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DIOTIMA de Mantinea. Revista de Lectura y creación. ISSN:  1698 - 2622

   
 
 

 

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ÁNGELUS INESPERADO

         Pedro de Tena

Cada vez que me subo al tren, confirmo que hay dos tipos de pasajeros desde el punto de vista de la afabilidad: el de los que desean entablar una conversación con los compañeros de viaje y el de los que se ensimisman y se niegan a toda relación. Yo me incluyo en el segundo. Desgraciadamente, quien se sienta junto a mi, mirando  con interés por la gran ventanilla herméticamente cerrada, impecablemente vestido con un traje de color perlina y corbata azul translúcido, zapatos de ante marrón oscuro y un anillo invadido por una amatista gigante, se diría que arzobispal, pertenece, probablemente, a la primera. Me ha ocurrido en muchas ocasiones. No es nada inesperado. 

         Llevo veinte años viajando en tren, dos veces por semana. Una, los martes por la mañana, hacia la capital. Otra, de regreso, la noche del jueves. Posiblemente,  he logrado batir todas las marcas de asiduidad y fidelidad de la mejor clientela de esta empresa ferroviaria. Tengo su tarjeta de platino, un estúpido distintivo que proporciona insignificantes privilegios. Dos mil ochenta viajes en las dos últimas décadas, con más de cien mil euros gastados desde 1981 hasta la fecha, deberían haberme convertido en un personaje, qué digo, en un héroe. Pero la Compañía nunca se ha dirigido a mí. No me conoce. ¿Comportamiento inesperado? No en este país.

          En ese tiempo, he experimentado, y a veces padecido, las sucesivas transformaciones del ferrocarril. No conocí las legendarias máquinas de  vapor ni he experimentado aún el sistema de levitación magnética. Pero he sido transportado por  locomotoras diesel, eléctricas y, desde hace diez años, por el artificio  electroinformático que hace volar a los trenes de alta velocidad. Desde aquellos vagones de madera, crujientes, insalubres y atestados hasta estos asépticos y cómodos cubículos prismáticos de aleaciones ligeras, ha tenido lugar una intensa transformación tecnológica. En cuanto a las personas, no percibo ningún cambio esencial: son muchas, son extrañas y son incómodas. Tampoco puede decirse que sea algo inesperado.

 - ¿Le importa que corra un poco la cortina? - me dice él, mi vecino de asiento, con amabilidad lisonjera y expectante. Su mano, dispuesta ya en la posición apropiada,  me anticipa hábilmente que una negativa resultaría decepcionante.

Hago un gesto vago de asentimiento. Él actúa como es de esperar.

 - La luz de la lámpara se refleja en el cristal y no puedo leer con esta vista mía. Vista cansada por los años -, añade sin que yo le pregunte, señalando los objetos de su preocupación. No sé de qué años habla. A pesar de sus canas, debe tener a lo sumo treinta y tantos.

          Nada inesperado. Más de diez mil horas en un tren y nunca me ha ocurrido algo radicalmente inesperado. He sufrido algunos accidentes, muy pocos. Pero un accidente de tren es algo que, siquiera estadísticamente, cabe esperar. He sido testigo de broncas, de partos, de retrasos inexplicables, de bodas, de ataques al corazón e incluso, para decir toda la verdad y aunque parezca increíble, de llegadas a destino antes del horario previsto. Pero no son acontecimientos que pueda considerar inesperados.  Son más o menos probables, pero no inesperados. A mis cuarenta y ocho años, no he sido testigo de un acontecimiento fundamentalmente inesperado que haya tenido lugar en un vagón de tren. Estoy cansado, profundamente cansado. De viajar, de ir y venir, y, sobre todo, de esperar lo que parece inesperable. Me siento agotado. Parsimoniosa y resignadamente, me abandono a la gravitación universal de mis párpados.

El hombre de la ostentosa sortija, asiento 2C, mi compañero de viaje a trece de febrero de 2001, me resulta extravagante. Me ojea cuando cree que no percibo cómo me exploran sus ojos negros y fijos. Ignora que tengo un don. Siento las miradas en mi cuerpo como si tuvieran densidad. También de espaldas. La suya apenas presiona mi piel. Noto que se desliza por mis manos, por mi pecho, por mi cuello, por mi nariz.  Como una borra de algodón.  Es agradable. Es más, siento que me  indaga con cierta ternura. Hay en el fondo de sus pupilas una claridad enigmática y lejana que se acerca cordialmente por momentos.

Deja de leer un libro. Ha consultado el reloj. Quedan casi dos horas de viaje. La velocidad es inapreciable para nosotros pero estamos sentados en las tripas de un gigantesco ciempiés de aluminio, acero y cobalto que se desplaza a trescientos y pico de kilómetros por hora. ¿Cuál será el título? A ver... Ah, sí.  "El Libro de los muertos". ¡Qué sorpresa! Aficionado como soy a la egiptología, es una de las obras que releo de cuando en cuando. Lo compuso la gran Isis para su hermano y esposo Osiris con el fin de que su cuerpo y su alma revivieran. Noble obsesión aquella. Por vez primera en veinte años, desoyendo  a mi natural misantropía, siento deseos de ser yo el que diga algo a alguien.

Me viene a la cabeza un versículo muy querido y me lo declamo a mí mismo: "Honor a ti, oh Osiris, divino padre mío, que conservas tu ser con tus miembros...

- "...No decaíste, no te convertiste en gusano, no menguaste, no fuiste corrupción, ni podredura..", capítulo CLIII -  prosigue mi vecino sonriendo a causa de mi perplejidad -. No se alarme, amigo mío. No soy adivino ni leo el pensamiento. Sencillamente, le he oído. Lo recitaba en voz muy baja, pero suficiente. Es uno de mis capítulos  preferidos. Inesperada coincidencia, ¿no le parece?

- Lo siento - es lo primero que se me ocurre responderle, un tanto azorado, mientras creo estar absolutamente seguro de  no haber abierto la boca en ningún momento -. Reconozco que me ha sorprendido agradablemente saber que viajo junto a uno de los lectores, de los muy escasos lectores, supongo,  de tan extraordinario libro. Me ha sorprendido y, en cierto modo, me ha sobresaltado que, además, haya repetido conmigo unas líneas que creía estar recordando íntimamente. Discúlpeme.

          - Es natural - dice comprensivamente antes de presentarse -. Me llamo Oliverio.

        Paladeo la primera impresión que me produce. Buena, sin duda.  Aguardo a que me diga su apellido. Pues no. No lo hace. Bien. Tampoco le daré el mío.

        - Álvaro -, economizo sin más, secándome con el pañuelo las gotas de sudor que se despeñan por una de mis sienes. Qué sofoco. Me muero de ganas por seguir hablando con él. Quisiera preguntarle a qué se dedica y examinar minuciosamente la amplitud de su conocimiento sobre la integridad del texto egipcio, pero se enfrasca de nuevo en la lectura. Llegan por fin los zumos de naranja y los frutos secos. Vuelvo a cerrar los ojos. Bueno, tendré que anotar este viaje como uno de los más curiosos, ya que no esencialmente inesperado. Merecerá la pena recordarlo. Noto sus ojos otra vez, esos ojos de alquitrán espeso untándose en mis facciones, picoteándolas suavemente como dos gorriones oscuros. ¿Qué están mirando?  

- Perdone, ¿por qué se hizo lector del Libro de los Muertos? - me pregunta sin previo aviso. Debe haber adivinado que no estoy durmiendo. Me incorporo trabajosamente. Le haré sufrir un poco. Simularé que emerjo de un profundo sopor. 

- ¿Me ha dicho algo? Estaba amodorrado -, respondo mientras vigilo su sonrisa,  su incrédula sonrisa. No  repite su pregunta. Calla amable y tercamente. Espera a que conteste.  Está seguro de que le he escuchado. De no ser por este interés tan desusado que ha despertado en mí, no me sometería a tales caprichos.  

- Ah, sí. El libro... Es la mejor herencia de mi tía Úrsula, devota de las cosas de la muerte. Me relataba historias, nunca he sabido si para inquietarme. Era supersticiosa y un tanto macabra. No obstante,  logró despertar en mí una modesta e inofensiva inclinación hacia lo fúnebre. Y como consecuencia muy posterior, una gran veneración por el conocimiento de la antigua civilización egipcia. 

         - Bonito nombre el de Úrsula. ¿De osa, verdad? -, inquirió con interés  rechazando claramente mi insinuación egiptológica. Bien, bien. A pesar de ello,  estoy  complacido, muy complacido. Sabe algo de latín. Otra cosa muerta, dicen. Es la primera vez que trabo una conversación interesante en un coche de tren desde hace... En realidad, no he entablado ninguna. Es la primera en veinte años.  

- Sí, de osa, de ursa, ae. ¿Conoce la leyenda? - no le dejo responder porque no pienso perder la oportunidad de contársela. Se vuelve frontalmente hacia mí. Me hace una señal con la cabeza que hace temblar levemente su pelo gris y desaliñado. Es evidente que quiere oírla -. Santa Úrsula es una santa importante, aunque sus huellas han sido casi borradas por el tiempo -, empiezo.  

         No voy a olvidar nada. Repaso velozmente: la "leyenda dorada" de Jacobo de  Vorágine; la inscripción del romano Clematius ("Divinis flammeis...") en la lápida de Colonia, Alemania; la promesa secreta de virginidad de las princesas, británicas o bretonas o de donde fuesen, Santa Úrsula y diez más  - Saula, Pinnosa, Martha, Pantaria, Calamanda, Raimunda y Dorotea... -, las once mil vírgenes acompañantes que embarcaron con ellas en Inglaterra, o en el país que fuese, dejando tras sí, naturalmente, limitadas esperanzas demográficas, la travesía a Roma, el temporal que impuso la ruta del Rin, la anunciación de su sacrificio por un ángel, la llegada a Colonia, su santa negativa a las infames pretensiones sexuales de los hunos y los pictos y, por fin, su martirio masivo en el "ager ursulanus".  

         Las entrañas urbanas de Córdoba se abaten como una ráfaga hacia el Sur en unos pocos segundos. Este AVE lanzadera sólo para en Madrid.  El día está claro. Alguna nube resiste inútilmente el ataque del sol sobre los naranjos. Este es uno de los mejores viajes de mi vida. Si las sorpresas siguen acumulándose, aceptaré gustoso que algo inesperado está ocurriendo por fin.  

         Respiro hondamente. No resta nada relevante. 

- Falta algo, algo capital -, dice el tal Oliverio, asustándome seriamente. En esta ocasión, estoy totalmente seguro de no haber pronunciado aún una palabra. Iba a comenzar mi perorata en este justo momento. Dice que queda algo. ¿Qué queda? Bueno, no he relacionado que "Vírgenes" fue el nombre que Colón y Magallanes,  en recuerdo de las once mil doncellas masacradas, dieron a las islas y al cabo que encontraron en sus aventuras. Tampoco he referido la intervención milagrosa de aquellas jóvenes puras y de la propia santa, invocadas por el obispo Trespalacios, en la defensa de Puerto Rico frente a  los ingleses.  

- ¿Y...? -, me avisa de otra omisión con un atisbo de sorna. Me obliga a escarbar en mi memoria para hallar lo que desea oír. Lo detecto al momento. ¿Cómo he podido olvidarlo? 

- Y, claro,  está lo de los padrenuestros -, digo victoriosamente. Esta vez voy a esperar a que me ruegue que continúe. Se hace un silencio, crece,  se vuelve pastoso y grave. Sigue mirándome fija y atentamente, como un búho. Aguanta. No cede. Intuye, no sé cómo, que quiero continuar, que no resistiré su callada. En fin... 

- Se creía hasta no hace mucho,  es una leyenda, claro, que si alguien rezaba once mil padrenuestros, uno por cada una de las famosas vírgenes,  sus ánimas benditas le comunicarían la fecha y la hora de su muerte - me detengo un momento, sopeso su repercusión y decido confesar -.  Yo los recé no hace mucho, pero juzgaría recibir esa noticia como algo absoluta e incuestionablemente inesperado. 

         Súbitamente, el cuerpo de Oliverio se vuelca sobre mi, su rostro se aproxima con un giro imprevisto de cabeza quedando su mirada embreada y penetrante a unos pocos centímetros de la mía. El resplandor que rutila en su interior avanza a gran velocidad, crece como un cometa que viene a mi encuentro. 

- Lo sé. Por eso estoy aquí. Te he traído el Libro que siempre quisiste tener en ese último momento. Para que te prepares como deseas -, dice un vecino cada vez más irreconocible e inquietante que me tutea de pronto sin respeto alguno. 

- ¿Qué dice usted?-, le reprocho atemorizado -. ¿Para qué tengo que prepararme? 

- La fecha es hoy. Dentro de veinte minutos. En el túnel que pasa por debajo de Despeñaperros -, sentencia con una seguridad desconsoladora. 

- ¿Quién es usted? ¿Qué se ha creído? ¿Quién le da derecho a hablarme así? -, le increpo con horror mientras me vuelve a sonreir con una dulzura inefable e impropia del momento. 

- Soy Oliverio, prometido de santa Oliva, una de aquellas once mil malaventuradas. Su amor me convirtió al cristianismo. Fui su fiel y casto acompañante en aquel viaje de Úrsula. Desde nuestro martirio en Colonia, soy el ángel encargado por ellas para anunciar la fecha y el día de la muerte a quienes rezan los once mil padrenuestros. Esta es, Álvaro de la Milla y Guillén, la anunciación que deseabas. Este es el inesperado "ángelus" que rogaste -, me anonada sin misericordia. 

         No me puedo mover. Estoy paralizado por la revelación. Miro hacia el paisaje que aparece y desaparece como fantasmas de color tras el cristal. Viajamos hacia la muerte. Hace un temperatura asfixiante. Sudo por todas partes. Fría, copiosamente. La mirada de Oliverio pesa cada vez más, pretende vencer mi resistencia. Se me cierran los ojos. No conseguirá rendirme...Me rebelo. Voy a gritar: "Parad el tren". No lo consigo. No quiero morir. ¡No quiero morir! 

- ¡Parad el tren, no quiero morir! -, impreco despertándome de golpe en mi asiento, empapado hasta la camiseta y forcejeando contra... contra ¡nadie! ¿Y el vecino de asiento? La gente me observa escandalizada y cuchichea. Oliverio no está, no ha estado nunca. Sólo ha sido una pesadilla, un desquiciado ensueño. Escruto rápidamente a mi alrededor. Todo está tranquilo. Vuelvo a sentarme sin disponer de explicación alguna, pero aplacado, quieto. 

Hay un libro cerrado, sobre el asiento 2C. El corazón vuelve a disparárseme dolorosa, violentamente. Tengo las venas a punto de estallar. Le doy la vuelta. Busco el título: "El libro de los muertos". ¡Dios mío! Entramos en un túnel, en el túnel, en ese túnel. Alguien hace sonar la alarma. Chirrían de pronto unos frenos impotentes. Caen maletas, abrigos. La gente grita, llora, se abraza, va y viene dominada por el pánico. Desde la oquedad, veo llegar una urgentísima luz blanca. Entonces elijo una página al azar y leo:  

"No me corromperé...Tendré mi ser, poseeré mi ser; viviré, viviré, germinaré, germinaré, germinaré, caminaré en paz..."

 Sonrío desencajado. Acabo de acordarme de que, según una esotérica tradición cristiana, los cuerpos de quienes mueren los 13 de febrero no pueden corromperse. Seguramente, no he dejado de soñar. Pero ahora no quiero despertarme. Cierro el libro y me encamino definitivamente hacia lo inesperado.  

____Fin__________________________________________

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