Realidad y
ficción Revista Lindaraja. Revista de estudios interdisciplinares ISSN: 1698 - 2169 |
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Revista Lindaraja
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SIMULACROS: EL TIEMPO DE UNA DANZA EVANESCENTE Carlos Martín Carín
y abrió el pozo del abismo y subió del pozo humo, como el humo de un gran horno, y se obscureció el sol y el aire a causa del humo del pozo. Del humo salieron langostas sobre la tierra y les fue dado poder, como el poder que tienen los escorpiones sobre la tierra. Les fue dicho que no dañasen la hierba de la tierra, ni ninguna verdura, ni ningún árbol, sino sólo a los hombres que no tienen el sello de Dios sobre sus frentes. Apocalipsis, 9, 1-4.
Epicuro confiere a la imagen un estatuto y una potencia que contestan al sistema platónico de originales y copias, de modelos y simulacros, de ideas e imágenes, de esencias, en fin, y apariencias[1]. El simulacro epicúreo es ligero, sutil, vaporoso, emana de los cuerpos para configurar el contenido de nuestros pensamientos. Es una réplica de las cosas, un otro fantasmático que reproduce con pulcritud la disposición atómica de los objetos, su forma, sus partes más ínfimas, sus esquinas, la complicación de cada una de sus curvas, sus recovecos más intrincados. Esta evanescencia danzante penetra en las mentes, abriéndose camino por los canales del cuerpo. La visión del simulacro es movimiento, flujo continuo de fantasmas a través del ojo, de los ojos... Ojos abiertos, vanos, fosas donde penetran cuerpos extraños. Pero también, ojos evanescentes que, a su vez, se esfuman, re-produciendo simulacros de ojos. La sensibilidad es apertura; la percepción es la aceptación de una donación infinita de apariencias, de un darse inabarcable de los objetos. Las cosas producen visión(es), son gen-erosas, transmiten sus infinitas apariencias, generando una exhalación simultánea y sucesiva a un tiempo: en el mismo instante, desde una infinitud de puntos (de vista) imposible de consumar, en un tiempo imposible de sentir (punctum temporis), pero en cuya imposibilidad se inscribe la posibilidad misma de la percepción. La visión se irrita profundamente, esencialmente, con este humo multiforme –aunque fiel- que, muy lejos de cegar, constituye la materia misma de lo visible. La visibilidad es pura irritación, arrebato, shock permanentemente figurativo y figurante, con-figurador del escenario del entendimiento. Aprender es ser aprehendido por estos fantasmas re-productores de las cosas. La presentación es un baile multiplicado y multiplicador de máscaras, que se despegan de las superficies requiriendo atención de continuo. La posibilidad de ver es la posibilidad de un impacto indefinido. Ver es ser tocado, alcanzado; pero no derribado: el toque visual abre la puerta de un campo, un campo de batalla. (Ojos como puertas en el campo). La mirada es un intercambio continuo de proyecciones, de proyectiles; un comercio, un trasiego febril, una economía. Las cosas se nos ofrecen al pensamiento evaporándose, humeando proteicamente su límite (su superficie, su forma, su olor, su sabor, su sonido) desde todos los ángulos posibles, de acuerdo con un rebosar infinito que exhala todos los simulacros correspondientes a todas las perspectivas, a todos los ángulos. Pero la posibilidad de la visión se inserta en el seno de una merma: de su limitación, de su incapacidad de abarcarlo todo, de la imposibilidad de la visión total, de la ceguera. Porque es la ceguera lo que permite la visión: la incapacidad de asumir una perspectiva omnímoda, la ocultación de todos los puntos de vista diversos a cada punto de vista –o, lo que es igual, a cada instante (con-fusión de espacio y tiempo)- es lo que posibilita la experiencia visual entendida como flujo fantasmático. La eliminación de esta ceguera necesaria -la visión total- sólo sería posible encerrando la cosa en el punto de visión, de forma tal que los simulacros surgiesen infinitos en todas las direcciones dentro del punto (y, por tanto, en un espacio fuera del espacio, [des]figurado), en el seno mismo de esta perspectiva in-espacial (el punto define pero no ocupa, marca el espacio pero, al tiempo, lo niega). La visión total es la visión de la visión, sin objetos, sin puntos de vista, sin instantes, sin tiempo. El objeto único de la visión total es el propio punto de visión: la eliminación del objeto, su fagocitosis. La visión total: el fagocito, la ceguera. La imagen adquiere, de acuerdo con esta construcción, una cualidad ectópica, de ectoplasma, de residuo que da contenido a la representación. De hecho, el simulacro es ya, por sí mismo, representación duplicada de la cosa: sólo la re-presentación es posible cuando los simulacros dan comienzo a su danza fantasmagórica; representaciones de re-presentaciones, múltiplos multiplicándose por doquier. Tras este baile frenético se oculta la cosa, protegida, envuelta por un cuerpo de baile que la sustrae, que continuamente la rodea clonándola sin cesar. Por eso, el simulacro es siempre un otro, una frontera, un clon, un divisor, una divisa que permite divisar: la visión es di-visión. La cosa, mientras tanto, permanece inaccesible, sólo ofrece su epidermis, su película. Sólo se ven películas. El mundo es espectáculo fílmico. Epicuro establece un paralelismo temporal entre simulacro y pensamiento (su formación es sincrónica[2]), y elimina la posibilidad de quebranto inmanente en tales emanaciones, pues éstas o sus residuos, poseen un crédito indefinido: conservan continuada y fielmente la forma de las cosas, son copias absolutamente fiables y, por tanto, no alteran per se el conocimiento de aquellas. El original es un resto que puede permanecer envuelto en su enigma. El origen se sustrae a la mirada. La copia es indispensable: sin ella, sin el simulacro, no hay posibilidad de ver (ni, por tanto, de conocer)[3]. Ella es la posibilidad, nuestra posibilidad. La cosa como tal es imposible de conocer. Por tanto, la ectopia implícita en el simulacro determina la no des-igualdad de las diferencias, pone la base de la percepción en la re-producción. (Ya no es que por el humo se sepa donde está el fuego, sino que es el humo mismo lo que ha de saberse, el objeto posible de conocimiento posible, por constituir una frontera precisa, adecuada, garantizada, susceptible de todo nuestro crédito). La adaptación en verso de la doctrina epicúrea llevada a cabo por Lucrecio[4],5, establece una doble categorización de los simulacros, relacionada con una consideración estratificada de su origen, ya que, mientras unos poseen un carácter superficial en relación con los objetos, los otros emanan de sus capas más soterradas, tienen su origen en estratos mucho más profundos. El olor, por ejemplo, constituye una emisión que surge del fondo mismo de la cosa. Tal emanación es dificultosa, precisamente por la profundidad de su origen[6]; y la prueba de ello es que tal especie de simulacro se libera con mayor facilidad cuando un objeto es deshecho o triturado. Lucrecio da cuenta de las similitudes existentes entre el olfato y el gusto, pues, al describir la emancipación de esta especie de simulacros, apela también a la necesidad de deshacer la cosa, de hendir la superficie del objeto (de exprimir -el alimento, en este caso- mediante la masticación[7]), pues ambas clases de simulacros residen en sus ámbitos internos, en lo más recóndito de aquellos. Los sonidos, por su parte, son emanaciones corpóreas que se convierten en palabras cuando, lanzados desde el interior de los cuerpos, atraviesan el conducto de la garganta y son articulados y configurados, respectivamente, por la lengua y los labios. El carácter corpóreo de los sonidos se deduce de dos datos: por un lado, de su aptitud para herir la sensibilidad del emisor (el grito raspa la tráquea, la garganta y la boca al tratar de salir atropellados sus elementos primeros por tan angosto conducto[8]) y del receptor (pues el sonido, introduciéndose por los oídos, golpea con su cuerpo el sentido[9]). Por otra parte, esta corporeidad del sonido se deduce de la extenuación que sucede a su emisión. Las conversaciones acaloradas y prolongadas debilitan el cuerpo y los nervios –especialmente si se grita-, lo que demuestra que el sonido es materia expulsada por el objeto, que la voz es cuerpo que forma parte del cuerpo del hablante[10]. Incluso el sentido del tacto supone un envío a la hondura, pues no implica una percepción de exterioridad (que está reservada al color y la forma), sino que hace referencia a la dureza, que reside en el interior. Pero Lucrecio describe también una especie más epidérmica de simulacros: aquellos que reclaman la mirada. Las cosas tienen una cualidad membranosa y generosa, una tendencia al des-prendimiento. Son sahumerios que emanan un revoloteo de imágenes de su superficie en todas las direcciones, configurando un mundo de vaporosos imaginarios danzantes[11]. Para explicar la naturaleza de esta clase de simulacros, Lucrecio recurre a un discurso integrado por toda una serie de representaciones, caracterizadas por una gran potencia plástica. Tales simulacros cutáneos son comparados con la placenta de los terneros recién nacidos -membrana desprendida de la propia frontera de su cuerpo-, con los despojos de las mudas de piel de las culebras que adornan, volanderos, las zarzas, y con las emisiones de humo y calor procedentes de las hogueras[12]. La alusión al humo, al calor y al fuego no es mera anécdota ni simple ilustración, pues, precisamente, estos simulacros superficiales dan lugar a las determinaciones visuales de forma y color, lo que supone la inscripción de este tropo en una tradición que gusta de establecer toda una serie de envíos y conexiones entre fuego e imagen, humo y significante, resto (cenizas) y enigma. (La cultura occidental ha permanecido obsesionada por el fuego desde sus orígenes. Las skias (sombras) platónicas basaban su subsistencia en una hoguera y en el sol –origen de todas las hogueras. La sabiduría es un viaje desde la oscuridad hasta la luz: el ojo del sabio es el que conoce el fuego y el sol y, con ellos, el mecanismo de producción de las sombras que se introducen en la escena de la vida con ínfulas de verdad. El sol, en fin, condensado en el interior de los yacimientos petrolíferos, continúa determinando nuestra existencia de manera absoluta: dinamizando el comercio, generando conflictos bélicos, movilizando el mundo). El simulacro genera, además, con sus danzas multiformes, una cierta concepción espacial y temporal. El espacio –de acuerdo con la descripción de Lucrecio- adquiere una dimensión corpórea, que permite entender la distancia como una determinación del simulacro en un sentido cuantitativo: la emisión de la imagen “empuja” ante sí todo el aire que media entre el objeto emisor y el sujeto receptor, y la mayor o menor cantidad de aire que atraviesa las pupilas es lo que determina la mayor o menor distancia con relación al objeto[13]. Pero, con ello, esta corporeidad del espacio (entendido como medianería del sentido visual) asume, por así decirlo, una doble significación, táctil y temporal, pues el propio Lucrecio habla del soplo que roza nuestros ojos -aquí está la referencia al tacto-, y, según el roce de esta brisa («aura») sea más o menos prolongado («longior») -he aquí la dimensión temporal del espacio-, la distancia que separa al sujeto perceptor del objeto será, asimismo, mayor o menor[14]. El tiempo (prolongación en el sentido de duración del soplo que roza) determina el espacio (distancia entre la cosa y el ojo). Pero es preciso establecer una cierta cautela: tomar distancia respecto de un término que se presenta en forma de nudo, de compromiso entre el espacio y el tiempo, en relación con la distancia. En realidad, este longior que marca distancias[15] encierra tanto un carácter temporal del espacio, como un espaciamiento en el tiempo. La prolongación del soplo de aire que roza las pupilas puede ser entendida como una sucesión temporal o como una sucesión lineal-espacial. Pero siempre, eso sí, como una sucesión. En cualquier caso –quedémonos con esto de momento-, la mayor o menor prolongación de tal línea supondrá una mayor o menor prolongación temporal del soplo de aire originado por el barrido hacia delante ejecutado por los simulacros. Tal línea, al menos idealmente, está compuesta de puntos que se suceden unos a otros, negándose y conservándose a la vez: delimitando y negando, a un tiempo, el espacio (de acuerdo con la noción geométrica de punto) y el tiempo (si entendemos el instante, o mejor, el ahora, como el elemento puntual indivisible o atómico del tiempo)[16]. A través de esta determinación de la distancia, Lucrecio introduce, por tanto, el criterio de la sucesión en el concepto de espacio, pues a distancias diferentes corresponde un desplazamiento sucesivo de una columna -o línea- de aire por parte de los simulacros; sucesión, por tanto, en el sentido de una mayor o menor cadencia de paso, de flujo; de acuerdo, en principio, con una determinación temporal, siendo dicha prolongación en el tiempo de rozamiento de la pupila lo que configura la percepción de la distancia. Con el flujo que implica la exhalación permanente de simulacros, el espacio adquiere una configuración sucesiva, derivada de una puesta en conexión entre cosa y ojo, que implica un trazado continuo de líneas entre ambos, una relación entre sujeto y objeto, entendida como corriente fantasmática. Ver supone siempre adquirir una posición de llegada en esa corriente: el ojo es desembocadura, la cosa es fuente. Percibir es recibir un fluido. La distancia es prolongación de flujo, sucesión, repetición. El espacio que se abre a la mirada es un ritmo. La sensación es un espectáculo, un baile de simulacros. Esta dinamización de la noción de distancia hace necesario colocar entre paréntesis una relación tradicional, que establece la determinación del espacio conforme al criterio de la simultaneidad, configurando la del tiempo de acuerdo con el paradigma de la sucesión[17]. Este anudamiento en la representación de espacio y tiempo –a través de la imagen de la línea- opera, en la primera Crítica kantiana, en forma paralela a la posibilidad de una dualidad en la conciencia -de nuestra coexistencia con un otro: yo pensante vs. yo pensado (el yo que piensa y el yo que se intuye a sí mismo como algo diferente de lo dado en la intuición).
Si se da al espacio el valor de una simple forma pura de los fenómenos externos, puede mostrarse con claridad que ello [la distinción yo pensante-yo pensado] ha de ser efectivamente así[18] partiendo del hecho de que sólo podemos representarnos el tiempo (que no es un objeto de intuición externa) con la imagen de una línea que trazamos. Sin esta última forma de mostrar, no seríamos capaces de conocer la unicidad de su dimensión. Podríamos mostrarlo igualmente partiendo del hecho de que en todas las percepciones internas nos vemos obligados a tomar la determinación de la longitud o del punto temporales de los elementos mudables que las cosas externas nos presentan. Por consiguiente las determinaciones del sentido interno tenemos que disponerlas en el tiempo precisamente del mismo modo según el cual disponemos en el espacio las de los sentidos externos[19].
En todo caso, este tempo de llegada de simulacros al ojo que, según Lucrecio, definiría las distancias y, por lo tanto, el espacio, está aquejado, como se ha visto, de espacialidad: la pro-longación refiere a un pensamiento del tiempo como longitud («longior»). En esta prolongación hay, por tanto, un tiempo entendido de acuerdo con el espacio (la imagen kantiana de la línea necesaria para representarnos el tiempo), pero también un espacio entendido de acuerdo con el tiempo (la distancia definida como fluido: prolongación del paso de la línea aurática que el simulacro arrastra delante de sí hasta nuestras pupilas). Esta prolongación, esta rozadura, en fin, esta palabra -«longior»-, encierra, por tanto, una ambigüedad esencial y propone, además, un problema; o algo más que un problema: un laberinto, en el que cada salida es una entrada, cada esquina una indefinición. Un laberinto prolongado en cuyo recorrido se pierde el tiempo y se pierde el espacio. Un mecanismo de salidas y entradas en el que cada llegada es la consecuencia necesaria de una salida. Un minotauro acecha las esquinas del jardín epicúreo, entre los simulacros, entre los ojos, entre el tiempo y el espacio de los fantasmas. Porque andar entre fantasmas es –como veremos a continuación- andar entre espacios de tiempo, pasear con la mirada por el tiempo del espacio. El simulacro es dinamismo permanente, emanación continua, sucesión de fumarolas, y ello determina un afán que alberga una teoría sobre las relaciones entre tiempo e imagen, que obliga a efectuar una gradación particularmente sutil. Nos encontramos aquí con un pensamiento construido sobre una estructura de fosados concéntricos, con puentes entre los mismos que, de acuerdo con una configuración delimitada en torno a dos elementos –lo sensible y lo pensable-, permite acceder al ámbito de lo representable a partir del territorio de lo imperceptible. Dicho de otra forma: el sistema de Lucrecio constituye una explicación de la peregrinación de las imágenes desde el territorio de lo irrepresentable hasta el ámbito de la representación, tal y como ésta es comprendida en relación con la sensibilidad. En este sentido, resulta sumamente sugestivo el análisis que efectúa Deleuze de la teoría epicúrea del tiempo, en el que la distinción entre simulacro e imagen constituye uno de los ejes principales, viniendo el otro determinado por la distinción entre clinamen y movimiento. De hecho, Deleuze considera inseparable de la noción epicúrea de simulacro una peculiar teoría del tiempo, en la que es posible distinguir cuatro niveles que, sobre la base de un criterio cuantitativo, se dejan atravesar por lo pensable y lo sensible, para desembocar de nuevo en lo pensable, entendido como representable, en el sentido de imaginable (susceptible de ser asimilado en forma de imagen). Estos niveles o grados temporales son los siguientes: 1º) Un primer estadio temporal viene constituido por una cantidad de tiempo inferior a la mínima pensable, y se determina en el clinamen (declinación). Es esta desviación «incluida» en el átomo lo que permitió a Epicuro solventar la refutación aristotélica a la teoría de Demócrito acerca de la imposibilidad de encuentro de los átomos, si éstos se mueven con la misma velocidad en una misma dirección. Con el clinamen la libertad penetra en un universo determinado, en caso contrario, por el mecanicismo[20]. Deleuze define el clinamen como “la determinación original de la dirección del movimiento del átomo”[21]. El clinamen determina, por tanto, el encuentro de los átomos: la inclinación es la causa de las relaciones. (Lo que, ciertamente, excede del ámbito del comportamiento atómico: acoge al com-portamiento en general). Esta inclinación abre paso a un tiempo incierto (incerto tempore[22]) que, según Deleuze, no ha de asimilarse a una indeterminación, sino a una imposibilidad de asignación, a un obstáculo en la aprehensión por el pensamiento. La velocidad de los átomos en el vacío es una relación que se establece entre su movimiento y el tiempo en el que este se produce. Pero tal tiempo –ahora lo veremos- es un «mínimo de tiempo continuo», que equivale al tiempo del pensamiento. De ahí que Deleuze califique al clinamen –anterior, claro está, a este mínimo- como “el presente de todo tiempo”, y que suponga la imposibilidad de la consideración de una reunión causal, obstaculizando, en consecuencia, la aprehensión de la causalidad como una totalidad. Pero tras esta imposibilidad subyace otra de mayor calado: la que elimina del funcionamiento del Universo la necesidad, introduciendo la contingencia como el modo básico de producción del acontecimiento. La declinación atómica –el clinamen- remite, en última instancia, al azar, y Deleuze le asigna un valor temporal –pues habrá de tomar carta de naturaleza en un tiempo (por más que sea incierto o «inasignable»)- fuera del pensamiento, caracterizándolo, por tanto, como un tiempo («incerto tempore») que no puede ser aprehendido, que no puede ser pensado. 2º) A continuación, se encuentra otro grado de determinación temporal, que viene constituido por la mínima cantidad de tiempo pensable, y que se materializa en la velocidad del átomo en su caída, antes de chocar con ningún obstáculo. Deleuze establece un paralelismo entre átomo y objeto sensible, en lo que se refiere a las relaciones que se suscitan entre cada uno éstos con el pensamiento y la sensibilidad, respectivamente. El átomo escapa, desde luego, a la sensibilidad, pero no así al pensamiento, y su poder, según Lucrecio, reside en su eterna simplicidad («aeterna pollentia simplicitate»[23]). La marginalidad del átomo respecto de lo sensible no consiste, por lo tanto, en un defecto de nuestra capacidad, sino que reside en su propia naturaleza. Los átomos son la parte más pequeña de las cosas que, a pesar de que no puede verse, es preciso pensar, ya que, en caso contrario, se quiebra toda la estructura (toda la naturaleza) de las cosas y el universo entero se hunde en el no-ser[24]. Con el átomo y su movimiento nos introducimos, pues, en el ámbito de lo pensable. Velocidad del átomo en el vacío y velocidad del pensamiento son equivalentes desde un punto de vista temporal. “El átomo –dice Deleuze- es al pensamiento lo que el objeto sensible a los sentidos”[25]. 3º) La tercera determinación temporal es el terreno propiamente dicho del simulacro, y viene constituida por un quantum de tiempo menor que el mínimo sensible. El simulacro se sitúa, por lo tanto, como el átomo, en un terreno ajeno a la sensibilidad -aun cuando constituye la materia prima de ésta. En realidad, la naturaleza del simulacro, como la del átomo, es problemática. De hecho, su carácter humeante y nebuloso (para el pensamiento) procede, como en el caso del átomo, de su existencia al margen de lo sensible, y las analogías entre la naturaleza de ambos quedan patentes en la explicación que da Lucrecio de las vicisitudes de la velocidad de ambos: la rapidez de la luz solar y su calor son debidas a que está constituida a base de átomos diminutos, que son aguijoneados por los que les suceden; de igual forma, los simulacros recorren un espacio extraordinario en un instante[26]. La velocidad de emisión de los simulacros es tal, que cuando son capturados por la visión parecen ubicarse aún en el objeto que los envía. Lucrecio lleva a cabo, de esta forma, una disección del instante sensible, fragmentándolo en otros tantos, hurtados a la sensibilidad. Puede hablarse de un «ahora», en Lucrecio, como momento disimulado junto con otros muchos, en el momento que se percibe como único[27]. En todo instante y en todo lugar, todos los simulacros están a nuestra disposición. Con ello, cabe establecer un paralelismo entre simulacro y ahora. Y ello, porque entendiendo, de acuerdo con la tradición metafísica, el presente en el sentido de aparición de lo que es –es decir, de presencia[28]- y entendiendo el presente como ahora, tal ahora no será más que el contenido mínimo de la presencia, el límite de la presencia: el simulacro. El simulacro es, por tanto, el punto de la presentación. La encentadura del presente. A partir de él da comienzo el tiempo perceptible. La presencia del simulacro abre el presente y, con él, la presentación: el simulacro es la clave de la representación; pero teniendo en cuenta que no es visible, que escapa al ámbito de lo sensible, que se nos hurta a la mirada, constituyendo, al propio tiempo, la materia misma de lo que aparece ante la vista. El simulacro no se ve, pero permite la visión. De nuevo una ceguera esencial permite al ojo cumplir su función, la posibilita, haciendo factible la representación a partir de elementos invisibles. Vemos gracias a lo que no vemos. El simulacro es generoso y cicatero a un tiempo. Se presenta en un límite del tiempo: entre lo pensable y lo sensible; entre la cosa y el ojo; entre las cosas. Y ver supone situarse en ese límite, dejándonos tocar, permitiendo que nuestras pupilas sean rozadas por una brisa espesa, cargada de fantasmas. La presencia, a la que Derrida define como “la intemporalidad en el tiempo o el tiempo en la intemporalidad”[29], encuentra en el simulacro un anclaje, por más que sea evanescente, danzante, fluido. La visión es un límite de sentido. El simulacro es el límite del sentido de la vista. 4º) Por último, cabe distinguir el mínimo temporal sensible, que corresponde al ámbito de la imagen, conformada por la sucesión de simulacros emitidos por los objetos, que abre el ámbito de la percepción. El propio Lucrecio manifiesta su admiración por lo insólito de este tránsito de lo pensable-insensible a lo plenamente sensible, y recurre a la analogía para tratar, siquiera, de entender este extraño fenómeno: también el viento y el frío son percibidos como un todo; no nos es posible experimentar sensiblemente cada una de sus partículas[30]. El viento nos azota como un organismo, como un dios que se nos viene encima. También las imágenes se abalanzan hacia nuestras pupilas como cuerpos fantasmáticos. Y nuestra visión es el espectáculo permanente de un cuerpo de baile que ejecuta una danza barroca en la que nosotros mismos somos fantasmas para los ojos ajenos. Ojos que, a su vez, son fantasmas para los nuestros y para ellos mismos, si acaso tropiezan con una superficie lo suficientemente pulida como para provocar un reflejo. Fantasmas frente a fantasmas. Ojos que sólo ven fantasmas. Que sólo se presentan bajo la apariencia de un fantasma. Bajo esta disección de lo fantasmático subyace una acerada crítica a la ubicación de lo sensible en un estrato inferior para la posibilidad del conocimiento, que Lucrecio hace explícita[31] por cuanto otorga un carácter epistémico a la sensibilidad, considerando verdadero el testimonio otorgado a (y por) los sentidos, lo que concuerda, además, con la refutación del carácter teleológico y teológico de la naturaleza y, en este mismo sentido, con la oposición a las ilusiones y supercherías que, nacidos en el seno de la religión, son responsables de buena parte del sufrimiento que nos azota. Para evitarlo es preciso encarar el mundo, mirar a las cosas de frente, dejarse penetrar de continuo por simulacros y fantasmas, teniendo presente que la capacidad de discernir es también la capacidad de errar. El mundo se presenta en forma de una construcción ejecutada a base de simulacros. Representar implica dejarse penetrar de continuo por ellos. Estar en el mundo supone unirse a ese baile humeante, en virtud del cual nosotros también arrojamos nuestros simulacros al aire para que penetren en las almas de los demás simuladores que participan en el juego. Y todo ello, teniendo presente que una ceguera nos define permitiéndonos ver. Pero hay que prestar atención a otra ceguera que -como una excrescencia que nos define en forma de un cierto extrañamiento en el mundo- puede privarnos, sin embargo, de la posibilidad de conocer a través de nuestras visiones: el entendimiento humano no es un espejo perfectamente liso, no se limita a reflejar. Quizás las reflexiones no sean puras, tal vez posean una cierta mácula de serie (como la poseían los simulacros platónicos, aunque esta vez por motivos diversos). Si queremos construir algo sólido con las imágenes es preciso captarlas en su estado más puro. Las reflexiones -los reflejos- han de guardar fidelidad al simulacro. Debe evitarse cualquier deformación, eliminar toda tara, todo vicio y deformidad del sistema receptor. El ídolo empirista se encuentra inmerso en una singular batalla de purificación, en un zafarrancho de limpieza sin compromisos previos. Francis Bacon, en sus Aphorisms concerning the interpretation of Nature and the kingdom of man, efectuará una disección y clasificación de los ídolos desde una perspectiva epistemológica, fuertemente anclada en los presupuestos empiristas, que presenta importantes implicaciones en relación con la problemática de la representación y, por lo tanto, con un posible modelo de subjetividad. El filósofo inglés diseccionó –sin distinguirlos- los ídolos y falsas nociones, como obstáculos para la recepción de la verdad y la instauración de las ciencias; peligros, en fin, contra cuyos asaltos era preciso fortificarse tanto como fuera posible. Y para ello, el remedio apropiado consistirá en la formación de ideas y axiomas por medio de la inducción verdadera. De modo similar a los templos que, sacudidos por la Reforma, se despojaron de sus imágenes, habría, pues, de proceder el entendimiento en su camino de acceso al verdadero conocimiento. La penetración del fantasma en el cuerpo abre, así, un espacio dentro del espacio: el espacio de una complicación (complicatio), un pliegue problemático. El cuerpo debe purificarse: el cuerpo como templo, el templo como cuerpo. El problema del espacio deja paso al espacio de un problema: la búsqueda afanosa de un cuerpo templado[32].
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La obra de arte exhala sus simulacros con especial virulencia, para que alcancen este ámbito de complicación en el que la reflexión es necesaria. Los ojos experimentan una rozadura intensa, pues la obra de arte toca presionando, ejerce una presión que genera un reflejo. Y los fantasmas que genera amplifican el erotismo implícito en la visión: a la pasividad que supone dejarse penetrar de continuo, hay que añadir la actividad que sucede a la seducción que se pone en juego. La seducción siempre es un juego de máscaras. Seducir es provocar, perturbar, demandar un movimiento, exigir una reacción. Estética e indiferencia son antagónicas. La aspiración a generar conmociones es siempre un intento de con-mover, de moverse con otro, con otros, de organizar un juego esencialmente desorganizado. El arte pone en juego al organismo. El arte es orgánico, órgano: es -siempre- coral. Y el cuerpo del artista, mediatizado por la obra, se convierte en humo; se volatiliza, asumiendo formas distintas, deformándose continuamente. O se pierde, en un instante, en el espacio, tras generar un tímido baile que acaba en nada; o adquiere una consistencia espesa, que crece paulatinamente, envolviendo todo aquello que toca; o, incluso, (máxima aspiración del artista comprometido) se vuelve peligroso, irritante, tóxico. Porque el artista también lanza al espacio los fantasmas de su cuerpo -fantasmas ubicuos, que generan espacios en su obra: espacios de búsqueda de sentido y, sin embargo, de sinsentido, de pérdida. En la obra de arte el espectador se pierde. Adquiere conciencia de una pérdida de conciencia, de lo evanescente de una conciencia a la que nada contiene. El arte requiere un mercado -qué duda cabe- pero también la obra singular (aunque ninguna obra es realmente singular) encierra un mercado, un ámbito de intercambio esencialmente abierto: la obra es una feria. El arte, en general, es una feria y, como toda feria, un espectáculo. ¿Cómo definirlo? ¿Contando cuántas pelotas lanzan al aire los malabaristas? ¿Calculando los beneficios que obtiene el feriante? ¿Enumerando los pelos que adornan el rostro de la mujer barbuda? ¿Controlando la cantidad de espectadores que acuden a cada función? ¿Qué es lo que cabe contar acerca del arte? ¿Qué es lo que cuenta el arte? (si es que acaso cuenta algo). El arte cuenta «con», instaura un espacio. La cosa-obra de arte cuenta con ojos que se añaden a otros ojos; sentidos que se sobreponen a sentidos. Sus simulacros requieren una pérdida, un naufragio del sentido, así como un sentido del naufragio. Mirar la obra es perderse. La obra abre un espacio de pérdida. Su donación nos hace formar parte de una masa de quiebra, nos convierte en quebrados, nos parte, nos niega la unidad. El arte es, de hecho, hoy como nunca, quebranto, duelo, sepelio, inhumación. La obra de arte se sitúa en un espacio oscuro, en una falta de claridad, en una inseguridad. Y los simulacros, recorriendo el espacio incierto de esta vaguedad, nos incitan a vagar por entre los límites de las cosas.
“Sin duda están empapados de arte los simulacros y vagan adiestrados, para poder dar espectáculos en el tiempo de la noche”[33].
[1] Epicuro, Carta a Herodoto, [46]. [2] Íbidem, [48] [3] Íbidem, [51] [4] De rerum natura, obra que el poeta y filósofo latino compuso sobre la base de la Carta a Herodoto y, en general, de la doctrina epicúrea, de la que se apartó, sin embargo, en el aspecto formal, ya que Epicuro instaba a sus discípulos a abstenerse del ejercicio de la poesía. Lucrecio justificó este desvío en su propia obra (I 933-950; IV 10-25) aduciendo que aspiraba a facilitar el acceso a una doctrina difícil («obscura»), que generalmente ofrece cierta resistencia a aquellos que no están familiarizados con ella. El recurso a la forma poética tenía, pues, la misma finalidad que el ardid que emplean, en ocasiones, los médicos para que los niños traguen las medicinas, para lo cual untan previamente el borde de la copa con licor de miel, a fin de que el amargor del brebaje no impida que éste sea apurado sin rechazo. El carácter engañoso de la forma poética redunda, en este caso, en provecho del lector, pues contribuye a paliar las asperezas de un pensamiento complejo, que trata de desvelar los enigmas de la naturaleza, y lo hace de forma que permite compaginar el estudio y el placer. Con ello, Lucrecio hace un apunte de las implicaciones entre estética y ciencia (tan vigentes en ciertos debates actuales). [5] La versión utilizada en el presente trabajo es la edición bilingüe (latín-español) de Cyril Bailey, Oxford University Press, New York, 1986. [6] Lucrecio, De rerum natura, IV 695 [7] Íbidem, IV 617 [8] Íbidem, IV 528-533 [9] Íbidem, IV 524-527 [10] Íbidem, IV 535-541 [11] “quasi membranae summo de corpore rerum / dereptae volitant ultroque citroque per auras”. (Íbidem, IV 31-32). [12] “Principio quoniam mittunt in rebus apertis / corpora res multae, partim diffusa solute, / robora ceu fumum mittumt ignesque vaporem, / et partim contexta magis condensaque, ut olim / cum teretes ponunt tunicas aestate cicadae, / et vituli cum membranas de corpore summo / nascentes mittunt et item cum lubrica serpens / exuit in spinis vestem” (Íbidem, IV, 54-61) [13] Íbidem, IV, 245-250 [14] “et quanto plus aeris ante agitatur / et nostros oculos perterget longior aura, / tam procul essem magis res quaeque remota videtur » (Íbidem, IV 251-253) [15] Distancias entre la cosa y el ojo; y distancia, también, respecto de una comprensión precipitada de la distancia como espacio, pues, como veremos, en ella se implica el tiempo de forma sustancial. [16] Jacques Derrida, reuniendo la tradición aporética tradicional en torno a las nociones de tiempo y espacio, afirma en «Ousía y Gramme» (en Márgenes de la filosofía, Cátedra, Madrid, 2003): “El punto es el espacio que no ocupa espacio, ese lugar que no tiene lugar; suprime y reemplaza el lugar, ocupa el lugar del espacio que niega y conserva. Niega espacialmente el espacio. […] Se niega a sí mismo al ponerse en contacto consigo, es decir, con otro punto.” (p. 75). “El espacio es tiempo en tanto que él, el espacio, se determina a partir de la negatividad (primera o última) del punto. «Esta negación de la negación como puntualidad es, según Hegel, el tiempo» (pp. 76-77). [17] Así, por ejemplo, la establecida por Kant en la Crítica de la razón pura: “Éste [el tiempo] no posee más que una dimensión: tiempos diferentes no son simultáneos, sino sucesivos (al igual que espacios distintos no son sucesivos, sino simultáneos)” (B 47) [18] “ha de ser efectivamente así”: es decir, posibilitando, a un tiempo, que yo sea para mí mismo objeto de la intuición y de las percepciones internas. [19] Crítica de la Razón pura, B 156. [20] Lucrecio recoge este aspecto del atomismo epicúreo –que tanta repercusión tendrá desde un punto de vista práctico- en su Libro II (289-293): “id facit exiguum clinamen principiorum / nec regione loci certa nec tempore certo”. [21] Lógica del sentido, Barral editores, Barcelona, 1971, p. 342 [22] II, 218 [23] I 612 [24] “cum videamus id extremun cuiusque cacumen / esse quod ad sensus nostros minimum esse videtur / conicere ut possis et hoc, quae cernere non quis / extremum quod habent, minimum consistere [in illis]” (I 751). También Epicuro, en su Carta a Herodoto, pone de manifiesto la necesidad de la existencia de algo que permanezca en el fundamento y no sea susceptible de destruirse en el no-ser ([55]). Este pensamiento acerca de lo que no puede ser aprehendido por medio de la sensibilidad puede considerarse, en cierto modo, como una suerte de aproximación al pragmatismo epistemológico, si tenemos en cuenta que la búsqueda de una verdad se aproxima al sentido a que aludía William James como “la manera en que un momento de nuestra experiencia [en este caso, intelectual] puede conducirnos hasta otros momentos a los que valga la pena ser conducidos” (William James, Pragmatismo, Madrid, Alianza editorial, 2000, p. 173). Pensar la indestructibilidad (aeternitas) del átomo es un primer momento necesario para un pensamiento consistente de la naturaleza –y este puede ser, ¿por qué no?, un momento al que merezca la pena (la que provoca el pensar) ser conducidos. [25] Op. cit., p. 340 [26] “quapropter simulacra pari ratione necesset / immemorabile per spatium transcurrere posse / temporis in puncto” (IV, 191-193) [27] “quia tempore in uno, / quod sentimos, id est, cum vox emittitur una, / tempora multa latent, ratio quae comperit esse, / propterea fit uti quovis in tempore quaeque / praesto sint simulacra locis in quisque parata. (IV, 794-798). [28] Así, Derrida (op. cit.), afirma que “Lo que, en el orden ontológico-temporal, quiere decir «presencia» (Anwesenheit) es «la determinación del sentido del ser como parousia o como ousia. El existente es captado en su ser como «presencia» (Anwesenheit), es decir, que es comprendido por referencia a un modo determinado del tiempo, el «presente» (Gegenwart). (p. 65) [29] Op. cit. [30] IV 256-262 [31] “illa tibi est igitur verborum copia cassa / omnis quae contra sensus instructa paratast” (IV 510-512). [32] “Pero el cuerpo sólo es ese Templo Vivo –la Vida como Templo y el Templo como vida, el tocar-se como misterio sagrado- [...]” (Jean-Luc Nancy, Corpus, Arena Libros, Madrid, 2003, p. 58. [33] Scilicet arte madent simulacra et docta vagantur, / nocturno facere ut possint in tempore ludos. (Lucrecio, De rerum natura, IV, 792-793)
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