REALIDAD Y FICCIÓN                                                                          LECTURA, COMENTARIO, CREACIÓN Escríbenos

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 MITOS INVERNALES, MITOS INFERNALES

Esther C. García-Tejedor

 

 

 

            El invierno ha sido para el hombre, desde el origen de los tiempos, la muerte de la naturaleza. La esterilidad de la tierra, la ausencia del calor vivificante, la acrecentada oscuridad... sumen a la naturaleza en lo que se muestra como un estado de letargo, de pasividad, de acabamiento.

Asociado a la noche, ésta reina en él más longeva, abraza el día con mayor estrechez, cerca el tiempo del Sol en un reducto tímido, de menguada tibieza.

            Es entonces cuando Perséfone habita en los infiernos. La ambivalente hija de Deméter, forzosa amante del Hades, se lleva consigo al mundo subterráneo todo el poder vivificante, creador, de la tierra. Nada germina sin su presencia.

No es, sin embargo, ella misma la poseedora del orden generador, sino su madre, diosa de la agricultura. Deméter representa la tierra cultivada. Hija de Cronos y Gea, hermana por tanto de Zeus, pertenece ya a la generación de los dioses olímpicos. Frente a la anterior generación de Titanes y Titánides, Cíclopes y Hecatónquiros, la generación olímpica es la que impone al mundo un orden, la que lo transforma en un cosmos formado, armónico. Pero dentro de esta armonía ha de situarse también el transcurrir del tiempo, un tiempo que, formado y armonizado, adquiere un ritmo cíclico. Cada dios, por tanto, imprime un orden, unas leyes, un ritmo a aquello que representan. La sola presencia de Deméter implica la presencia de un orden y unas formas en el seno de la tierra. Su historia retrata este proceso.

Tal y como se narra en el Himno a Deméter, este personaje, que aparece como madre de la diosa infernal Perséfone, cuando conoce el rapto de ésta por el terrible Hades, abandona el Olimpo, se viste de luto y niega su bendición a los campos, que permanecen estériles. La fertilidad, la vida, desaparecen de la superficie de la tierra, y hasta el género de los hombres está a punto de extinguirse. Zeus envía al Hades a su mensajero Hermes, para que inste al dios subterráneo a devolver a la joven diosa, y aplacar así la ira de Deméter. Hades accede, pero antes de hacerlo, ofrece a su amada un grano de granada, fruto prohibido que impide el regreso del mundo de los muertos. Así, Perséfone queda atada al reino de las sombras, y ha de regresar a él todos los años, donde permanece durante la época invernal.

Fértil, generadora, la tierra, como vemos, se ofrece en un principio con una fecundidad paradisíaca, una eterna e inamovible primavera. Es, obviamente, un imaginario estadio inicial que se postula para explicar su posterior evanescencia, la que nosotros vivimos y contemplamos. Pero, por otro lado, lo que en principio pudiera parecer una caída, una pérdida transitoria de bienestar y perfección, es a su vez la introducción de una explicación mayor: la presencia misma de la vida y la fecundidad ha de ser explicada, insertada en sus raíces: la vida se inserta en la muerte como el cosmos en el caos. Como una emergencia, un milagro. Sólo radicada en ese océano informe del que surge, cobra la vida su sentido. El mito de Perséfone y su descenso a los infiernos viene a ilustrar no sólo el carácter cíclico de la naturaleza, sino la vida misma como una isla en el océano de la muerte.

            Perséfone no puede ya escapar de su atadura a los infiernos porque come del fruto prohibido de sus letales jardines. La semilla ha de ser enterrada en la tierra, descender al reino de lo subterráneo, de lo larvario e informe, para volver a ascender a la vida en forma de planta. Entre ambos reinos se establece un vínculo inquebrantable, que muestra cómo nada puede ser conocido sin su contrario.

            Obviamente, la complejidad del mito y sus connotaciones no puede encerrarse en un corto esquema; cada interpretación de un mito no es más que un prisma, una irisación de un elemento inabarcable e inagotable en su sentido. Su presencia en los más famosos misterios de la Grecia clásica –los de Eleusis, lugar donde paró Deméter en su desesperada búsqueda de su hija– se debe a su labor civilizadora, como maestra del secreto de la agricultura a los príncipes de Eleusis: el secreto de la agricultura es el secreto de la vida: es ésta la gran revelación de la diosa: cómo la vida nace de lo subterráneo, de la muerte, del enterramiento de la semilla, que abre las puertas al paralelismo con el descenso al Hades de los muertos, con el enterramiento de los cuerpos.

            ¿Qué intención hay en subrayar la ligazón del invierno y la muerte, de la muerte y un mundo subterráneo, de la fluencia entre ese siniestro y opaco mundo y el nuestro? El de Perséfone y Deméter no es el único mito que asocia la fertilidad de la tierra y la naturaleza toda con el ciclo de la muerte y la vida. Esta idea que los griegos nos transmitieron aparece en los mitos de otros pueblos del Mediterráneo. De hecho, la relación entre Deméter y Perséfone como madre e hija no aparece en las fuentes más antiguas, y se cree que tal interpretación fue importada de otras religiones donde se narra el mismo proceso de la vegetación con otros personajes, generalmente en relación de amado-amada, como pueden ser los egipcios Isis y Osiris, el semítico de Astarté y Tammuz o Dumuzi –que pasa a los griegos como Adonis–, el de Baal y Anat, el sumerio de Dumuzi e Inanna o el frigio de Cibeles y Atis. Todos estos dioses dan lugar a cultos mistéricos.

            Las mitologías orientales y mediterráneas abundan en esta secuencia de dioses que mueren y resucitan, de dioses de la vegetación que han de descender al Hades.

            Del tema de la vegetación extrajo el hombre una de sus principales fuentes de búsqueda del sentido de la vida. El enterramiento de la semilla en el mundo subterráneo se asoció también al trayecto nocturno del Sol por ese mismo infernal mundo, al que desciende por los abismos del Oeste y del cual emerge por las puertas del Este.

            El origen de todos estos mitos está en el descubrimiento, en el Neolítico, de la agricultura –aunque las formulaciones que conocemos sean posteriores y hayan sufrido una notable evolución desde lo que pudieran ser las primeras formulaciones orales–. Pero es capítulo importante en su evolución el hecho de que se encuentren en el corazón de los cultos mistéricos.

            ¿Qué pretende el hombre recreando ese descenso de estas divinidades a los infiernos? Sin duda, identificarse con ellos. Cualquier recreación ritual pretende reproducir, y de este modo perpetuar, una situación dada en un tiempo mítico, por encima del origen de los tiempos. En esta recreación se está aspirando a la posesión del secreto de la vida, y de este modo a la vida eterna. Moriremos, es obvio, pero esa muerte, descenso a los infiernos, puede tener un camino de retorno a una vida plena. El hombre aspira a superar el destino fatal de la muerte asimilándose a las divinidades que resurgen de los infiernos. El invierno, inserto en la rueda de las estaciones, es una promesa de primavera. Una promesa que, lejos de ser sólo su ausencia, se convierte en el espacio que la dota de sentido.

 

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© Esther C. García-Tejedor, 2005

LINDARAJA. Revista de estudios interdisciplinares y transdisciplinares. Foro universitario de Realidad y ficción.

URL: http://www.filosofiayliteratura.org/Lindaraja/mitosinvernales.htm

 

 

 

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