REALIDAD Y FICCIÓN                                                                                                               Edición de la página

Lindaraja .  REVISTA de estudios interdisciplinares y transdisciplinares. ISSN:  1698 - 2169

 

 

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Esther García-Tejedor

 

Revista Lindaraja

nº 7, diciembre

 de 2006

 

 

 

 

LA RELACIÓN MENTE / CUERPO

Esther C. García Tejedor

 

 

 

DEFINICIÓN, NATURALEZA Y CONCEPCIONES DEL ALMA

 

         Al plantear el tema de la naturaleza del alma es frecuente limitarse, sin más, a afirmar o negar su existencia, como si todo se redujera a “creer” en ella o no. Pero esta actitud parte de una concepción del alma como trasunto del cuerpo muy influida por un lado –aunque no sólo– por la concepción cartesiana, que aunque en el terreno de la filosofía haya sido superada, en el acerbo popular sigue teniendo peso, y con concepciones religiosas por otro.

         Antes de afirmar o negar la existencia de algo, hay que pasar a ver de qué fenómeno estamos hablando. Desde las culturas más primitivas se observa que hay una diferencia entre los seres animados y los inanimados. Éste es el punto de partida: el alma o ánima –del latín anima, lo que “anima” un cuerpo, de donde deriva la palabra “animal”– es el principio de vida. La tendencia a la sustancialización hace que se perciba como algo añadido a la materia. Para abordar el tema nos quedaremos en principio con la concepción de Aristóteles, como principio de movimiento.

         Podríamos especular que la concepción del alma se ha fraguado a partir de dos constataciones: la diferencia entre los seres vivos y los inertes, y la muerte o desaparición de ese “principio” que los distinguía. Si el primero se mantiene dentro de la percepción conceptual con que tratamos de aprehender el mundo, la segunda se eleva al terreno de las inquietudes humanas, entre las que se encuentra, como una de las principales, el ansia de inmortalidad y el trauma de la desaparición de seres queridos. Comencemos por el primero.

         El hecho de observar que los seres animados poseen algo –separable del cuerpo, pues todos mueren– que les distingue de los inertes ha hecho que predomine la tendencia a buscar la “sustancia” que constituye ese algo insuflado en los vivientes. El ser humano intenta acercarse a lo desconocido u oculto a partir de lo conocido, de ahí las versiones de lo que constituye o compone lo que se concibe como alma. En este sentido, podemos rastrear a través de los presocráticos y su teoría del arjé los elementos de la naturaleza con que se ha identificado el alma.

         El agua de Tales: en contacto con culturas y mitologías orientales, donde se concibe el origen del universo y la vida a partir de un océano primordial, Tales propone el agua (o habría que decir “lo húmedo”) como elemento primero del que todo surge. En efecto, sabemos que la vida en la tierra procede del mar, que el ser humano, antes de nacer, está en el líquido amniótico, y que el desarrollo de la vida depende de dos factores naturales: la humedad y el calor.

El aire y el fuego son otros elementos con los que se ha intentado comprender ese principio que anima a los vivientes. Aquí hay que hacer referencia al concepto griego de pneuma, que podríamos definir como “soplo” o aliento de vida, y que hacia la época del Helenismo va adquiriendo el sentido de “espíritu”, aunque todavía concebido con una cierta “materialidad” que lo convierte en una sustancia manipulable. Este carácter material –aunque tremendamente sutil– que posee esta noción puede venir de ese suspiro que exhalan los moribundos al espirar. El término griego, implica la creencia de que los seres vivos tienen un principio vital que es como una cantidad de energía que se va consumiendo a lo largo de la vida, hasta que se agota y morimos.

         A esta perspectiva materialista del alma hay que añadir otra “formal”, que implica ya la noción de alma específicamente humana y se relaciona con el conocimiento. El ser humano es capaz de concebir dentro de sí el mundo que aprecia fuera, pero no se trata de un mero reflejo: el hombre interpreta y, sobre todo, capta racionalidades. Esa capacidad de percibir lo racional, que se ejemplifica en las matemáticas como algo idéntico para todos, hizo postular una parte del alma más elevada y relacionada con lo eterno, lo permanente, lo atemporal. Aristóteles habla de tres tipos de alma: la vegetativa, la sensitiva y la racional. La primera es la única que poseen los vegetales, y alude a la capacidad de nutrición y crecimiento. La segunda la compartimos con los animales; pero la tercera es exclusiva del hombre. Platón –como heredero del pitagorismo y del orfismo– va a centrarse en lo que de eterno, superior y atemporal tiene para postular su independencia del cuerpo y su inmortalidad. Mezclada esta idea con la materialidad con que se concibe el alma en las culturas primitivas, tenemos la asociación de ésta con el fuego, principio de luz y calor. La luz ha sido, desde antiguo, símbolo del conocimiento –de ahí su carácter sagrado en el mazdeísmo–, se relaciona con el Sol y su calor, principio de vida.

         Pero no sólo en la cultura griega tenemos referencias interesantes al principio vital. Junto al concepto griego de pneuma o aliento vital, encontramos en el pensamiento egipcio un término que designa algo así como nuestro “alma”: el ba. Serge Sauneron lo define como el aspecto espiritual que puede manifestarse independientemente de su aspecto físico, actuar por su cuenta, “representar” a su dueño[1]; y Guy Rachet[2] como una facultad de moverse y revestir formas diferentes. El ba, por tanto, no es el alma como la concebimos nosotros, sino la capacidad de tomar formas. Es una fuerza individualizadora determinante. En este sentido, poseen más ba los dioses y los muertos que los vivos, porque los vivos no tienen esa capacidad de transformarse, de cambiar su ba a distintas formas, sino que lo tienen concretado en una única forma mucho más inamovible. P. Derchain señala que “Puede definirse el ba como la relación entre dos mundos, sensible e imaginario, y el signo de su interacción”[3].

 

 

ACTOS MENTALES

 

         Uno de los términos más asociados como sinónimo de alma, junto con el espíritu, es la mente. Si el anterior se caracteriza por las connotaciones religiosas, éste asimila más las relacionadas con el conocimiento, del mundo y de uno mismo, y se constituye en el objeto de estudio de la psicología científica y filosófica.

La característica esencial de lo mental es la conciencia. Este término abarca dos acepciones: la primera hace referencia al sentido moral, y se definiría como el conocimiento interior del bien y del mal. La segunda, más amplia, se entiende como la propiedad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos esenciales y las modificaciones que en sí mismo experimenta.

El término procede del latín conscientia, formado a partir del prefijo con-y el étimo –scientia, que venía a significar un conocimiento común a varias personas, de ahí pasó a significar el conocimiento interior y, por consiguiente, el conocimiento moral. Por conciencia o consciencia, actualmente, podemos entender el conocimiento que tenemos de nosotros mismos o lo patente de nuestro conocimiento del mundo.

La conciencia o su contenido ha sido tradicionalmente la nota definitoria de la mente. Con el psicoanálisis, a la conciencia se suman los actos y procesos inconscientes para explicar lo mental. Éstos están relacionados con la actividad conscientes, y sólo son cognoscibles a través de ésta. Por tanto, se pueden definir los actos mentales como los actos conscientes y también los inconscientes, en la medida en que guardan relación con la conciencia.

Se suele designar como características principales de la conciencia la intencionalidad y la intimidad.

La intencionalidad –del latín intentio, in-tendere– designa la acción o facultad de nuestra conciencia de tender a algo distinto a así misma.. La conciencia siempre es conciencia de algo. Las actividades mentales se refieren a algo como su objeto. En todo acto consciente intervienen tres elementos: el sujeto (el que piensa), el acto de pensar y el objeto (lo pensado). Hasta Descartes dominaba lo que se llamó el “realismo ingenuo”: la realidad estaba ahí, y se reflejaba de un modo u otro en la conciencia (lo pensado). Desde Descartes y las consecuencias de su famoso cogito ergo sum, el sujeto pasó a constituirse en realidad radical y última a partir de la cual debería explicarse lo demás. Con la aparición de la fenomenología, el existencialismo y los vitalismos se replantea el tema del conocimiento y la realidad radical, dentro de lo que cabe destacar a Ortega y Gasset, quien sitúa como realidad radical no al sujeto ni al objeto, sino al acto mismo de conocer, que supone un punto crucial entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido.

         Hemos señalado como característica de la conciencia, junto con la intencionalidad, la intimidad. Esta cualidad define la privaticidad de los actos mentales: sólo son accesibles para el sujeto que los experimenta. Loa actos mentales ajenos son incognoscibles o sólo cognoscibles de manera indirecta: por deducción o inferencia. Puedo deducir que alguien está triste o alegre, enamorado, expectante… porque su actitud o su expresión es similar a los que he aprendido que expresan esas emociones.

 

 

TEORÍAS SOBRE LA RELACIÓN MENTE-CUERPO

 

         Sabemos por experiencia que los hechos mentales se dan conjuntamente con hechos físicos, es decir, hay un determinado paralelismo o reflejo de unos y otros. Hay, por tanto, que explicar en qué consiste la relación entre ambos.

         Las teorías al respecto se dividen en dos grandes grupos: monistas y dualistas.

 

Monismo

         Sostiene que no existen dos realidades, una mental y otra física, sino solamente una, de la cual la otra es una apariencia o producto. Dependiendo de cuál se reduzca a cual, tenemos dos grandes bloques: idealista y materialista. Este segundo es el más extendido y más fácilmente comprensible.

La concepción materialista del alma afirma que sólo existe la materia. Los actos mentales serían fenómenos o epifenómenos de los procesos fisiológicos. Sostiene que las emociones, al igual que las emociones, se pueden explicar en términos físicos o químicos: reacciones hormonales, conexiones nuevas o alteraciones cerebrales… Su principal ventaja estriba en que permite explicar fácilmente por qué determinados hechos mentales van siempre acompañados de determinados hechos físicos o fisiológicos: desde las lágrimas causadas por la tristeza, el movimiento del cuerpo por una volición o intención mental, hasta la úlcera ocasionada por exceso de preocupaciones. Tiene como inconveniente, no obstante, que no explica, sino que ignora la diversidad de propiedades de los hechos mentales y los físicos. En otras palabras, niega una existencia real de la conciencia. La principal objeción radica en la característica mental de la intimidad: se podrían reproducir (al menos en teoría) los fenómenos físicos que acompañan a determinadas emociones a través de robots, programas de ordenador… El tema peliagudo de las diferencias entre robots y personas ha sido fuente de inspiración de muchas películas de ciencia-ficción, que plantean sentimientos aparentes de los primeros, pero que no responden a una realidad, o no se sabe hasta qué punto –Los ladrones de cuerpos, Blade Runner...–. Si puede plantearse, es que cuando menos entendemos la diferencia entre las reacciones físicas y el trasunto anímico.

 

Dualismo

         Se clasifican bajo este nombre las teorías según la cual lo mental y lo físico son dos clases distintas de realidad.

         En la antigüedad, solía entenderse al hombre como compuesto de tres partes: cuerpo, alma y espíritu. Esta última distinción tenía unas connotaciones religiosas –aunque no es sólo ni necesariamente religiosa– que se han ido desdibujando con el paso del tiempo hasta nuestros días. Si el cuerpo es la materia (a menudo junto con los sentidos) y el alma el principio de movimiento y de individuación, el espíritu es la parte inmortal del hombre, concebida a partir de su capacidad de conocer verdades eternas (racionales). Dado que la constancia (cercana a la eternidad) se aprecia en el curso y orden celeste, frente a la corrupción que reina en la naturaleza, esa parte inmortal se asoció también a esa esfera más elevada, en la cual, según se va ascendiendo, la regularidad parece crecer.

 El dualismo más radical se plantea en la Edad Moderna con el filósofo Descartes; pero se suele mencionar también como dualista ejemplar a Platón.

Platón (429-347 a.C.)es heredero del orfismo, corriente religiosa que define el cuerpo como “cárcel del alma”, y sostiene que el alma (psijé) es inmortal. Establece, por tanto, una fuerte distinción entre ambas realidades (cuerpo y alma), pero la distinción no es tan fuerte como la que presenta las dos sustancias cartesianas. Fenómenos como los sentidos, el deseo... pertenecen al cuerpo, son su forma de conocimiento. Por ello, para purificar el alma de modo que ésta escape de su cárcel, el hombre debe apartarse de los goces sensuales y desarrollar el conocimiento noético. A partir de esta herencia órfica, Platón nos define tres tipos de alma: irascible, concupiscible y racional, que quedarán bellamente retratadas en el mito del carro alado, con dos caballos conducidos por el auriga, que es la razón.

         Como contestación al planteamiento platónico, Aristóteles (384/3-322 a.C.) establece una visión distinta de la relación entre alma y cuerpo. El alma es la “forma” del cuerpo, lo que hace que la persona sea lo que es. La relación es más estrecha (no son sustancias distintas, sino dos componentes metafísicos de una misma sustancia), pero de este modo rechaza la inmortalidad del alma. Hay que subrayar en este punto que el planteamiento aristotélico no puede calificarse de monista, ya que, aunque no concibe cuerpo y alma por separado, tampoco reduce una a la otra.

El dualismo radical de Descartes(1596-1650) es consecuencia de su famoso “Pienso, luego existo”. Pensar: cualquier tipo de contenido o actividad mental: juzgar, sentir, desear... El cuerpo es sólo extensión física, pura materia que responde sólo a las leyes de la mecánica. Cuerpo y mente se conciben de este modo como sustancias irreductibles.

 

Otras perspectivas

Ya en el s. XX, Merleau-Ponty (1908-1961) plantea la necesidad de superar los dualismos que enmascaran las realidades concretas y a partir del análisis fenomenológico de la percepción postula el cuerpo como lugar de nuestro conocimiento del mundo y primer medio de expresión de nuestras intenciones y significaciones. El cuerpo se convierte en nuestra perspectiva.

El término “perspectivismo” fue ya acuñado por Gustav Teichmüler (1882), y puede aplicarse a diversos autores que se caracterizan por tener en común una concepción del conocimiento sujeta al punto de vista del individuo y a sus necesidades vitales. Ortega y Gasset (1883-1955) desarrolló este concepto en lo que se ha considerado su primera etapa (la segunda es la del racio-vitalismo). Según este autor, no existen ni las cosas aisladas, ni un yo o sujeto pensante aislado. El ser del mundo, su realidad primera, es un yo-en-el-mundo, una perspectiva. Conocemos desde nuestra perspectiva, que es una determinada circunstancia vital, y sólo ampliando y multiplicando las perspectivas podemos conocer el mundo.

A todas estas visiones y corrientes filosóficas habría que añadir, para plantearse el tema con suficiente seriedad y criterio, las actuales investigaciones biológicas sobre el cerebro. La teoría de la información, plasmada en el ADN, abre múltiples posibilidades de insertar el conocimiento como programa de la vida. El conocimiento humano, sus valores morales y estéticos, sus inquietudes, serían la más compleja y desarrollada emergencia de esa concepción biológica de la información, en la que se percibe ya cómo el mundo, o alguna de sus características, está codificado en los genes, y es precisamente esa capacidad de transmitir información lo que caracteriza la vida.

 

 

© Esther C. García Tejedor

 


 

[1] Dictionnaire de la civilisation égyptienne par Georges Posener; en collaboration avec Serge Sauneron et Jean Yoyotte. París,  Fernand Hazan, 1985.

[2] Guy Rachet, Diccionario de civilización egipcia. Barcelona, Larousse Planeta, 1995.

[3] En Las Religiones Antiguas, o. cit., capítulo I, 1: “Los dioses”.

 

 

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