...no haber visto jamás a Dulcinea, al modo mismo que su amo decía no haberla visto sino estar enamorado de ella de oídas. De oídas estamos enamorados de la Gloria los que lo estamos, sin que jamás la hayamos visto ni oído. Pero por dentro anda Aldonza, vista y bien vista, aunque sólo sea cuatro veces en doce años. Y al cabo el malicioso Sancho consiguió que el cándido de su amo se saliese del Toboso a esperar emboscado en alguna floresta a que diese el socarrón con Dulcinea.
CAPITULO X
[Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar
a la señora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridículos como
verdaderos]
Y aquí fue el soliloquio de Sancho al pie de un árbol, y el declararse que su amo era un loco de atar y él no lee quedaba en zaga, siendo más mentecato que aquél, pues le seguía y servía, y aquí fue el decidir engañarle haciéndole creer «que una labradora, la primera que me topare por aquí -pensó- es la señora Dulcinea; y cuando él no lo crea lo juraré yo». Y ya tenemos con esto al fiel Sancho decidido a jugársela a su amo y a venir a ser así uno más entre sus burladores, ¡caso de triste meditación! Y hemos de considerar también en él como teniendo Sancho a su amo por loco de atar y capaz de ser por él engañado, y que tomaba unas cosas por otras y juzgaba lo blanco por negro y lo negro por blanco, con todo y con esto se dejaba engañar o más bien arrastrar a la fe en Don Quijote y sin creerle creía en él, y viendo que eran molinos de viento los gigantes y manadas de carneros los ejércitos de enemigos, creía en la ínsula tantas veces prometida.
¡Oh poder maravilloso de la feo, retuso a todo empuje de desengaños! ¡Oh misterios de la fe sanchopancesca que sin creer cree y viviendo y entendiendo y declarando que es negro, hace al que la acaudala sentir y obrar y esperar como si fuese blanco! De todo ellos hemos de concluir que Sancho vivía, sentía, obraba y esperaba bajo el encanto de un poder extraño que le dirigía y llevaba contra lo que veía y entendía, y que su vida toda fue una lenta entrega de sí mismo a ese poder de la fe quijotesca y quijotizante. Y así cuando él creyó engañar a su amo resultó el engañado él y fue el instrumento para encantar real y verdaderamente a Dulcinea (p. 105).
La fe de Sancho en Don Quijote no fue una fe muerta, es decir, engañosa, de esas que descansan en ignorancia; no fue una fe de carbonero, ni menos fe de barbero, descansadora en ocho reales. Era, por el contrario, fe verdadera y viva, fe que se alimenta de dudas. Porque sólo los que dudan creen de verdad, y los que no dudan, ni sienten tentaciones contra su fe, no creen de verdad. La verdadera fe se mantiene de la duda; de dudas, que son su pábulo, se nutre y se conquista, instante a instante, lo mismo que la verdadera vida se mantiene de la muerte y se renueva segundo a segundo, siendo una creacida continua. Una vida sin muerte alguna en ella, sin deshacimiento en su hacimiento incesante, no sería más que perpetua muerte, reposo de piedra. Los que no mueren no viven, no viven los que no mueren a cada instante para resucitar al punto, y los que no dudan, no creen. La fe se mantiene resolviendo dudasy volviendo a resolver las que de la resolución de las anteriores hubieren surgido.
Sancho veía las locuras de su amo y que los molinos eran molinos y no gigantes, y sabía bien que la zafia labradora a la que iba a encontrar a la salida del Toboso no era, no ya Dulcinea del Toboso, mas ni aun Aldonza Lorenzo, y con todo ello creía a su amo y tenía fe en é1 y creía en Dulcinea del Toboso y hasta en su encantamiento acabó por creer, como veremos. Esta la tuya es fe, Sancho, y no la de ésos que dicen creer un dogma sin entender, ni aun a la letra, siquiera su sentido inmediato, y tal vez sin conocerlo; ésta es fe y no la del carbonero, que afirma ser verdad lo que dice un libro que no ha leído porque no sabe leer ni tampoco sabe lo que el libro dice. Tú, Sancho, entendías muy bien a tu amo, pues todo lo que te decía eran dichos muy claros y muy entendederos, y veías, sin embargo, que tus ojos te mostraban otra cosa y sospechabas que tu amo desvariaba por loco y dudabas de lo que veías, y a pesar de ello le creías pues que ibas tras de sus pasos. Y mientras tu cabeza te decía que no, decíate tu corazón que sí, y tu voluntad te llevaba en contra de tu entendimiento y a favor de tu fe.
En mantener esa lucha entre el corazón y la cabeza, entre el sentimiento y la inteligencia, y en que aquél diga" ¡sí! mientras ésta dice ¡no! cuando la otra ¡sí!; en estoy no en ponerlos de acuerdo consiste la fe fecunda y salvadora; para los Sanchos, por lo menos. Y aun para los Quijotes, porque veremos dudar a Don Quijote mismo. Y no nos quepa duda de que con los ojos de la carne Don Quijote vio los molinos como tales molinos y las ventas como ventas y de que allá, en su fuero interno, reconocía la realidad del mundo aparencial -aunque una realidad aparencial también- en que ponía el mundo sustancial de su fe. Y buena prueba de ello es aquel maravilloso diálogo que sostuvo con Sancho cuando éste volvió a Sierra Morena a darle cuenta de su visita a Dulcinea. El loco suele ser un comediante profundo, que toma en serio la comedia, pero que no se engaña, y mientras hace en serio el papel de Dios o de rey o de bestia, sabe bien que ni es Dios, ni rey, ni bestia. [¿Y no es loco todo el que toma en serio el mundo? ¿Y no deberíamos ser locos todos?
Y ahora llegamos al momento tristísimo de la carrera de Don Quijote: a la derrota de Alonso Quijano el Bueno dentro de él.
Aconteció, pues, que al volverse Sancho a su amo salían del Toboso tres labradores sobre tres pollinos o pollinas, y se las presentó a Don Quijote como Dulcinea y dos doncellas, diciendo que venía a verle. «¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? - dijo Don Quijote...- Mira, no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas». «¿Qué sacaría yo de engañar a vuestra merced?» -respondió Sancho-. Salieron al camino, no columbró en él Don Quijote sino a las tres labradoras, porfió Sancho que eran Dulcinea y sus doncellas, atúvose a sus sentidos, contra su costumbre, el amo, y trocáronse los papeles, siquiera en apariencia.
«Y allí fue el hacer Sancho su comedia teniendo del cabestro al jumento de unas de las tres labradoras, hincándose de rodillas y enderezándoles aquel saludo que nos ha conservado Cervantes. Y tras de sí arrastro a Don Quijote que se puso también de hinojos y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora, sin descubrir en ella "sino una moza aldeana y no de muy buen rostro porque era cariredonda y chata". Ve aquí, caballero mío, que tu Sancho, la humanidad que te acompaña, te presenta a la gloria por la que tanto ansiaste, y no ves en ella sino una moza aldeana y no de muy buen rostro. Así suele suceder. Y Dulcinea tomó aquello por burla y les soltó un "apártense nora en tal del camino, y déjennos pasar, que vamos deprisa", que es como la gloria anda. Y el pobre Don Quijote, convencido de que el maligno encantador que le perseguía le había puesto nubes y cataratas en los ojos, saludó melancólicamente a su dama que le respondió: "toma que mi agüelo, amiguita soy yo de oír resquebrajos". Y picando a su borrica (cananea) dio ésta con ella en tierra con sus corcovos. Y cuando Don Quijote acudió a levantarla, cosa que evitó ella subiéndose de un salto sobre la borrica, le dio un olor de ajos ácidos que le encalabritó y atosigó el alma. Y cuando el caballero se lamentaba de su vista. [Don Quijote se puso de hinojos y «miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora», sin descubrir en ella «sino una moza aldeana y de no buen rostro, porque era carirredonda y chata». Ve aquí, Caballero, que tu Sancho, la humanidad que te acompaña y guía, te presenta a la Gloria, por la que tanto suspiraste, y no ves en ella sino una moza aldeana y no de muy buen rostro.
Pero es aún más triste el paso, pues si Don Quijote no veía a Dulcinea, tampoco el pobre Alonso Quijano el Bueno veía a su Aldonza.] Doce años de solitario sufrir, doce años de no haber podido vencer su encojimiento soberano, doce años de esperar lo imposible y por imposible con más ahínco esperado, a que ella, Addonza, su Aldonza, por un inaudito milagro se percatara del amor de su Alonso y se fuera a él; doce años de soñar en el imposible procurando acallar con la lectura de los libros de caballerías el todopoderoso amor, y ahora en que, gracias a Dios, ya loco, rota la vergüenza, se cumple lo imposible y va a recibir el premio de su locura, ahora... ¡ahora esto! ¡Qué santa, qué dulce, qué redentora suele ser la locura! Loco Alonso Qu jano, por merced del Señor que se compadece de los buenos, rompió aquella tremenda costra de la timidez del hidalgo lugareño, y se atrevió a escribir a su Aldonza, aunque fuese bajo la advocación de Dulcinea, y ahora, en premio, Addonza misma viene desde el Toboso a verle. Se cumplió lo imposible, merced a su locura. ¡Al cabo de doce años!
¡Oh momento supremo tanto tiempo suspirado! «¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo?» ¡Ahora, ahora va a redimirse se locura, ahora va a lavársela en el torrente de las lágrimas de la dicha; ahora va a cobrar el premio de su esperanza en lo imposible! ¡Oh, y cuántas tinieblas de locura se disiparían bajo una mirada de amor!
«No quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas.» Pensemos en esto de alegrársele las tristezas a Don Qu jote; las tristezas de doce años, las tristezas de su locura. Pues qué, ¿creéis que Alonso el Bueno no se daba cuenta de que estaba loco, y no aceptaba su locura como único remedio de su amor, como regalo de la piedad divina? Al saber que su locura daba fruto, alborotóse el corazón del hidalgo y mandó a Sancho, en albricias de aquellas no esperadas nuevas, el mejor despojo de la primera aventura que tuviese, y «si esto no te contenta, te mando -le do- las crías que este año me dieron las tres yeguas mías, que tú sabes que quedaban para parir en el prado conc jil de nuestro pueblo». Primero le ofrece Don Qu jote del caudal del caballero andante, despojo de aventura, en albricias de anunciarle la venida de Dulcinea, mas luego asoma Alonso Qujano, y con el corazón anegado en gozo porque viene a verle Aldonza, ofrece el hidalgo de su caudal, no ya despojo de aventura, sino crías de yeguas. ¿No veis aquí cómo el amor saca a flor de la locura quijotesca la locura de Quijano?
[Ya te dan fruto tus locuras, buen Caballero, pues merced a ellas sale a verte Aldonza, sacando del exceso de tu desvarío cuán grande debe ser tu amor.] Y vino en seguida el tremendo golpe, el golpe que hundió en su locura al pobre Alonso el Bueno, hasta su muerte. Ahora, ahora es cuando se remacha la suerte de Alonso. Esperaba a Aldonza y lo vehemente de la esperanza no le dejaba dudar, y puesto de hinojos, como m jor decía a aquel callado culto de doce años, «miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora, y como no descubrían en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios». ¡Ni la locura te valió, buen Caballero! Cuando al cabo de doce años vas a tocar el precio de ella, la brutal realidad te da en el rostro. ¿No es acaso así con todo amor?
Mas no te pese, mi Don Quijote, y sigue con tu locura solitaria; no te pese de no llegar a comprometerte con la dicha; no te pese de no votarte a la felicidad; no te pese de que no se haya llenado tu anhelo de doce años, en brazos de tu Aldonza.
« Y tú, oh extremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora, ya que el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha mudado y trasformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestigio, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora». ¿No os entran ganas de llorar oyendo este plañidero ruego? ¿No oís cómo suena en sus entrañas, bajo al retórica caballeresca de Don Quiiote, el lamento infinito de Alonso el Bueno, el más desgarrador quejido que haya jamás brotado del corazón del hombre? ¿No oís la voz agorera y eterna del eterno desengaño humano? Por primera vez, por última, por única vez habla Don Quúote de su propio rostro, de aquel rostro de Alonso que se encendía de rubor al pensar en Aldonra... «La humildad con que mi alma te adora...» Humildad de doce años, humildad alimentada en largas noches de soledad y de absurdas esperanzas, humildad nutrida con el más grandioso temor y encojimiento que jamás se viera. Lo inmenso de su amor le había hecho humilde, y jamás osó dir~irla una palabra sólo.
Seguid leyendo la historia de este encuentro, y sacándola por vosotros mismos, lectores míos, el jugo que tenga; a mí me apesadumbra tanto que me priva de imaginación para rehacerla, y voy a pasar a otra cosa. [Leed vosotros la respuesta grosera que la moza dio a Don Quijote, y cómo dio con ella en tierra a corcovos su borrica y cómo Don Quijote acudió a levantarla, cosa que evitó ella subiéndose de un salto sobre la borrica y dándole un olor a ajos crudos que le encalabrinó y atosigó el alma. No puede leerse sin agustia este martirio del pobre Alonso.]