Alimentos
transgénicos, plantas manipuladas genéticamente, agricultura
biotecnológica, y otros términos similares forman parte del
lenguaje cotidiano de las noticias en prensa, radio y TV.
NIEVES GARCÍA-TEJEDOR
A menudo, escuchamos
las controversias socio-políticas y ecológicas suscitadas por
estos productos vegetales manipulados genéticamente. Incluso en
las revistas de divulgación, que podemos adquirir en nuestro
kiosko habitual, se nos habla de peligros de los alimentos
transgénicos, de posturas encontradas entre asociaciones
prodefensa de la naturaleza y los gobiernos ¿Cómo juzgar estos
problemas? Para poder opinar debemos saber realmente de qué
estamos hablando.
Para empezar, hay que saber qué es exactamente un transgénico:
plantas transgénicas son todas aquellas que tienen, además de
los genes propios de su especie, otros genes introducidos de
manera artificial, mediante las modernas técnicas de ingeniería
genética. La primera planta transgénica de la que tenemos
conocimiento se produjo por una hibridación entre dos especies
hortícolas distintas, el rábano y la col. Esta hibridación
forzada (producida en la escuela rusa del citogenetista Lysenko,
en los años 30 del siglo XX) fue un enorme fracaso desde el
punto de vista comercial: la planta híbrida era estéril, tenía
las raíces de la col, y las hojas del rábano.
A lo largo dela
Historia, la agricultura ha adelantado mucho más que la
ganadería debido a que las plantas son mucho más flexibles y
tolerantes a variaciones genéticas que los animales. El hombre
ha usado la flexibilidad de la reproducción vegetal para
seleccionar variedades de plantas más rentables para la
agricultura, mucho antes de conocerse lo que era un gen, o de
introducirse la moderna biotecnología.
A principios del siglo
XX, al difundirse las leyes de la herencia de Mendel, se
comienza a cruzar distintas variedades para obtener híbridos de
mayor calidad. Cuando Shull demostró en 1908, que cruzando
artificialmente dos variedades muy consanguíneas (como es el
caso del maíz) obtenía plantas superiores a sus progenitoras,
acababa de sentar la base científica de la agricultura híbrida.
El maíz híbrido es un ejemplo de cómo la aplicación de la
genética contribuyó al desarrollo de la sociedad americana en
los años 40-50.
La mayoría de los
frutos actuales de interés comercial (caña de azúcar, patatas,
trigo, manzanas, plátanos, tomates...) se producen como híbridos
entre variedades mantenidas como consanguíneas separadamente.
La duplicación de los cromosomas de una especie vegetal mediante
radiaciones o métodos químicos ha sido una práctica común de la
agricultura en todo el siglo XX. Las especies comerciales de
plantas de jardín, verduras, y árboles frutales, deben el mayor
tamaño de flores y frutos a la inducción de una poliploidía
artificial en la especie natural. En la década de los 70 surgen
las técnicas moleculares que posibilitan el corte del ADN en
fragmentos discretos; en los 80, se consolida definitivamente la
biotecnología. Con el uso de estas técnicas, las primeras
variedades de plantas transgénicas irrumpen en el mercado en
1990.
La obtención y
explotación de maíz transgénico resistente a las plagas fue el
primer caso de comercialización de una planta transgénica, que
facilitó enormemente su producción en USA, sobre todo. Se
consiguió que los parásitos que se alimentan de la planta
genéticamente modificada mueran. Así nació el maíz transgénico
resistente a las plagas. Además del efecto devastador que sobre
la mazorca ejercía el gusano parásito llamado taladro, había un
efecto tóxico añadido: las mazorcas afectadas por el taladro son
un caldo de cultivo excepcional para el desarrollo de los hongos
tipo Fusarium, que producen micotoxinas, productos
cancerígenos altamente tóxicos para el hombre. El maíz que tiene
sus mazorcas protegidas genéticamente con el ‘transgén’ elimina
también este riesgo.
Otro
cultivo, el del algodón, se ve también afectado por diferentes
tipos de orugas. Una de ellas es la variedad conocida como
gusano rosado. Multinacionales norteamericanas desarrollaron
también un algodón transgénico resistente a estas orugas. El
modo de desarrollo de la resistencia es similar al del maíz.
La investigación
transgénica aplicada a cultivos está trabajando en diversas
direcciones y en otros campos de aplicación: resistencia a
factores adversos del suelo y del clima, tolerancia a
herbicidas, mejoras para la recolección y retrasos en la
maduración, plantas como descontaminadores medio-ambientales...
Pero pese a lo
prometedores y esperanzadores que parecen tales tratamientos, ya
se empiezan a vislumbrar algunos peligros derivados de los
mismos, por ejemplo: la resistencia a los herbicidas puede
también ser adquirida por las propias malas hierbas, con lo que
la Naturaleza seleccionaría hierbas resistentes; la eliminación
de plagas por envenenamiento de los insectos puede producir
consecuencias desfavorables en dos sentidos: por una parte,
algunos insectos no dañinos también se ven afectados (es el caso
de la mariposa Monarca, en peligro de extinción), por
otro lado, el equilibrio ecológico se puede ver resentido por la
eliminación total de las plagas, rompiéndose así el equilibrio
ecológico; el enriquecimiento en almidones de la patata,
remolacha, zanahoria u otros tubérculos en principio hace que
estos aumenten su poder nutritivo y energético, pero su excesiva
riqueza en almidones puede ser desfavorable para el sistema
digestivo humano, no adaptado a los nuevos balances en hidratos
de carbono. También se introducen genes de resistencia a
antibióticos junto con los ‘transgenes’(para distinguir aquellas
semillas que han sido transformadas adecuadamente) de modo que
las semillas transgénicas son también resistentes a antibióticos
y entonces, el consumo de estas plantas podría disparar las
resistencias a tratamientos antibióticos en el hombre.
¿Y los alimentos? La respuesta no es del todo sencilla. El
problema real es la falta de información, tanto en la opinión
pública como entre muchos investigadores, por la falta de datos
de las compañías biotecnológicas. Cada vez que comemos una parte
de un animal o planta, estamos ingiriendo millones de genes, y
por tanto, el ADN de que están compuestos. Sin embargo, no
tienen efectos sobre nosotros, bien porque se descomponen
durante el proceso de digestión, o bien, como en el caso de las
semillas, porque son excretadas sin sufrir ningún cambio.
Llevamos consumiendo genes desde el principio de nuestro proceso
evolutivo y no hay pruebas de que puedan entrar en las células
humanas desde los alimentos que ingerimos. Tampoco hay indicios
de problemas en el caso de los genes de los alimentos
genéticamente modificados. En ellos, aunque se han introducido
genes ajenos a las plantas o animales originales, los procesos
de digestión que sufrirán son exactamente idénticos a los que
sufren la carne de caza o el tomate de huerta sin modificar. Y
no influye en absoluto que se coman crudos o elaborados.
El gran
problema es la desinformación. Las compañías biotecnológicas
deberían publicar sus resultados en revistas de reconocido
prestigio; así, la opinión de la comunidad científica y de
la sociedad en general podría ser más favorable, y podrían
evitarse controversias innecesarias.
Mientras, el avance de
cultivos transgénicos con resistencia a plagas es tal, que el
60% del algodón, y el 40% del maíz que se cultiva en USA es del
tipo modificado genéticamente. En Europa las divisiones
políticas en la Unión Europea impide que no se terminen de ver
las ventajas de los cultivos transgénicos. Hay temor a unas
consecuencias a largo plazo. El objetivo de la Comisión Europea
es encontrar un justo equilibrio entre la seguridad del
consumidor y el aprovechamiento de las ventajas derivadas de la
moderna tecnología. Es a los científicos, como verdaderos
expertos, a quienes hay que asignar la responsabilidad de
evaluar las consecuencias de un alimento transgénico antes de
lanzarlo al mercado. Y también son ellos los que han de mirar el
impacto medioambiental que la biotecnología puede ocasionar,
antes de que todas nuestras cosechas pasen a ser un monocultivo
transgénico. Pero no sólo ellos, sino todos (debidamente
formados e informados) tenemos la responsabilidad de
preservar la salud humana y el legado ecológico para las futuras
generaciones.
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