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“La existencia como corporeidad y carnalidad

en la filosofía de Merleau–Ponty”

Mª del Carmen López Sáenz,

UNED

 

 

Artículo del libro 

El cuerpo, perspectivas filosóficas.

Jacinto Rivera de Rosales y Mª del Carmen López Sáenz. UNED, Madrid, 2002.

(Fragmento)  

            Merleau–Ponty desea practicar una filosofía que piense simultáneamente la exterioridad y la interioridad. La encuentra en la fenomenología y, desde ella, critica el subjetivismo y el objetivismo, supera el realismo de la forma, e insiste en que el tema prioritario de la filosofía es la existencia encarnada comprendida unitariamente.

            Es por eso que Merleau–Ponty concebirá el cuerpo como unidad estructural o dialéctica sujeto–objeto; entenderá la percepción como apertura al mundo que somos (étre–au–monde) y así superará el dualismo conciencia–naturaleza. Finalmente veremos cómo su intraontología aspira a pensar el ser desde dentro, como fundamento de la relación conciencia–mundo. Esa nueva ontología no sólo dignificará y enriquecerá lo corporal, sino que además hará estallar las dicotomías reduccionistas y el gnoseologismo característico de las filosofías de la conciencia.

 

El esquema corporal como unidad dinámica del étre–au–monde

 

               Merleau–Ponty publica La estructura del comportamiento en 1942 y La fenomenología de la percepción en 1945; ambas analizan el comportamiento y describen la percepción como el acto común de todas nuestras funciones motrices, afectivas y sensoriales.

            En la primera obra Merleau–Ponty se concentra en la relación entre el cuerpo y la conciencia, definiéndola como una dialéctica inacabada que se va constituyendo continuamente. Identifica el comportamiento con la existencia y considera que, para otorgarles estatuto filosófico, es preciso abandonar el pensamiento causal y mecánico que los había cosificado.

            Con objeto de superar ese objetivismo, Merleau–Ponty se interesará por el comportamiento en tanto unidad que escapa a las distinciones clásicas entre lo psíquico (el orden del para–sí) y lo fisiológico (el orden del en–sí). Definirá el comportamiento como un no–objeto, es decir, como algo no localizable en el sistema nervioso central, sino entre el individuo y el mundo, como un flujo de acción que proyecta lo viviente a su alrededor incorporando los estímulos a las respuestas.

            Las nociones de “causa” y “efecto” resultan dialectizadas, por entender que las propiedades del objeto se mezclan con las del sujeto dando lugar a una totalidad con un nuevo sentido. Para analizar el comportamiento no sirve, pues, descomponerlo, ya que lo físico y lo psicológico tan sólo son diferentes grados de integración que deben complementarse si se quiere estudiar su estructura unitaria. Ese estudio no es acometido ni por el atomismo ni por el asociacionismo.

            Comprender así, holísticamente, el comportamiento normal implica concebir la enfermedad como una significación distinta, como desintegración sistemática de la función. Lejos de abordarla como causa de la ruptura instrumental con el cuerpo material, Merleau–Ponty la entenderá como una expresión más del cuerpo en tanto medium material–espiritual.

            Sólo en una cultura que da por descontado el cuerpo y evita pensarlo, se explica la tendencia a objetivarlo cuando enfermamos tomando, sólo entonces, conciencia de él.

            Esta cultura que satisface artificialmente las necesidades humanas a costa de colonizar hasta la naturaleza, también ha instrumentalizado el cuerpo desentendiéndose de su significado.

            Merleau–Ponty reacciona contra esa cosificación de modo tan radical que comprende el cerebro como una entidad funcional y la función como una realidad propia, no como simple consecuencia de la existencia de órganos. Esto explica que una lesión en la corteza cerebral no sólo afecte a determinadas actividades, sino que altere la configuración global.

            Lejos de clasificar los comportamientos en elementales y complejos, como hacía Pavlov, los entiende como formas que representan diversos grados de integración (materia, vida y espíritu) y que no implican la jerarquización, puesto que no son reestructuraciones de los niveles precedentes.

            La naturaleza humana incorpora las distintas formas de la materia en formas más elevadas de vida y conciencia vital, de modo que lo psíquico y lo somático no son dos órdenes de hechos separados y opuestos sustancialmente, sino diferentes niveles de integración, modos de relaciones funcionalmente diferenciadas, pero correlativas de la percepción; a decir verdad, ambos no son constituyentes del organismo, sino expresiones de la totalidad orgánica.

            No hay reduccionismo sino dialéctica entre los órdenes de la materia, la vida y el espíritu. Si el orden físico está sometido al equilibrio de fuerzas del entorno y el orden vital o el organismo del animal está regido por el a priori de la especie en sus necesidades e instintos, la dimensión propiamente humana, gracias al trabajo, inaugura una tercera dialéctica que proyecta ente el medio y el organismo objetos de uso y objetos culturales que, a su vez, transforman el entorno en una naturaleza humanizada. Con su trabajo, el hombre da sentido a lo que hace y a descubriendo el sentido de lo que le rodea. Pero el trabajo no es una creación ex nihilo, sino que necesita de la naturaleza; así es la dialéctica humana del recibir y el dar, de la sorpresa y la creatividad, de la contemplación y la transformación, pues “eso que define al hombre no es la capacidad de crear una segunda naturaleza –económica, social, cultural– más allá de la naturaleza biológica, sino, sobre todo, la capacidad de superar las estructuras existentes para crear otra”[1].


 

[1] Merleau–Ponty, M., Le structure du comportement. París, PUF, 1942, p. 189.

 

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Edición del sitio web:

© Mercedes Laguna González

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