REALIDAD Y FICCI�N                                                                          LECTURA, COMENTARIO, CREACI�N Escr�benos

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Castilla

 

"Una ciudad y un balc�n"

 

AZOR�N

 

 

 

UNA CIUDAD Y UN BALC�N

No me podr�n quitar el dolorido Sentir...[1]

GARCILASO

 

 

Entremos en la catedral; flamante, blanca, acabada de hacer est�. En un �ngulo, junto a la capilla en que se venera la Virgen de la Quinta Angustia, se halla la puertecilla del campanario. Subamos a la torre; desde lo alto se divisa la ciudad toda y la campi�a. Tenemos un maravi�lloso, m�gico catalejo: descubriremos con �l hasta los de�talles m�s diminutos. Dirij�moslo hacia la lejan�a: all�, por los confines del horizonte, sobre unos lomazos redon�dos, ha aparecido una manchita negra; se remueve, levanta una tenue polvareda, avanza. Un tropel de escuderos, la�cayos y pajes es, que acompa�a a un noble se�or. El caballero marcha en el centro de su servidumbre; ondean al viento las plumas multicolores de su sombrero; brilla el pu�o de la espada; fulge sobre su pecho una firmeza de oro. Vienen todos a la ciudad; bajan ahora de las coli�nas y entran en la vega. Cruza la vega un r�o: sus aguas son rojizas y lentas; ya sesga en suaves meandros; ya se embarranca en hondas hoces. Crecen los �rboles tupidos en el llano. La arboleda se ensancha y asciende por las alturas inmediatas. Una ancha vereda -parda entre la verdura- parte de la ciudad y sube por la empinada mon�ta�a de all� lejos. Esa vereda lleva los reba�os del pue�blo, cuando declina al oto�o, hacia las c�lidas tierras de Extremadura. Ahora las mesetas vecinas, la llanada de la vega, los alcores que bordean el r�o, est�n llenos de blan�cos carneros que sobre las prader�as a forman como gran�des copos de nieve.

De la lana y el cuero vive la diminuta ciudad. En las m�rgenes del r�o hay un obraje de pa�os y unas tener�as. A la salida del pueblo -por la Puerta Vieja- se descien�de hasta el r�o; en esa cuesta est�n las tener�as. Entre las tener�as se ve una casita medio ca�da, medio arruinada; vive en ese chamizo una buena vieja -llamada Celestina�� que todas las ma�anas sale con un jarrillo desbocado y lo trae lleno de vino para la comida, y que luego va de casa en casa, en la ciudad, llevando agujas, gorgueras, garvines, ce�ideros y otras bujer�as para las mozas. En el pueblo los oficiales de mano se agrupan en distintas ca�llejuelas; aqu� est�n los tundidores, perchadores, carda�dores, arcadores, perailes; all�, en la otra, los correcheros, guarnicioneros, boteros, chicarreros[2]. Desde que quiebra el alba, la ciudad entra en animaci�n; cantan los perailes los viejos romances de Blancaflor y del Cid -como cantan los cardadores de Segovia en la novela El donado hablador[3]; tunden los pa�os los tundidores; c�rtanle con sutiles tijeras el pelo los perchadores; cardan la blanca lana los cardadores; los chicarreros trazan y cosen zapatillas y chapines; embrean y trabajan las botas y cueros en que se ha de encerrar el vino y el aceite los boteros. Ya se han despertado las monjas de la peque�a monj�a que hay en el pueblo; ya tocan las campanitas cris�talinas. Luego, cuando avance el d�a, estas monjas sal�dr�n de su convento, devanear�n por la ciudad, entrar�n y saldr�n en las casas de los hidalgos, pasar�n y tornar�n a pasar por las calles. Todos los oficiales trabajan en las puertas y en los zaguanes. Cuelga de la puerta de esta tiendecilla la imagen de un cordero; de la otra, una olla; de la de m�s all�, una estrella. Cada mercader tiene su dis�tintivo. Las tiendas son peque�as, angostas, l�bregas.

A los cantos de los perailes se mezclan en estas horas de la ma�ana las salmodias de un ciego rezador. Conoci�do es en la ciudad; la oraci�n del Justo Juez, la de San Gregorio y otras muchas va diciendo por las casas con voz sonora y lastimera; secretos sabe para toda clase de dolo�res y trances mortales; un muchachuelo le conduce: la ma�licia y la inteligencia brillan en los ojos del mozuelo[4]. En las tiendecillas se ven las caras finas de los jud�os. Pasan por las callejas los frailes con sus estame�as blancas o par�das. La campana de la catedral lanza sus largas campa�nadas. All�, en la orilla del r�o, unas mujeres lavan y carmenan la lana.

(Se ha descubierto un nuevo mundo; sus tierras son in�mensas: hay en �l bosques formidables, r�os anchurosos, monta�as de oro, hombres extra�os, desnudos y adorna�dos con plumas. Se multiplican en las ciudades de Euro�pa las imprentas; corren y se difunden millares de libros. La antig�edad cl�sica ha renacido; Plat�n y Virgilio han vuelto al mundo. Florece el tronco de la vieja humanidad.)

En la plaza de la ciudad se levanta un caser�n de piedra; cuatro grandes balcones se abren en la fachada. Sobre la puerta resalta un recio blas�n. En el primer balc�n de la izquierda se ve sentado en un sill�n un hombre; su cara est� p�lida, exang�e, y remata en una barbita afilada y gris. Los ojos de este caballero est�n velados por una pro�funda tristeza[5]; el codo lo tiene el caballero puesto en el brazo del sill�n y su cabeza descansa en la palma de la mano...

 

 

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Le sucede algo al catalejo con que est�bamos observan�do la ciudad y la campi�a. No se divisa nada; indudable�mente se ha empa�ado el cristal. Limpi�mosle. Ya est� claro; tornemos a mirar. Los bosques que rodeaban la ciudad han desaparecido. All�, por aquellas lomas redon�das que se recortan en el cielo azul, en los confines del horizonte, ha aparecido una manchita negra; se remueve, avanza, levanta una nubecilla de polvo. Un coche enor�me, pesado, ruidoso, es; todos los d�as, a esta hora, surge en aquellas colinas, desciende por las suaves laderas, cruza la vega y entra en la ciudad. Donde hab�a un tupido boscaje, aqu� en la llana vega[6], hay ahora trigales de rega�d�o, huertos, herre�ales, cuadros y emparrados de horta�lizas; en las caceras, azarbes y landronas[7] que cruzan la llanada, brilla el agua que se reparte por toda la vega desde las represas del r�o. El r�o sigue su curso manso como an�ta�o. Ha desaparecido el obraje de pa�os que hab�a en sus orillas; quedan las ace�as que van moliendo las ma�quilas como en los d�as pasados. En la cuesta que ascien�de hasta la ciudad, no restan m�s que una o dos tener�as; la mayor parte del a�o est�n cerradas. No encontramos ni rastro de aquella casilla medio derrumbada en que viv�a una vieja que todas las ma�anas sal�a a por vino con un jarrico y que iba de casa en casa llevando chucher�as para vender.

En la ciudad no cantan los perailes. De los oficios viejos del cuero y de lana, casi todos han desaparecido; es que ya por la ancha y parda vereda que cruza la vega no se ve la muchedumbre de ganados que anta�o, al declinar el oto�o, pasaban a Extremadura 17. No quedan m�s que algunos boteros en sus zaguanes l�bregos; en las callejas altas, alg�n viejo telar va marchando todav�a con su son r�tmico. La ciudad est� silenciosa; de tarde en tarde pasa un viejo rezador que salmodia la oraci�n del Justo Juez. Los caserones est�n cerrados. Sobre las tapias de un jard�n surgen las cimas agudas, r�gidas, de dos cipre�ses. Las campanas de la catedral lanzan -como hace tres siglos- sus campanadas lentas, solemnes, clamorosas[8].

(Una tremenda revoluci�n ha llenado de espanto al mundo; millares de hombres han sido guillotinados; han subido al cadalso un rey y una reina. Los ciudadanos se re�nen en Parlamentos. Han sido votados y promulgados unos c�digos en que se proclama que todos los humanos son libres e iguales. Vuelan por todo el planeta muche�dumbre de libros, folletos y peri�dicos.)

En el primero de los balcones de la izquierda, en la casa que hay en la plaza, se divisa un hombre. Viste una casaca sencillamente bordada. Su cara es redonda y est� afeitada pulcramente. El caballero se halla sentado en un sill�n; tiene el codo puesto en uno de los brazos del asien�to y su cabeza reposa en la palma de la mano. Los ojos del caballero est�n velados por una profunda, indefinible tristeza...

 

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      Otra vez se ha empa�ado el cristal de nuestro catalejo; nada se ve. Limpi�moslo. Ya est�; enfoqu�moslo de nuevo hacia la ciudad y el campo. All� en los confines del horizonte, aquellas lomas que destacan sobre el cielo di�fa�no, han sido como cortadas con un cuchillo. Los rasga una honda y recta hendidura; por esa hendidura, sobre el suelo, se ven dos largas y brillantes barras de hierro que cruzan una junto a otra, paralelas, toda la campi�a. De pronto aparece en el costado de las lomas una manchita negra: se mueve, adelanta r�pidamente, va dejando en el cielo un largo manch�n de humo. Ya avanza por la vega. Ahora vemos un extra�o carro de hierro con una chime�nea que arroja una espesa humareda, y detr�s de �l una hilera de cajones negros con ventanitas; por las ventani�tas se divisan muchas caras de hombres y mujeres. Todas las ma�anas surge en la lejan�a este negro carro con sus negros cajones, despide penachos de humo, lanza agudos silbidos, corre vertiginosamente y se mete en uno de los arrabales de la ciudad.

El r�o se desliza manso, con sus aguas rojizas; junto a �l -donde anta�o estaban los molinos y el obraje de pa�os- se levantan dos grandes edificios; tienen una ele�vad�sima y sutil chimenea; continuamente est�n llenando de humo denso el cielo de la vega. Muchas de las callejas del pueblo han sido ensanchadas; muchas de aquellas ca�llejitas que serpenteaban en entrantes y salientes -con sus tiendecillas- son ahora amplias y rectas calles donde el sol calcina las viviendas en verano y el vendaval fr�o le�vanta cegadoras tolvaneras en invierno. En las afueras del pueblo, cerca de la Puerta Vieja, se ve un edificio redondo, con extensas grader�as llenas de asientos, y un c�rculo rodeado de un vallar de madera en medio. A la otra parte de la ciudad se divisa otra enorme edificaci�n, con innumerables ventanitas: por la ma�ana, a mediod�a, por la noche parten de ese edificio agudos, largos, ondulantes sones de cornetas[9]. Centenares de lucecitas iluminan la ciudad durante la noche: se encienden y se apagan ellas solas.

(Todo el planeta est� cubierto de una red de v�as f�rreas; caminan veloces por ellas los trenes; otros veh�culos -tam�bi�n movidos por s� mismos- corren vertiginosos por campos, ciudades y monta�as. De naci�n a naci�n se puede transmitir la voz humana. Por los aires, et�reamen�te, de continente a continente, van los pensamientos del hombre. En extra�os aparatos se remonta el hombre por los cielos; a los senos de los mares desciende en unas raras naves y por all� marcha; de las procelas marinas, antes es�pantables, se r�e ahora subido en gigantescos barcos. Los obreros de todo el mundo se tienden las manos por encima de las fronteras.)

En el primer balc�n de la izquierda, all� en la casa de piedra que est� en la plaza, hay un hombre sentado. Pa�rece abstra�do en una profunda meditaci�n. Tiene un fino bigote de puntas levantadas. Est� el caballero, sentado, con el codo puesto en uno de los brazos del sill�n y la cara apoyada en la mano. Una honda tristeza empa�a sus ojos...

 

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�Eternidad, insondable eternidad del dolor! Progresar� maravillosamente la especie humana; se realizar�n las m�s fecundas transformaciones. Junto a un balc�n, en una ciudad, en una casa, siempre habr� un hombre con la ca�beza, meditadora y triste, reclinada en la mano. No le po�dr�n quitar el dolorido sentir[10].

 

 


 

[1]Estos versos, de la �gloga I de Garcilaso, se convierten para Azo�r�n, ya a partir del �Ep�logo� de Las confesiones de un peque�o fil�sofo (1904) en uno de los leitmotiv de su actitud melanc�lica y esc�ptica ante la vida. Ocupan un lugar destacado en este cap�tulo de Castilla dos temas m�s que, juntos con el �dolorido sentir�, constituyen el meollo de la �peque�a filosof�a� de Azor�n: la idea nietzscheana de la Vuelta Eterna de las experiencias, que Azor�n entiende m�s bien como un ritornello; y la postura meditativa, �la mano en mejilla� de Juan Ruiz, ante lo aparentemente dram�tico. �Juan Ruiz, jovial -escribe-, es el primer poeta -creo que es el primero- que pone mano en mejilla; ade�m�n de meditaci�n y tristeza. Este aparente gozador debi� de sufrir mucho en silencio... Despu�s de enamoricar, golosinar, beborrotear, venimos a parar a esto: un poeta, en su prisi�n, medita con la mejilla puesta en la mano, y despu�s escribe un canto magn�fico a la Virgen Mar�a� (El Pasado, Madrid, 1955, p�gs. 14-15).

[2] Azor�n evoca una escena del auto primero de La Celestina.

[3] Novela de Jer�nimo de Alcal�.

[4] Lazarillo de Tormes dice lo siguiente del ciego que serv�a: �En su oficio era un �guila: ciento y tantas oraciones sab�a de coro; un tono bajo, reposado y muy sonable, que hac�a resonar la iglesia donde reza�ba; un rostro humilde y devoto, que con muy buen continente pon�a cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos como otros suelen hacer. Allende desto, ten�a otras y mil maneras para sacar el di�nero. Dec�a saber oraciones para muchos y diversos efectos: para muje�res que no par�an, para las que estaban de parto, para las que eran mal�casadas, que sus maridos las quisiesen bien� (edici�n de Alberto Blecua, Madrid, Castalia, 1972, p�g. 97).

Los ciegos, al pedir limosna, sol�an rezar oraciones; tambi�n las ven�d�an encopladas en pliegos. Julio Caro Baroja comenta sobre el ciego como rezador de oraciones (incluso, la de Justo Juez) durante los si�glos XVI y XVII  en Ensayo sobre la literatura de cordel (Madrid, Revista de Occidente, 1969), p�gs. 44-45, 46, 50, 58), y sobre el hecho de que la tradici�n ha persistido hasta este siglo a trav�s de pliegos publicados, sobre todo en el campo. El repertorio de historias piadosas y de oracio�nes era variado. Cita Caro Baroja como muestra de la �Recopilaci�n en metro� del Bachiller Diego S�nchez Badajoz (Sevilla, 1554):

 

�Ayuda, fieles hermanos,

al ciego lleno de males:

los salmos penitenciales

si mand�is rezar, cristianos,

Dios os guarde pies y manos,

vuestra vista conservada;

la oraci�n de la emparedada

y los versos gregorianos,

las Angustias, la Pasi�n,

las almas del Purgatorio,

la oraci�n de San Gregorio,

la Santa Resurrecci�n;

la muy devota oraci�n,

.......................................

 

[5] Azor�n da a este caballero la misma fisonom�a -tomada del cua�dro del Greco �El caballero de la mano al pecho� -que tiene el hidalgo de �Lo fatal�, contrafigura del que aparece en el Tratado III de Lazari�llo de Tormes.

[6] �La llana vega� es un ep�teto antepuesto de sugesti�n redundante; un giro t�picamente azoriniano.

[7] Cacera: canal por donde se conduce el agua para regar; azarbe: cauce adonde van a parar por las azarbetas los sobrantes o filtraciones de los riegos; landronas: portillo que se hace en las acequias o presas de los molinos o ace�as, para robar el agua por aquel conducto.

[8] Las campanadas de las iglesias son un motivo constante en las descripciones azorinianas de ciudades y pueblos.

[9] El edificio ser�a el castillo de San Servando, fortaleza militar reconstruida como academia militar.

[10] Este p�rrafo no aparec�a en la versi�n de La Vanguardia; fue a�adido en la primera edici�n de Castilla.

 

 

 

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