición. Una función genérica de los diagramas es la delimitación del campo de referencia de la proposición dentro del escenario montado por las definiciones y los postulados. Hablo de escenarios por contraste con los universos de discurso contemplados en nuestras teorías de modelos: se distinguen no sólo por envolver metáforas básicas en su entramado, sino por tratarse de marcos de constitución y de interrelación de determinados objetos matemáticos (rectas, círculos, etc.) -no son, en absoluto, conjuntos de cualesquiera objetos capaces de satisfacer las condiciones axiomáticas abstractas de un sistema formalizado-. Así, en el marco compuesto por las definiciones de los objetos pertinentes –con su urdimbre metafórica– y por los postulados adoptados en calidad de operaciones o construcciones autorizadas, Euclides confía en poder contar con un punto siempre que lo necesite y donde convenga; es la configuración gráfica misma la que, llegado el caso, se encarga de proveerlo. Pues el punto Γ de intersección entre los círculos, en I 1, con ser un ejemplo flagrante no sería una muestra única: en el escenario de la geometría plana de los Elementos han de tener lugar intersecciones de rectas con rectas, curvas con curvas, rectas con curvas; sin embargo, Euclides sólo parece contar expresamente y de antemano con puntos de intersección entre rectas en virtud del postulado 5. A esta delimitación y disposición del campo de referencia como un repertorio de objetos, en parte previstos, en parte construidos y en parte dados, la tramoya de la representación aún puede añadir algún otro servicio de carácter general: los diagramas no dejan de proporcionar tanto figuras manejables en un espacio finito y abarcable, como configuraciones estables de trazos hechos –conforme a la voz pasiva y el tiempo pasado de las expresiones verbales al efecto–. Pero de los diagramas también cabe esperar otros servicios más específicos, relacionados con la configuración precisa para la prueba del enunciado en cuestión. En particular, estos tres: (i) el de fijar y hacer ver el objeto de la prueba, i.e. la tarea a realizar o el caso a demostrar, -p.ej. con la ékthesis y el diorismós de la proposición-; (ii) el de disponer las cosas en orden a su consecución -p.ej. mediante la kataskeué que da curso a la prueba-; (iii) el de mostrar en fin la consecución misma. El diagrama viene a actuar en suma como una metonimia de la proposición correspondiente, de manera que la cláusula de ékthesis o exposición no significa una "instanciación" -en el sentido de la teoría de la cuantificación de nuestra lógica formal-, sino una metonimización mediante deixis que se desarrollará a través de la kataskeué hasta integrarse en la demostración [apódeixis] discursiva 21.

Ahora bien, para llegar a esta interpretación hemos partido de la proposición I 1 y quizás no esté de más reconocer que se trata de un problema, una tarea a realizar - según declaran la proposición misma [prótasis] y su especificación [diorismós]-, efectivamente cumplida -según constata el remate formulario de la conclusión: «<Que es> lo que había que hacer [QEF]». En un teorema, en cambio, la especificación vendría presidida por la fórmula asertiva «Digo que ...» y la conclusión vendría rematada por la cláusula «<Que es> lo que había que demostrar [QED]». Hay quienes han atribuido por estos u otros motivos una significación trascendental a la distinción entre problemas y teoremas en la antigua matemática griega. A juicio de Proclo -y en mi opinión- esta distinción no desempeña un papel crucial en el texto de los Elementos de Euclides 22: queda lejos, por ejemplo, de la significación que tienen las diferencias sustantivas entre objetos geométricos, magnitudes y números. En todo caso, esas fórmulas distintivas no hacen que los problemas sean en los Elementos más informales o "constructivos" -diagramáticos- que los teoremas: en uno y otro tipo de proposición, los postulados de "construcción" tienden a estar presentes en la kataskeué, así como las nociones comunes y las cláusulas consecutivas suelen pasar al primer plano en la apódeixis; ninguno de los dos tipos es inmune a la acción de los supuestos tácitos, ni es refractario a la complicidad de la evidencia gráfica. Más aún, y este es un punto de especial importancia para el rigor informal de las pruebas euclideas, ambos discurren sobre, y a través de, referencias deícticas a (elementos de) configuraciones diagramáticas, v.g. «el» punto o «la» línea tal o cual 23. Es curioso que incluso en la teoría generalizada de la proporción y en la aritmética, donde no hay postulados y la representación diagramática no pasaría de ser un recurso trivial, con fines meramente ilustrativos, Euclides mantenga esta misma formulación de las deixis geométricas: un artículo determinado seguido de la letra o letras que sustituyen el nombre del objeto referido, pero que concierta en género con el nombre sustituido, v.g. «sea la A (o el A) una magnitud (o un número)», y cumple el cometido de un señalador 24. Lo que se desprende de este uso matemático, no ocasional sino habitual y característico -al menos en los Elementos-, es que dichas letras nada tienen que ver con lo que hoy se entiende por "variable" en lógica o en matemáticas. Creo que esto merece una breve excursión a efectos comparativos por otros lugares en los que aparecen dichas letras con usos similares, análogos y distintos; bastará atenerse a unos textos de Aristóteles para caer en la cuenta del papel específico de las letras deíctico-diagramáticas que caracteriza no sólo a Euclides, sino a una tradición geométrica griega.

 

4. Excurso sobre los usos de letras en Aristóteles.

En Aristóteles se pueden observar tres usos principales, a saber: en un papel deíctico­diagramático, en un papel de abreviaturas y en una novedosa calidad de letras esquemáticas útiles a los efectos del análisis lógico. Veamos algunas muestras:

4.1 En el papel de letras deíctico-diagramáticas, conforme a la tradición geométrica. «Llévense al centro las <rectas> AB ... Así pues, si se asume que el ángulo AΓ es igual al B~ ...» (APr. 41b15-10); «Sean las líneas AA', BB', ΓΓ' iguales entre sí; quítese de la AA' el <segmento> AE y añádase a la ΓΓ' el Γ~ de modo que la <línea> entera ~ΓΓ' exceda a la EA' en los <segmentos> Γ~ y ΓZ; <excederá> por tanto a la BB' en el Γ~» (EN 11 32b5-9); «Trácense, pues, desde el centro las <rectas-radios> AB y AΓ y únanse mediante la <cuerda> BΓ. Así pues, la perpendicular a la base, la A~ es menor que las <rectas> trazadas desde el centro; luego, el lugar es más cóncavo» (De Cael. 1 87b8-14). Destacaré tres rasgos de este tipo de usos: se dan dentro de contextos geométricos; los artículos que acompañan a las letras llevan la marca del género que corresponde al nombre del objeto representado (femenino cuando se trata de eutheîa [recta] o gonía [ángulo], neutro cuando se trata de tmêma [segmento]); los tres pasajes envuelven referencias diagramáticas –aunque, de hecho, no figure ningún diagrama en las fuentes textuales que poseemos-.

4.2 En el papel de abreviaturas nominales. Así funcionan, por ejemplo, en los pasajes de la Física dedicados a la consideración crítica de las aporías de Zenón; en particular: «si la magnitud ABΓ estuviera compuesta de los indivisibles A, B, Γ, cada parte del movimiento ~EZ de ~ sobre ABΓ, a saber A, B, Γ, sería indivisible.» (23 1b23-25). Aquí los artículos estarían de más o serían irrelevantes. Se trata de un uso similar al que tiene lugar en diversos contextos para referirse distintamente -aunque no sea deícticamente- a diversas cosas o individuos, como cuando decimos en un contexto jurídico: "si B y C hubieran suscrito un contrato con A, entonces ...".

También cabe hallar en Aristóteles algún pasaje que combina o mezcla los dos usos mencionados, 4.1 y 4.2. Por ejemplo, Meteor. 375b10 ss.: «Sea B el <arco> iris exterior; el interior, el primero, A; en cuanto a los colores sea Γ el escarlata, ~ el verde y E el cárdeno; el rubio aparece en Z ... A partir del diagrama [implícito en el texto] será obvio para quienes lo estudien que no es posible que el iris forme un círculo ni tampoco una sección mayor que un semicírculo, así como lo relativo a las demás circunstancias que lo rodean. En efecto, siendo A un hemisferio <levantado> sobre el círculo del horizonte, K su centro y H otro punto cualquiera de salida <del sol> 25 ...» -sigue a continuación una prueba de corte diagramático-discursivo.

4.3 En el papel de letras esquemáticas o de una especie de "variables" de términos, dentro del marco del análisis lógico aristotélico. Por lo que sabemos, es precisamente Aristóteles quien inicia este uso en la historia de la lógica. Así que no vendrá mal recordar brevemente su proceso de introducción en APr. 25a1 -26. Aristóteles empieza ejemplificando clases de proposiciones (afirmativas, negativas, etc.) y de esquemas de inferencias (de conversión) mediante proposiciones o términos sujeto-predicado que consisten en muestras triviales de la categoría gramatical pertinente: la de proposición o de la término. P.ej. «ningún placer es un bien», «todo placer es un bien», «si hombre no se da en algún animal, no por ello animal no <ha de> darse en algún hombre». Pero luego, sin previo aviso, en 25a15 ss. aparecen las letras esquemáticas o "variables" de términos: «Sea la proposición ... AB. Si, pues, en ningún B se da A, tampoco en ningún A se dará B ...». Más adelante, en el curso de la exposición de los silogismos del sistema, invertirá este orden de proceder: hará una exposición inicial mediante letras, que luego ejemplificará o "instanciará" en términos ordinarios triviales, i.e. carentes de otro significado que no sea el de ser unos ejemplos cualesquiera. Sugiere incluso una especie de método al respecto: el empleo de triplos de términos dentro de un procedimiento expeditivo para recusar esquemas inferenciales mediante la verdad obvia de sus premisas y la falsedad palpable de su conclusión, p.ej. en APr. 26a5-9, 27b12-1 3; pero es un recurso también usual en otros contextos y reaparece p.ej. en 30b5: «Términos: movimiento, animal, blanco», o en 33b7-8: «Términos comunes a todos los casos de darse necesariamente: animal, blanco, hombre; <a todos los casos> de no ser admisible: animal, blanco, vestido». Por último, en la exposición metasilogística de la reducción entre modos y figuras (p.ej. en APr. 29a19-29b28 o en 50b5-51b4), esta ejemplificación desaparece y sólo tienen lugar las expresiones esquemático-literales. Aristóteles se permite utilizar las letras en lugar de los términos de dos maneras: una directa, del tipo de «en ningún B se da A» (25a15) o del tipo «B es animal y A hombre» (25a24); la otra indirecta, mediante la construcción epi+dativo/genitivo; ambas concurren a veces, p.ej.: «si A fuera movimiento, B animal y aquello por lo que [eph'hô, i.e. epi+dativo] Γ está, hombre ...» (30a30).

En todo caso, un rasgo distintivo de este uso de las letras es el venir marcadas por el artículo en género neutro, «lo A ... [tò A ...]», completamente al margen del género de su presunto correlato pues como tal podría considerarse una expresión cualquiera de la categoría pertinente, es decir: cualquier término silogístico. Está claro que las letras, en este contexto, no envuelven connotaciones diagramáticas ni referencias deícticas -aunque tanto Aristóteles como sus comentadores pudieran haber tenido ante los ojos alguna especie de diagramas a la hora de tratar con los silogismos-. Pero estas letras tampoco desempeñan el papel de las abreviaturas usuales. Son más bien una suerte de "variables" -muy distantes de las hoy usuales en los lenguajes formalizados o en la teoría de la cuantificación- o, mejor dicho, un recurso habilitado para la esquematización de formas proposicionales y de patrones deductivos (modos del silogismo). Digamos en conclusión que Aristóteles ha hecho lógica formal, no lógica formalizada. Euclides, por su parte, ni lo uno ni lo otro.

5. El deíknymi de los matemáticos.

Deíknymi [mostrar] es un término con varios y diversos usos, entre los que ahora importa destacar dos tendencias significativas: una, en la línea de presentar algo; otra, en la línea de probar que algo es el caso. La primera incluye los matices de exhibir o poner ante los ojos, apuntar o señalar e, incluso, manifestar o dar a conocer por medio del lenguaje. En la segunda caben tanto el sentido ordinario y genérico de ser una prueba o dar pruebas, con las connotaciones de revelar, indicar, testimoniar, verificar, como el sentido más especializado de demostrar o probar de modo lógicamente concluyente. Puede que el interés por demarcar esta última acepción discursiva moviera a los filósofos a un uso alternativo de apodeíknimi y apódeixis, en particular a Aristóteles dentro del contexto lógico y metodológico de los Analíticos. Pero el empleo de esta alternativa formada por el prefijo apo- (que añade un matiz análogo al presente


 

en nuestros correlatos de-mostrar, de-mostración), no excluye el uso pertinente del término básico en el mismo sentido y en los mismos contextos; el propio Aristóteles declara que «toda demostración prueba algo de algo [pása apódeixis ti katà tinós deíknysi (APo. 90b33-34). Lo cierto es que el uso discursivo y demostrativo de deíknymi es habitual en los textos matemáticos clásicos, hasta el punto de conformar la fórmula que da remate a la demostración cumplida de un teorema: «lo cual había que demostrar [hóper édei deîxai]». Más aún, a tenor del tópico historiográfico quizás más extendido acerca de la matemática griega, este sentido fuerte es un rasgo no sólo habitual sino distintivo de la fundación de la matemática griega como ciencia deductiva, frente a las matemáticas de su entorno, p.ej. los cálculos y medidas babilonios o egipcios. Pero el tópico suele venir enriquecido con alguna otra proyección histórica añadida e incluso, no pocas veces, acusa la sobrecarga de ciertas connotaciones o suposiciones filosóficas.

Por ejemplo, según una interpretación muy difundida desde mediados de este siglo, el deíknymi de la deducción lógicamente concluyente también marca el tránsito desde una matemática pitagórica primitiva, que –se supone– practicaba pruebas y constataciones empíricas, hasta la matemática clásica de los ss. IV y III, que se sirve de conceptos abstractos y de procedimientos metódicamente demostrativos 26. El salto parece inevitable en razón de resultados como la inconmensurabilidad de la diagonal con el lado (de un cuadrado o de un pentágono regular): éste es un caso de imposibilidad que no cabe establecer por medios ostensivos –constataciones diagramáticas, comprobaciones prácticas, medidas directas o cálculos efectivos, etc.-, sino que requiere toda la fuerza lógica de una reducción discursiva al absurdo, a una contradicción expresa. Posteriormente, el estudio de los inconmensurables y otros desarrollos técnicos, p.ej. las prácticas de "exhausción", obligarán a un uso sistemático de este procedimiento.

Por lo que toca a las connotaciones o suposiciones filosóficas, hay dos especialmente discutibles: (1) Para empezar se supone que, por norma general, las pruebas intuitivas o "mostrativas" son no sólo distintas de las demostraciones

lógicamente concluyentes, sino incompatibles en todo caso con ellas. De modo que no sólo hay resultados que no se dejan mostrar, únicamente accesibles a través de la demostración lógicamente concluyente, sino que, además, la presencia de un recurso "mostrativo" contaminaría o descalificaría la deducción de cualquier presunto teorema, por más convincente que fuera. (2) De ahí se extrae la consecuencia de que las nociones imprecisas o, peor aún, metafóricas y los diagramas de los Elementos o bien son secuelas residuales -indebidamente asumidas- de la matemática ingenua pre-euclídea, o bien son aditamentos que forman parte del colorido didáctico o retórico de las pruebas, cuando no ambas cosas. Así pues, las referencias representativas y deícticas de los Elementos y, en general, las formas de hacer ver que algo es el caso, involucradas en las pruebas euclídeas, no pasarían de ser ingredientes espurios, desechables o superfluos, de la deducción matemática clásica. Por mi parte creo, a la luz de lo que llevamos visto, que el deíknymi de Euclides no sólo mostraba menos reservas ante sus recursos informales de evidencia y convicción que los mostrados hoy por sus intérpretes, sino que el "plus de confianza" no le impedía un ejercicio de la deducción relativamente riguroso. El rigor se aprecia, por ejemplo, en las pruebas de la necesidad de una configuración, sobre la urdimbre y en el escenario propuestos, o en las pruebas de la necesidad de un resultado a partir de unas determinadas condiciones operatorias (p.ej. en la "teoría" informal de las relaciones de medir a/ser medido por). Por lo demás, no sé de ningún filósofo griego del saber demostrativo que diera en contraponer el valor concluyente de una demostración a su poder de convicción, su validez lógica a su fuerza argumentativa o incluso a su eficacia didáctica; Aristóteles, el más calificado teórico de la demostración que hace saber («syllogismós episthemonikós»), no lo hizo, desde luego. Pero, más allá de estas observaciones negativas, he apuntado también una interpretación positiva del rigor informal de las pruebas euclídeas a cuenta de la integración entre las estrategias representativas de hacer ver y las discursivas de hacer saber en la trama de la demostración matemática clásica. Además, me gustaría que esta interpretación esbozara siquiera una conformación interna de las pruebas, en la línea de una posible explicación de sus cometidos y valores cognitivos. Estos son los propósitos –o las ilusiones al menos– de la propuesta que voy a aventurar.


 

6. Una interpretación de las pruebas matemáticas clásicas.

La larga historia de la filosofía de las matemáticas parece a primera vista dominada por dos grandes tendencias, la racionalista y la empirista, o por combinaciones de ambas. Al margen de sus discrepancias, coinciden en tomar la matemática como una forma de conocer -en algún caso, de ser– antes que nada. Pero cabe un tercer punto de vista en discordia: el que contempla las matemáticas ante todo como un conjunto de actividades humanas. Vistas en esta perspectiva, las matemáticas son determinadas prácticas interactivas y cognitivas de trato con el entorno que tienen lugar dentro de unos marcos históricos y culturales de actuación, transformación, discurso, etc. Para no andar con rodeos, podemos calificar esta concepción de "humanista" -o, si se prefiere, "praxeológica" o "pragmática"-. En consonancia con ella, supongo que el punto de partida del conocimiento matemático es una gama de acciones más o menos comunes y más o menos especializadas, no sólo diversas sino de distinto género, como, por ejemplo, contar, medir, calcular, resolver, probar-a, construir, hallar, probar-que. Los procedimientos y conocimientos matemáticos vienen a ser entonces desarrollos y resultados específicos de estas acciones e interacciones, seleccionadas e integradas de modo variable con arreglo a su contexto teórico propio y al marco cultural e institucional en que se desenvuelven. La historia de las cifras y de los sistemas de numeración es un buen ejemplo de tales desarollos y variaciones. Pero algo parecido cabría decir también de la historia de las pruebas.

En atención al caso que interesa, la conformación de las pruebas euclídeas, añadiré algunas convenciones –dado su carácter tentativo y provisional, no serán "precisiones". Convengamos en considerar operaciones las acciones con objetos o con instrumentos como el gnómon, el ábaco, el compás, etc., susceptibles de una normalización metódica en orden a obtener un resultado. Los cálculos ordinarios y la "logística" pitagórica entrarían dentro de este campo de acción. También caben ahí procedimientos relativamente sofisticados como el algoritmo de anthyphaíresis e, incluso ulteriormente, usos con proyección no sólo técnica sino especulativa -p.ej. en las líneas aritmománticas y aritmológicas cultivadas por algunos neopitagóricos y neoplatónicos. Por representaciones entendamos las acciones o expresiones que incorporan a su dimensión semiótica una determinada intención significativa añadida, del tipo de las acciones diagramáticas o de las expresiones metafóricas, incluídas las referencias a situaciones o casos imaginarios –digamos, "experimentos mentales"– como los introducidos por «noeîn [concebir, imaginar, considerar, figurarse]» en algunos pasajes de Euclides o de Arquímedes (p.ej. Elem. IV 12 o Método 2, respectivamente). Si el cometido básico de una operación es la obtención de un resultado, el papel que corresponde a una representación es más bien hacer ver tanto el proceso de obtención como el resultado obtenido. Consideremos, en fin, lenguaje discursivo un modo de hacer determinadas cosas con palabras, en particular argumentos y cadenas de argumentos, que incluye la escritura más o menos normalizada de textos acerca de un dominio de objetos o de relaciones entre objetos y sus propiedades; los textos en este sentido cubren las proposiciones o aserciones, las demostraciones, las teorías y, en general, cualquier procedimiento expresamente deductivo que diera o pretendiera dar cuenta y razón de que algo es el caso. Un objetivo característico del lenguaje discursivo será el hacer saber la razón o la necesidad propia del resultado.

Ni que decir tiene que tanto el hacer ver como el hacer saber son actuaciones de alguien referidas a alguien y, por consiguiente, son interacciones cognitivas aunque se presenten inertes y coaguladas bajo la forma de monólogo impersonal que suelen revestir las pruebas matemáticas textuales. La dimensión pragmático-didáctica de los Elementos es precisamente uno de los rasgos sustanciales del tratado, tanto como lo pueda ser su estructuración deductiva axiomatiforme, y en este sentido constituye una de sus claves hermenéuticas según ha venido mostrando una tradición de comentadores y estudiosos de la obra de Euclides que se extiende desde los tiempos de Proclo hasta nuestros días 27. Por lo demás, hay diversos pasajes de los Elementos en los que se deja sentir con especial fuerza el interés de Euclides por enseñar no sólo conocimientos matemáticos, sino técnicas o procedimientos para hacer matemáticas, en suma, una especie de saber hacer –baste reparar, por ejemplo, en las secuencias de inscripciones y circunscripciones de figuras que componen las proposiciones 2-9 y 11-16 del libro IV, o


 

en los ejercicios con pares e impares que se suceden a lo largo de las proposiciones 21-34 del libro IX.

Creo que, sobre estos supuestos, puedo aventurar un esquema de interpretación de los componentes característicos de las pruebas matemáticas clásicas como el siguiente:

Actuación básica

ACCIONES

[en especial: construir, hallar; probar-que]

Actuación especializada - OPERACIONES

- REPRESENTACIONES [deíknymi1: hacer ver]

 

- LENGUAJE DISCURSIVO
[deiknymi
2: hacer saber]

 

saber hacer

Aunque este esquema no deja de ser una especie de mapa mudo, también puede servir de recordatorio sumario del camino que hemos recorrido. En cualquier caso, como ahora no podré desarrollar esta línea de interpretación, ni los supuestos apuntados de integración y realimentación, dejaré la propuesta en mera sugerencia de una vía de interpretación y de explicación de los poderes "lógicos" y "retóricos" o, mejor dicho, cognitivos y efectivos de las demostraciones de los Elementos.

Pero no me resisto a añadir dos observaciones al respecto. Una tiene que ver con la relativa selección de acciones matemáticas básicas que presenta el tratado de Euclides: no es un manual de contabilidad o de agrimensura, ni toma expresamente en consideración las prácticas comunes de contar, medir, calcular o resolver problemas, sino que, al parecer, o las da por supuestas o se dedica a reelaborar una especie de trasuntos de la tradición matemática anterior, congruentes con un determinado núcleo o cuerpo deductivo. Por otro lado, en algún caso emplea tácticas de probar-a o ensayar ciertas construcciones geométricas o ciertas determinaciones numéricas (p.ej. la de una cantidad finita dada de números primos, IX 20), aunque sólo como parte de una estrategia de demostración indirecta, por reducción al absurdo de la posibilidad explorada; es sintomático que la tradición tampoco considerara los Elementos ni como una iniciación al análisis, ni como una obra de investigación, sino como el tratado por excelencia de la síntesis o exposición concluyente de las bases de la matemática griega clásica.

La otra observación es aún más imperiosa en el presente contexto pues se refiere a la integración entre las estrategias operacionales, representativas y discursivas, en que descansa el rigor informal de las pruebas de Euclides. Se trata, por lo demás, de un aspecto en el que he venido insistiendo a lo largo de los apartados anteriores, de modo que no creo que necesite un énfasis mayor. Baste recordar el caso de la teoría de la medida aritmética, en cuyo desarrollo intervienen y se articulan procedimientos operacionales (p.ej. la anthyphaíresis), metáforas conceptuales (p.ej. la de todo/partes) y pruebas discursivas que, de consuno, no sólo establecen la obtención de ciertos resultados (p.ej. la determinación de la medida común máxima de dos o más números no primos entre sí), sino que dan lugar a proyecciones teóricas ulteriores (como, siguiendo el mismo ejemplo, la existencia de un criterio de conmensurabilidad/inconmensurabilidad y, consiguientemente, de un criterio de proporcionalidad entre magnitudes). Al hilo de esta integración –en especial, la que entreteje las formas de hacer ver y las de hacer saber– corren parejas la significación cognitiva, la fuerza demostrativa y el poder de convicción de la demostración matemática clásica o, al menos, de las pruebas que suelen considerarse paradigmáticas en los Elementos. En fin, quiero suponer que en ese tejido representativo-discursivo de la deducción es donde reside una clave importante no sólo para entender el rigor informal de las pruebas de Euclides –según creo haber mostrado–, sino, más aún, para llegar a explicarnos su duradero éxito.

Ahora bien, entre dar con una clave o reconocer su importancia y desvelar su sentido o mostrar su funcionamiento, media un buen trecho. Y en el presente caso, me temo que la supervivencia del poder de convicción y de prueba de una matemática desaparecida hace ya tiempo sigue siendo un fenómeno curioso que pide explicación. Cabría pensar en una especie de complicidad tácita, como si hoy los matemáticos siguieran practicando en casa un rigor informal parecido, antes de poner en limpio su contribución para someterla al escrutinio público y a los criterios o estándares vigentes en la comunidad académica; o, incluso, cabe pensar que algunas de nuestras pautas de concepción y entendimiento se mantienen constantes a través de los diversos marcos de actuación y por debajo de las variaciones teóricas y metodológicas que han tenido lugar

en la larga historia de las matemáticas. Sea como fuere, la multiplicación de conjeturas como éstas no alcanza a ocultar nuestra falta de conocimiento ni, desde luego, puede suplir el deseable desarrollo de la investigación en las áreas concurrentes, desde la hermenéutica clásica hasta la teoría y la historia de las pruebas, pasando por las ciencias cognitivas y la filosofía de las matemáticas. El caso es que, de momento, la comprensión cabal del éxito de Euclides continúa siendo una cuestión abierta.

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NOTAS:

1 Cosa bien distinta es que los Elementos hayan sido luego traducidos -analizados y formalizados- en términos de la lógica estándar de la cuantificación como, pongamos por caso, se han vertido al chino sin que esto implique un "sinismo" latente en el original. Hay por ejemplo una formalización lógica parcial en I. Mueller, The philosophy of mathematics and deductive structure in Euclid's Elements, Cambridge (MA): The M.I.T. Press, 1981.

 

2 P.ej. algunos patrones formularios de operaciones estructurales de la teoría generalizada de la proporción, como el de alternancia -si A:B :: C:D, entonces A:C :: B:D (Elem., libro V, def. 12)–, o el de inversión -si A:B :: C:D, entonces B:A :: D:C (V, def. 13)-, ya conocidos en tiempos de Aristóteles (cf. APo. 74a1 7-25 y De Cael. 273b32). Estos esquemas reflejan sus condiciones visuales e intelectuales de armonía en la transformación. Por lo demás, convendría explorar esta dimensión, digamos, "gestáltica" de algunas pautas combinatorias y contrastarla con las demarcaciones al uso entre formalización e intuición.

3 Cf. R. Hersh, What is mathematics, really? Oxford/New York: Oxford University Press, 1997, sobre esta «humanist and maverick» filosofía de las matemáticas.

 

4 Vid. G. Lakoff y R.E. Núñez, "The metaphorical structure of mathematics: sketching out cognitive foundations for a mind-based mathematics", en L.D. English, ed. Mathematical reasoning. Mahwah (NJ)/London: Lawrence Erlbaum, 1997; 2 1-89. La cláusula de salvedad, a primera vista obvia, amenaza con trivializar el principio de preservación: éste se cumple en todo caso salvo aquél en que no. Convendría, cuando menos, afinar su formulación.

5 Por lo demás, la distinción que propongo no excluye la posibilidad de usos confusos o entremezclados de analogías, metáforas o metonimias e isomorfismos. Cf. p.ej. el Timeo, 32a-b, donde Platón sugiere que los cuerpos del universo, no siendo planos sino sólidos, requieren dos medias proporcionales para hallarse en proporción continua y dice: «Así el dios colocó agua y aire entre el fuego y la tierra y los puso, dentro de lo posible, en la misma interrelación proporcional: la relación que tenía el fuego con el aire, la tenía el aire con el agua y la que tenía el aire con el agua, la tenía el agua con la tierra.»

 

6 Sigo al pie de la letra la traducción de Euclides, Elementos, Gredos: Madrid, 1991 (libros I-IV), 1994 (V-IX), 1996 (X-XIII), de Mª Luisa Puertas.

7 Aristóteles ya prevenía de la confusión entre las dos metáforas en este caso: los semicírculos serán partes de los círculos individuales y sensibles, de tal o cual círculo dibujado, pero no lo serán de los círculos definidos geométricamente, i.e. tomados en un sentido universal y como objetos inteligibles (Metaphys. 1037a3-5).

 

8 A esta luz diríamos que algunas paradojas de Zenón descansan en una (con)fusión dialéctica entre ambas metáforas aplicadas a dominios como la extensión o el movimiento. Por lo demás, no faltan otras lecturas de la metáfora de las partes en este contexto: mi interpretación puede contrastarse, p.ej., con la lectura ahistórica de D. Reed, Figures of thought. Mathematics and mathematical texts, London/New York: Routledge, 1995, quien por "parte" entiende «aquello en cuyos términos cabe definir otra cosa», de manera que el punto vendría a ser «un límite de la inteligibilidad, un extremo del discurso» (pág. 4).

9 Leída la situación con ojos modernos, nos veríamos ante una noción común formulada en términos finitarios («el todo es mayor que la parte» no vale para universos de discurso transfinitos como el de los números naturales), pero asimismo ante unos usos inferenciales más genéricos en los términos de un principio de tricotomía (dados dos números cualesquiera x, y, x es mayor o igual o menor que y).

10 La distinción entre parte y partes equivale a la que media entre un submúltiplo o una parte alícuota y un número de partes alícuotas o una fracción propia; por ejemplo, 2 es parte de 6, pero 4 no es parte sino partes de 6.

 

11 Los antiguos griegos no eran navegantes especialmente torpes en este maremagno: a la luz del ya mentado Frege (1884), Fundamentos de la aritmética, c. III, los naufragios en torno a la unidad, el uno y el número se siguen sucediendo hasta bien avanzado el s. XIX.

12 Imagine que está de sobremesa tras la cena en casa de un amigo y, de repente, suenan las campanadas del reloj de pared. "Caray, ya son las tres y tú tendrás que madrugar. Debo irme.» «Bueno, no creas que es tan tarde -responde su amigo-. Mi reloj de pared se ha vuelto un poco raro: no ha dado las tres, sino tres veces la una». Me temo que la mera aplicación de la metáfora del todo y las partes a la unidad y al número no serviría aquí de mucho.

13 Vid. M. Caveing, La constitution du type mathématique de l'idéalité dans la pensée grecque. Vol. 2, La figure et le nombre. Villeneuve d'Ascq: Presses Universitaires du Septentrion, 1997, que rastrea este procedimiento operativo hasta la matemática egipcia.

14

14 Por ejemplo, sean los (i)

(iii) (i)

(iii) (iii) Luego (ii):

pares de números 6 y <8, 6>

8-6=2;

<6, 2>

6-2=4; <4, 2> 4-2=2; <2, 2>

2 = MCM de 6 y 8

8, 9 y 12. Entonces:

<12, 9>

12-9=3;

<9, 3>

9-3=6;        <6, 3> 6-3=3; <3, 3>

3 = MCM de 9 y 12.

En tiempos de Aristóteles (cf. Tópicos, 158b33-35) ya se sabía que dos razones guardan proporción si justamente tienen la misma reducción por este método, i.e. si la rutina sigue los mismos pasos; por consiguiente, 6 es a 8 como 9 es a 12. En suma, la matemática pre-euclídea ya relacionaba este método operativo con las nociones de razón y proporción.

15    Detalles sobre este punto y, en general, sobre las funciones cognitivas que los diagramas desempeñan en la antigua matemática griega, pueden verse en R. Netz, The shaping of deduction in Greek mathematics, Cambridge: Cambridge University Press, 1999.

16    Operaciones autorizadas por el postulado 3, que permite describir un círculo con cualquier centro y distancia, y por el 1, que permite trazar una recta entre dos puntos.

17    Conforme a las definiciones 15: «un círculo es una figura plana comprendida por una línea tal que todas las rectas que caen sobre ella desde un punto de los que están dentro de la figura, son iguales entre sí», y 16: «y dicho punto se llama centro del círculo».

18    Noción común 1.

 

19 No sólo supone una generalización a partir del caso dado -cuestión ya planteada y "salvada" por Proclo (In I Euc. Comm., 207.15-18)-. Recordemos también las dificultades inferenciales de Aquiles ante la tortuga de Lewis Carroll (aun cuando los tres, Aquiles, la tortuga y Carroll convengan en admirar «esa maravillosa Primera Proposición de Euclides»).

20 A la antigua historia de los diagramas lógicos -p.ej. la contada por M. Gardner (1985), Máquinas lógicas y diagramas, México: Grijalbo, 1973- habría que añadir modernos desarrollos, como el programa "hyperproof" diseñado por la lógica heterogénea de Barwise y Etchemendy, que emplea la representación diagramática como un sistema homomórfico.

 

21 Los diagramas también alcanzan a cumplir otros cometidos esquemáticos -si bien siempre distantes de cualquier correspondencia métrica o isomórfica-, como la referencia a figuras no efectivamente dadas sino supuestas (p.ej. la invitación a considerar o imaginar ciertos puntos de un presunto pentágono inscrito, en IV 12), o como la referencia táctica –por hipótesis– a figuras imposibles, es decir, descartadas por el desarrollo mismo de la prueba en los términos de una reducción al absurdo (p.ej. en III 10).

22 Además de las conocidas muestras de construir o demostrar, el texto presenta algunas otras de investigar [proseureîn] casos de posibilidad e imposibilidad (IX 18, 19) y, sobre todo, muchas otras de hallar [heureîn], en las que caben todas las combinaciones: «digo que» + QED (p.ej. X 3, 4); «digo que» + QEF (p.ej. III 1); «hay que» + QED (p.ej. VII 2, 3); «hay que» + Q.E.F. (p.ej. VI 11, 12; con el matiz de compleción de proseurîskein). Es muy posible que los editores del texto de los Elementos hayan tenido que ver con estas cláusulas formularias y sus variaciones tanto o más que el propio Euclides.

 

23 De este proceder deíctico ya hay constancia en la tradición pre-euclídea, p.ej. en la prop. 1 de La esfera en movimiento de Autólico: «Sea una esfera cuyo eje sea la recta AB, los polos de la misma los puntos A y B, y gire uniformemente en torno a su eje, el AB. <...> Tomemos, pues, algún punto en la superficie de la esfera, el Γ. Y desde el Γ bajemos sobre la recta AB en perpendicular la ΓA ...». Cf. también Aristóteles, infra.

24 Agradezco a Thomas Moro Simpson sus problemas y sugerencias en torno al papel ostensivo e indicativo de estas letras diagramáticas. Por desgracia, el uso euclídeo parece ser sistemáticamente ambiguo desde un punto de vista filosófico y analítico. Quizás un ejemplo ayude a ilustrar -antes que a resolver- el caso: asisto al ensayo de una representación del Don Juan de Zorrilla, donde los actores visten camisetas marcadas con letras y, en particular, el actor que hace de D. Juan se llama Jaime y lleva la camiseta con la letra M. Si alguien me pregunta qué pienso de Jaime, puedo entender que se refiere al actor; si me pregunta qué pienso de D. Juan, puedo entender que se refiere al personaje; pero si me preguntara qué pienso del M, podría entender que se refiere ambiguamente al actor o al personaje o al combinado de ambos. Pues bien, las letras diagramáticas vendrían a ser como las letras de las camisetas, mientras que los puntos o líneas del diagrama serían como los actores de la representación y los objetos geométricos serían como los personajes de la obra.


 

25 P. Louis, en su edición del texto en Les Belles Lettres (Paris, 1982), hace notar que K y H [eta] son las iniciales de kéntron y [h]élios respectivamente.

 

26 A. Szabó ha sido el principal reanimador a partir de ensayos como "Deiknymi, als mathematische terminus für Beweisen", Maia, X (1958): 106-131, o "The transformation of mathematics into deductive science and the beginnings of its foundation on definitions and axioms», Scripta Mathematica, XXVII / 1, 2 (1964): 27-48, 113-139.

 

27 Cf. por ejemplo W.R. Knorr, "What Euclid meant: on the use of evidence in studying ancient mathematics", en A.C. Bowen, ed. Science and philosophy in classical Greece, New York/London: Garland, 1991; pp. 119-163. Con todo, conviene tener en cuenta, de una parte, que los antiguos griegos podían ver entre la prueba demostrativa y la exposición didáctica una asociación mucho más estrecha que la imaginada por nuestras pedagogías; y de otra parte, que los Elementos parecen pertenecer a un género híbrido: por lo regular se mueven dentro del género del tratado sistemático básico pero no faltan desarrollos teóricos que incluiríamos en el género de los estudios avanzados.

 

 

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* Ponencia presentada en el X Congreso Nacional de Filosofía de la Asociación Filosófica Argentina, Universidad nacional de Córdoba, 24-27 noviembre 1999.

 

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© Luis Vega Reñón, 1999

Dpto de Lógica y Filosofía de la Ciencia. UNED

http://www.uned.es/dpto_log/lvega/

Publicado en las Actas X Congreso de Filosofía de la AFRA (1999, Córdoba, Argentina)Edición digital CD-Rom: Ponencias de invitados especiales, 17-27.

 

 
   
 

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