REALIDAD
Y FICCIÓN
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DIOTIMA de Mantinea. Revista de Lectura y creación. ISSN: 1698 - 2622
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Máquina de escribir de María Zambrano |
María Zambrano. DIOTIMA DE MANTINEA[1] FRAGMENTOS Texto 6 A) Y ahora, ¿quién deshojará la rosa sobre mí, quién me llorará y, lo que más cuenta, quién alzará la mano despidiéndome y señalando a mi alma el camino a seguir, deshaciendo ese nudo que une aún a las almas de los recién muertos con el aire de la vida? Así lo hice primero con los míos. Y después, cuando venían a buscar en mi mano el poder de cumplir tales acciones que me fueran haciendo poco a poco sentir y saber que el amor ha de hacerse ley, que las leyes verdaderas son momentos del amor. Y ahora, extranjera, a solas con mi Dios que se me ha vuelto desconocido, a nadie veo a mi alrededor que me asegure ser ayudada al momento de arrancarme de esta tierra de la que más que hija he sido, por lo visto, huésped. Un huésped que se ha detenido demasiado. No me había dado cuenta de que nadie ya me retenía, de que se habían acabado desde hacía tiempo las sonrisas del anfitrión, de que el anfitrión había desaparecido y de que yo misma no acudía ya a la mesa a falta de alguien con quien compartir mi comida. Me habían llevado a creer que necesitaban oírme, que les fuera trasvasando ese saber que, como agua, se escapa imperceptible de toda mi persona, según decían; no es una mujer, es una fuente. Y yo... Y ahora recuerdo, la memoria se me va convirtiendo en ley, que yo misma me fui volviendo cada vez más hacia la fuente original de donde mi saber provenía, de donde lo había recibido cayendo gota a gota. Quizás durante tiempos y tiempos estuve casi seca. Y alguien colocó piadosamente una piedra blanca de esas que yo amaba desde siempre, para que la herida en la tierra que es todo manantial que ya no mana, no fuese visible. Y aquel día fui muerta y sepultada, mientras yo, sin apercibirme, atendía inmóvil al rumor lejano de la fuente invisible. Recogida en mí misma, todo mi ser se hizo un caracol marino; un oído; tan sólo oía. Y quizás creía estar hablando cuando las palabras sonaban tan sólo para mí, ni fuera ni dentro; cuando no eran ya dichas, ni escuchadas, tal como yo había soñado deberían de ser las palabras de la verdad. Me fui volviendo oído y al volverme para mirar, nadie me escuchaba Sin recinto sonoro me adentré en el silencio, soy su prisionera, y aunque hubiese aprendido a escribir no podría hacerlo; criatura del sonido y de la voz, de la palabra que llega en un instante y se va a visitar quizás otros nidos de silencio. Había dado por sabido que el escribir es cosa de unos pocos hombres, a no ser que haya una escritura de oído a oído. El hablar en cambio me era natural y, como todas las cosas que se hacen según la naturaleza, tenía sus eclipses, sus interrupciones. La palabra misma es discontinua, pero sólo se hace sensible cuando hay que formarla y entonces ya no es una cosa de la naturaleza, sino eso que unos pocos hombres se esfuerzan en hacer y que llaman pensar. Pero yo nunca he pensado, hay que decidirse a ello. Y ahora me doy cuenta de que todos mis movimientos han sido naturales, atraídos invisiblemente como las mareas que tanto conozco, por un sol invisible, por una luna apenas señalada, blanca, la luna que nace blanca sobre un cielo azulado continuación del mar; la luna navegante y sola reina destituida, reina más que Diosa de un mundo que fue y se perdió. Reina convertida en Diosa de los muertos, de los condenados al silencio y de los fríos. Socorredora de los sin patria. B) La música no tiene dueño. Pues los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos, después iniciados. Yo no sabía que una persona pudiera ser así, al modo de la música, que posee porque penetra mientras se desprende de su fuente, también en una herida. Se abre la música sólo en algunos lugares inesperadamente, cuando errante el alma sola, se siente desfallecer sin dueño. En esta soledad nadie aparece, nadie aparecía cuando me asenté en mi soledad última; el amado sin nombre siquiera. Alguien me había enamorado allá en la noche, en una noche sola, en una única noche hasta el alba. Nunca más apareció. Ya nadie más pudo encontrarme. Y me quedé al borde del alba. Él, el amado sin nombre, me condujo hasta ella, hasta el borde mismo del alba. Y allí quedé temblando de frío. Un olor de violetas me envolvía; me acompañaba siempre y era huella impalpable de su paso. Se desvanecía por mucho tiempo, pero volvía y hasta alguien lo percibió una vez y vino hacia mi, se me acerco cuando ya nadie me venía a buscar. Era como Si me hubiese reconocido. Pero él era para mí perfectamente opaco. Ya no importaba tampoco esto. Era un hombre color de tierra y me dio confianza. Había hecho una guerra y quería lavarse ahí en la fuente. Lo dejé solo mucho tiempo y después hablamos hasta el amanecer. No recuerdo lo que le dije. Y me dejó inquieta y bebía este hombre tan ávido, sediento en todos sus poros; bebía mis palabras, y parecía llevárselas consigo, pues tampoco él sabía escribir. Ya no hablé más, creo. Después llegó aquel niño que un día se fue cuando dejaba de ser rubio. Y después ya solo la cabra inocente como una constelación no descubierta, amiga. Asistida por mi alma antigua, por mi alma primera al fin recobrada, y por tanto tiempo perdida. Ella, la perdidiza, al fin volvió por mí. Y entonces comprendí que ella había sido la enamorada. Y yo había pasado por la vida tan solo de paso, lejana de mí misma. Y de ella venían las palabras sin dueño que todos bebían sin dejarme apenas nada a cambio. Yo era la voz de esa mi antigua alma. Y ella, a medida que consumaba su amor, allá, donde yo no podía verla, me iba iniciando a través del dolor del abandono. Por eso nadie podía amarme mientras yo iba sabiendo del amor. Y yo misma tampoco amaba. Sólo una noche hasta el alba. Y allí quedé esperando. Me despertaba con la aurora, si es que había dormido. Y creía que ya había llegado, yo, ella, él... Salía el Sol y el día caía como una condena sobre mí. No, no todavía. Llegué entonces a respirar en el tiempo; respiraba el tiempo hasta entrarme en su corazón. Insensiblemente, me entraba en su corazón el dentro de la materia. La materia... el polvo lo había sentido siempre como el poso del tiempo; tiempo que se ha quedado detenido para hacerse sensible. Pero en ella, en la más dura materia había sentido el latido oculto del tiempo. El tiempo que desciende, se extiende y acalla sin desaparecer nunca de todo lo que vemos. El tiempo solamente amansado en la piedra, dormido en el mármol. Todo respira. No hay cuerpo, no hay materia alguna enteramente desprendida del tiempo. Y todo cuanto se destruye va a dar a su corazón. Porque sólo la materia lo es porque no tiene un corazón suyo, propio. Y la vida se abre allí donde algo comienza a latir desde sí mismo, a respirar en su propio tiempo, allí donde se dibuja un hueco, una caverna temporal creada por un pequeño corazón, un centro. Pero hay un pulso en todo; la noche lo descubre.
C) Miraba el mar tardes enteras hasta que me di cuenta, por haberlo entrevisto confusamente, que alguien aguardaba y llamaba calladamente. Alguien que habría de venir, un hombre quizás, desde los abismos de las aguas. Siempre me entendí bien con los pescadores y con los que habían surcado el mar tantas veces que era ya su patria, y hasta se les había olvidado apoyar los pies sobre la tierra. Alguien habría de venir sobre las aguas, y cuando la claridad de la primera alba se fundía con el mar dejando oscura la tierra, salía de mis sueños violentamente creyendo que podía venir en ese silencio en que la tierra se retira, se borra. Antes de la luz de la aurora. Antes de la aurora me despertaba. Con el rosa de la aurora resucita la tierra, el mundo de la sangre, del fuego, de la sequedad del deseo y de las cosas opacas. Aparecía ya la sangre en esa luz ni siquiera blanca, unas gotas de sangre celeste diluidas en la aurora y comenzaba el día y la historia, el hombre de la tierra hijo de esa herida celeste. Mientras que el que me despertaba llegaría caído de la luz, nacido de la luz en las profundidades de las aguas. Tan sólo un instante haría vibrar el aire. Un pájaro, extendidas las alas inmensas, por un instante se detuvo suspendido, un ave desconocida y que volví a ver. Pero yo salía de mi sueño por el rumor de sus alas, antes del día y de su luz. Y al fin lo vi venir desde el horizonte, caminando sobre las aguas, sobre el mar encrespado que se amansaba en círculos alrededor. Mis rodillas se hundían en la arena hincadas como raíces mientras mis brazos desfallecían. Iba a su encuentro sin poder desprenderme. En ese instante me supe encadenada. No puedo decir que se marchara ni que se desvaneciera ni que se hundió. Estaba en otro tiempo y aquel círculo en el mar pareció la impronta de un futuro inaccesible que nunca sería para mí presente tal como en algunos sueños aparece la claridad única, negada y ofrecida. Y a la par, me levantaba esa aurora que en sueños sólo me visita. Y de este modo yo viví más allá, en el fondo secreto y más allá de la puerta donde acaban todas las galerías por donde desciendo con mi lámpara que, cuando me vengo a dar cuenta, la he perdido y me he perdido yo, y una claridad que hiere sale sin que yo sepa su punto visible de nacimiento. Luz de un amanecer que sólo cuando he perdido toda la luz aparece. Y hay rocas de cristal en la noche, montañas, ríos escondidos y aire espeso como de cámara nupcial, cuando un niño nace esperado y desconocido dentro y más allá de ella. Allí, no, no sé dónde. Un día, una tarde, tras de muchos días sin sol, lo sentí más que vi en la playa. Como una herida ancha, reluciente al sol en medio de su agua blanca, con más vida que la del mar. Un agua que salía del fondo de los mares. Y cuando llegué a donde creí que estaría no estaba ya y sólo encontré una huella, una impronta en forma de pez. Era un pez dibujado que se quedó allí mucho tiempo, pues el agua que en la marea lo cubría, lo dejaba con más vida. Era mi secreto, que nunca a nadie revelé y distraía a los visitantes para que no fueran por aquella parte de la orilla. Luego, un día de eclipse solar, un viento fuerte arremolinó la arena y la alzó hacia el cielo negro. Y donde estaba el pez quedaron tan sólo unas rayas, quizás una palabra, que luego también se embebió en el agua, dejando una oquedad cambiante, como si fuese creada por un invisible animal. Y así me he ido quedando a la orilla. Abandonada de la palabra, llorando interminablemente como si del mar subiera el llanto, sin más signo de vida que el latir del corazón y el palpitar del tiempo en mis sienes, en la indestructible noche de la vida. Noche yo misma. [1] Texto de María Zambrano incluido en el libro Hacia un saber sobre el alma. 1987. Madrid: Alianza Tres. (Seguimos la edición de 1993). Mercedes Laguna González (1997)
María Zambrano. Delirio y destino DELIRIOS Introducción Los “Delirios” constituyen la última parte de Delirio y destino. En ellos María Zambrano va más allá de la autobiografía y de las memorias, incluso, podríamos decir, que sobrepasa la filosofía, por lo menos la filosofía tal y como la entendemos en la actualidad. Ya a lo largo del libro había empezado a caminar por este sendero de la narración con rasgos líricos, pero en los Delirios, Zambrano elabora un tipo de relato peculiar: un relato simbólico, condensado, lírico; una forma narrativa que recoge materiales de la sabiduría popular, materiales de la historia, de la filosofía. Aunque, también, de una manera genérica y profunda, se nutre de la vida de la propia autora. En los Delirios podemos encontrar multitud de resonancias que suenan armónicas como una melodía: la cultura clásica y la cultura tradicional; podemos aprehender un tipo de filosofía que hunde sus raíces en la razón poética; pero, sobre todo, los Delirios son unos textos deliciosos de narración lírica. Cada palabra y cada frase, todo el lenguaje se enriquece de forma connotativa, de tal forma que su mensaje puede llegar a ser comprendido desde la simple clave de las leyendas populares, o interpretado desde las coordenadas de la tradición literaria culta, o desde la filosofía más profunda. En los Delirios no hay, en general, correspondencias unívocas; aunque sus personajes se pueden identificar con figuras históricas, literarias, populares, lo más interesante es que no se trata de seres concretos -reales o de ficción-, sino de una amalgama que los comprende todos. Es el caso de la Reina en el Delirio del mismo nombre: se podría pensar que se trata de la reina Isabel la Católica, pero no es ella exactamente, o no es sólo ella.
DELIRIOS. LA DEL DULCE NOMBRE, p. 261 de Delirio y destino
Texto 4
NO LA HABÍA, doncella tan hermosa en aquel lugar, ni en lo que se conocía de lejos; parecía imposible que la hubiese habido así alguna vez. Era más hermosa que las mujeres que se veían en las estampas de los libros; aquella que se llamaba Helena, por la que hubo una guerra de la que todavía se hablaba; aquella Dido que lloró tanto a orillas del mar y la Aurora en su carro de caballos de oro; parecía imposible, pero era así. Y no se sabía por qué, para qué, pues una hermosura tan extraordinaria ha de ser por algo, por algún misterio. Y ¿cómo vino a nacer aquí en estas planicies por donde no pasa ya nadie? Antes, en otros tiempos pasaban muchos caballeros que iban o venían de extrañas tierras, y hasta algún Rey pasó por allí. Ahora el pueblo se había quedado polvoriento de rebaños, oliendo a vino y resonando juramentos de arrieros. Las casas eran pobres; antes, decían, que las había habido muy principales, en aquellos tiempos, ¿qué se hicieron? Todo se fue desmoronando y ni rastro había quedado, y el pueblo, para parecer más insignificante, era nuevo, pues no había ni ruinas como en otros que impusiesen respeto al que dudara del esplendor pasado. Sólo una de las casas tenía una torre redonda, de piedras toscas, regularmente alta con una ventana estrecha, por donde se veía el campo, la llanura, toda igual. Y a ella se había subido Dulce, la muchacha prodigiosa, desde que empezó a espigarse y a embellecer de modo tan alarmante, pues de niña había sido casi como las demás, aunque más bonita, poco amiga de juegos, reservada; altiva, dijeron después cuando empezó a distanciarse, a ponerse fuera del alcance de las palabras primero, de las miradas después. Apenas tenía trece años cuando esto ocurrió y así, al hacerse mujer del todo, si aquella hermosura era de mujer tan sólo, la sorprendió encerrada ya en la torre de donde no podía bajar. Porque ella no decía palabra, sólo que era imposible rogarle nada contrario a su querer; nada más verla hasta sus propios padres, muy atemorizados por aquel misterio, se quedaban sometidos a su voluntad que no había de indicar ni siquiera con las manos, aunque tal fue siendo su lenguaje; un gesto de sus manos y ya se sabía todo y más. A1 principio fue así. Hombre, ninguno la había visto, ya en su ser completo de doncella sin par, ninguno, pues ni soñar en que alguno se atreviese a subir a la torre. Y los padres no se decidieron a mostrarle a aquél, el que mejor les pareció para esposo, digo, si ella no hubiera florecido así, pues se comprendía ya muy claro que esposo para ella no podía haberlo, en otros tiempos, quizá, aunque quizá hubiera costado desdichas muy grandes su hermosura. Tal vez ella lo entendió así, ya que parecía dueña de su misterio y por eso se subió a la torre, porque era buena y sabía. Sí; mucho debía de saber; algo muy de lo secreto de la vida, cuando ni el señor Cura se atrevió a rogarle que bajase a la casa y que hiciera la vida de las demás muchachas, que las había buenas, tímidas y bonitas, aunque a su lado se hubieran deslucido. Había ido una sola vez a la fuente con su cantarillo junto con las demás muchachas y, a la vuelta ya estaba así, como si en vez de llegar se hubiera ido, ido para siempre. Nada había pasado, estuvieron todas juntas y ella puso el cantarillo bajo el chorro del agua y mientras se llenaba se quedó inclinada sobre la fuente jugando un poco con el agua. Alguien que vivía en la Plaza dijo después que había pasado por allí un hombre o lo que fuera, muy deshilachado, que nunca se le había visto por el pueblo, y que se quedó mirando un momento a la muchacha, pero no le había dicho nada y ella seguro que ni le vio, mirando al agua de la fuente como estaba y así que él, aquello... lo que fuese, ni siquiera la pudo ver bien, o quizá la vio en el agua, porque se detuvo un momento con la mirada fija en la alberca que más parecía ser aquella fuente grandota y destartalada, debió de ver su rostro allí, reflejado en el agua temblorosa. Peregrina aparición la de aquel especie de espantajo, tan peregrina que sólo aquella atisbadora a la que nada le escapaba se apercibió de aquello, quizá fue una sombra, mas por ser asunto tan insignificante lo había olvidado. Luego, un día de repente se acordó... pero nada tenía aquello que ver en el asunto de la muchacha. No; nada tenía que ver pues nadie la había visto. Y todo siguió igual durante un tiempo. Después, después la muchacha se fue, ¿cómo explicarlo? No se sabía, pero tenía sueños y estaba muy despierta, más despierta que nunca. Se había hecho milagrosa, como lo han sido siempre las doncellas dueñas de su misterio. Parece que veía lo que pasaba lejos, sin asomarse siquiera a la ventana aunque hubiera sido igual, pues desde ella nada se veía sino tierra y más tierra, hasta que se junta con el cielo, y nada más... Pronunciaba nombres desconocidos y hablaba por lo bajito, con su voz de alondra, y cantaba sonriendo canciones que nadie le había enseñado y que nadie sabía tampoco en aquel pueblo, donde sólo en la Misa se cantaba y no siempre, o alguna criada fregando para aliviarse... pero aquella era otra música que venía de, muy lejos. Y un día la encontraron jugando con perlas de verdad, pasándoselas de una mano a la otra, haciéndolas saltar en el cuenco de su mano liso como una concha de mar. ¿Y cómo habían llegado allí aquellas perlas? Sí, su madrina que ya murió se las había regalado, pero como por allá no se usaban habían quedado guardadas en una gaveta. Y aunque algunas cosas tuvieran explicación, ella misma no la tenía, ni sus visiones tampoco ni aquellas músicas, que a veces parecía que había instrumentos en la torre, pues se oían desde lejos, viniendo del campo. Y dos o tres aves muy raras habían venido a parar allí sobre el saledizo que sombreaba la ventana; una era dorada brillante y la cabeza de fuego vivo, otra azul y, a veces, una verde esmeralda. Nunca se habían visto por allá tales cosas. De no haber sido tan buena, tan invisible, se hubiera sospechado de alguna hechicería, que ya algunos lo tenían por sabido, pero no murmuraban porque barruntaban, uno un día lo dijo, que no era en modo alguno hechicera, sino hechizada. De haber salido a la calle y andar por esos mundos sería cosa distinta; quizá por eso la muchacha no había querido y se había subido allá, donde nadie la viese. Y ya en el pueblo no se sabía bien si estaba viva o muerta. Algunos creían que había muerto ya hacía tiempo y que los padres la habían mandado enterrar en sigilo, para que el pueblo no se alborotase queriendo verla y hasta de los pueblos vecinos hubiesen venido y de, ¡quién sabe! pues que ya se había extendido su fama. Pero otros decían que no, que aún vivía, aunque ya hacía tiempo que no se oían músicas; los pájaros lucientes sí, iban y venían y, parados, en la Torre se quedaban días enteros. Una noche, poco antes del alba, se vio uno blanco, silencioso, que volaba como si se estuviera quieto y que ya no se volvió a ver más... En verdad, lo que se dice en verdad, no se sabía, pues la madre se había metido en lo hondo de la casa y el padre andaba en sus tierras y cuando iban a la Iglesia sólo hablaban alguna palabra con el cura, que sí tenía que saber, porque de enterrarla, «él la habría enterrado pero, si él andaba en el secreto,—cómo iba a decirlo, así que se lo preguntaran. La verdad de verdad no se sabía». Y algunos, que no faltan, desconfiados, empezaron a dudar de que todo eso hubiera sido, según se contaba, pues quizá en lugar de tanta hermosura habían sido unas viruelas que la habían afeado tanto que ya ella no quiso ser vista, porque encerrarse así una muchacha en la flor de la edad, es cosa de mucha fantasía. Y poco a poco, se fueron acallando los rumores. Sólo aquella vecina de la Plaza que ahora para ayudarse admitía en su casa a algún viajero o daba de comer y un jarro de vino que a ella le desataba la lengua. Y acertó, o desacertó más bien, según lo que después se supo, a pasar por allí un alguien, cobrador de alcabalas, hombre extraño también; debió de ser bien parecido, alto pero encorvado de hombros, según la parlanchina contaba «simpático hombre y discreto, sentía ahora no haberle hecho hablar», porque ella se entusiasmó tanto al ver que alguien escuchaba, así, que sabía escuchar tan bien. Y se lo contó todo, toda la historia de la muchacha, de Dulce, y hasta aquello del adefesio que pasó y la vio en el agua de la fuente. Y él se había quedado callado acariciándose la barba medio rubia, sin decir nada, aunque parecía que le hubiera gustado la historia, pero quizá no la supo apreciar en todo su valor. Y ella tuvo su punto de rebeldía, pues que era injusta esa indiferencia, cosas así no pasan en todas partes. «¡Y es la desgracia que tenemos en estos pueblos tan pobres y tan apartados! ¡Señor, cómo se llama su Merced, señor alcabalero, que pasan cosas así, y luego no tenemos, no tendremos nunca quién las cuente!».
María Zambrano. Delirio y destino
COMENTARIO
1. Una interpretación (conexión con Adsum, p. 29-32) Vamos a interpretar este Delirio, “La del Dulce nombre” retomando una idea de María Zambrano en la primera parte de la obra, en “Adsum”, en las páginas 29 a la 32[1]: la idea de cómo la imagen falsa de una persona conduce a la construcción de un personaje, en el sentido de máscara. Allí la autora nos avisaba de que el amor siempre crea una imagen de lo amado. Indirectamente, como ejemplo, se refería a la imagen falsa que don Quijote tenía de Aldonza Lorenzo hasta convertirla en su señora Dulcinea. “No la había doncella tan hermosa en aquel lugar”. En Adsum, p. 29-32, María Zambrano no se detiene en la imagen que se forjó don Quijote, sino en la otra cara del espejo: Miguel de Cervantes (“que debió de amar mucho, llegando su desgracia quizá a no ser correspondido[2]”) elaboró la imagen de Dulcinea “inexistente y la sustituyó por su contradicción o desmentido más tosco en Aldonza Lorenzo”. “Basta amar de verdad a alguien para que sepamos de lo corruptible de su condición”, de lo corruptible de la condición humana. Ante la persona amada crece en nuestra alma la imagen sagrada, abstraída de ese ser; sin embargo, la propia persona en la vida cotidiana desmiente aquella imagen, y aparece corruptible, presa de la condición carnal y temporal. Por eso, porque el amor va a ser compartido “hay que soportar la vida de lo que se ama”, como don Quijote o Dante[3].
2. Espacio. Protagonista. Narrador El espacio al que se refiere el relato es indeterminado: “en aquel lugar”. La palabra “lugar” servía tradicionalmente para indicar un pueblo, una aldea, una ciudad. Con la ubicación en un espacio, más o menos determinado comenzaban algunos romances tradicionales y muchos de los de ciego, así daban comienzo los narradores orales a sus consejas, y algunos cultos que se basan el la tradición oral: “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no puedo acordarme”. Después veremos que el lugar cobra desde el principio mucha importancia en la narración, puesto que es la perspectiva de las personas del pueblo, el eco de sus conversaciones y sobre todo de sus suposiciones las que van dirigiendo el relato, hasta el punto que el narrador sirve de hilo conductor de estas conjeturas. La protagonista es la persona más hermosa que se había conocido, allí y en los alrededores, la más bella a lo largo de los tiempos. Una belleza casi imposible. Era más hermosa que las mujeres bellas de la historia y la literatura. Quien narra recoge en este relato la focalización de las gentes del pueblo, actúa como un narrador oral, un contador de historias: al referirse a las mujeres bellas de los libros, habla de las estampas en donde aparecían. Historias de mujeres que se habían incorporado a las conversaciones habituales (“una guerra de la que todavía se hablaba”), personajes protagonistas de historias entretenidas y bonitas llenas de sabiduría: Helena, Dido, la Aurora[4] (una enumeración con múltiples resonancias para el lector culto, pero, sobre todo, con efectos estéticos). De estas tres mujeres, Dido[5] (“la que lloró tanto a orillas del mar”) representa la persona que ama y que, por tanto, se forja una idea del ser amado (en su caso de Eneas). El narrador se pregunta, haciéndose eco de las interrogantes que llenaban el ambiente de aquel lugar, por qué y para qué tanta hermosura. “Por algún misterio”. Desde el principio del Delirio se da cabida a lo misterioso, a lo impenetrable. La sabiduría popular sabe que no se puede explicar todo, que el hombre ha de dejar espacio en su vida a aquello que no se sitúa al alcance de su inteligencia.
3. El eco de un mundo de caballeros andantes y de damas que miran desde una torre alta Primera pista para relacionar el texto con la novela de Cervantes: n una tierra por donde antes pasaban caballeros y reyes n y ahora sólo queda el polvo de los rebaños, el olor a vino y los juramentos de los arreiros. Suena, como un eco, al mundo arcaico de los libros de caballerías que don Quijote quiere resucitar y al mundo real sobre el que pisa Sancho. Sin embargo, quedaba un resto del mundo antiguo: una torre redonda, “con una ventana estrecha desde donde se veía el campo, la llanura, toda igual. Y a ella se había subido Dulce, la muchacha prodigiosa…” La torre con ventana estrecha en la que está encerrada una doncella es un motivo que aparece en los cuentos populares, en los de hadas, en las leyendas y las historias, en los cuentos de escritores contemporáneos. En este Delirio recuerda especialmente el cuento, reelaborado por los hermanos Grimm, “Ruiponche”, donde también la protagonista es una muchacha muy bella, encerrada por una bruja en la torre; que se enamoró de un joven -un príncipe- que pudo llegar una noche hasta ella, y que, a pesar de los hechizos de la bruja, pudo al fin casarse con él… A la torre redonda se había subido Dulce, “la muchacha prodigiosa[6]” “desde que empezó a espigarse y a embellecer de modo tan alarmante…” La del dulce nombre, Dulce. Recordamos a don Quijote buscando cómo bautizar a la dama, señora de sus pensamientos, “buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso (…), nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo”.
La voz narradora, utilizando las técnicas propias de la literatura de tradición oral cuenta “a la manera” de un contador de historias. Pero, el narrador “auténtico”, el que estructura el relato, va introduciendo a los lectores en la narración, ofreciéndoles datos que luego retoma para explicar más sentidos o significados distintos; a medida que avanza el relato sabemos más, pero, hábilmente, el narrador consigue que queden en tela de juicio afirmaciones anteriores. Hay un momento en el texto en que alguien, una voz del pueblo, indirecta, asegura que Dulce no era una mujer hechicera, prodigiosa, sino víctima de un hechizo (“hechizada”). Lo había dicho uno, pero lo barruntaban bastantes. “De haber salido a la calle y andar por esos mundos sería cosa distinta; quizá por eso la muchacha no había querido y se había subido allá, donde nadie la viese.” Incluso, los más desconfiados murmuraban que quizá se escondía porque unas viruelas la habían afeado. Por tanto, la imagen de la muchacha que ofrecía en primer plano el contador de historias era la imagen (¿falsa?) que tenían de ella las personas del pueblo (al principio todos). Puede también que la imagen falsa sea ésta de las murmuraciones. Una imagen falsa, cruel, porque no se entiende el misterio.
4. Literatura de tradición oral y literatura escrita, culta. El narrador (no el contador de historias, sino el que maneja a éste por el fondo del relato) construye la narración trazando dos caminos: el que recorre la literatura de tradición oral y el que sigue la literatura escrita y culta. En torno a la literatura oral gira la mayor parte del relato (aunque, como hemos visto, hay referencias constantes a la literatura escrita en medio del tono oral). La literatura escrita aparece cuando se prepara el cierre de la narración: “¡Señor, cómo se llama su Merced, señor alcabalero, que pasan cosas así, y luego no tenemos, no tendremos nunca quién las cuente!”.
Una literatura se nutre de la otra (en las dos direcciones) y ambas, la única (el arte de contar historias), nos ayudan a entender[7] cómo construimos, de forma individual y colectiva, imágenes “densas” de las personas, imágenes que no se corresponden con la realidad, hasta el punto que no se puede ya saber cuál es la auténtica. También Cervantes se sirvió de la literatura de tradición oral para la elaboración del Quijote, como hemos señalado en el capítulo “Realidad y ficción: la magia de la palabra creadora”. Todo indica que la vecina de la Plaza, que recogía huéspedes, contó al mismo don Miguel (“señor alcabalero”) la historia de Dulce. Y que Cervantes, u otro escritor, puso por escrito esta historia de la muchacha prodigiosa; desde luego han llegado a la literatura escrita muchas historias de personas anónimas de los pueblos, convertidas ya en personajes.
Ejercicio Dejamos para los lectores -ya sean estudiantes o amigos de la lectura reposada- el análisis pormenorizado del relato.
___________________________________________________________________________________________ [1] El texto que hemos presentado arriba. [2] Obsérvese la suposición respecto a los datos biográficos de Cervantes. Es el sentido inverso al de la autobiografía: la lectora María Zambrano (como también Rosa Chacel hacía en La confesión) supone aspectos de la vida de don Miguel a partir de su obra de ficción. [3] Aquí, como en otros muchos lugares de su obra, María Zambrano utiliza la literatura como fuente de conocimiento. [4] La Aurora en su carro de caballos de oro es una imagen recurrente en las obras de la literatura clásica de Grecia y de Roma. Así aparece en La Odisea para señalar la llegada del alba, y con ella del nuevo día. En la obra de María Zambrano, la Aurora posee además un basto significado, que tiene que ver con el poder de la esperanza después de vivir una noche oscura, y también con la figura de Diotima de Mantinea, en el sentido en que la interpreta la autora. [5] Ver el canto IV de La Eneida. [6] Recuerdo de los epítetos clásicos, que aparecen después en El Cid, etc. [7] La literatura como modo de conocimiento. |
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© Mercedes Laguna González Foro Realidad y ficción 18800 Baza (Granada)
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