REALIDAD Y FICCIÓN                                                                          LECTURA, COMENTARIO, CREACIÓN Escríbenos

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La necesidad del otro para la constitución del “yo”

 

 

EN HORAS DE INSOMNIO

             (Cuatro sonetos)

                         I

   Me voy de aquí, no quiero más oírme;

de mi voz toda voz suéname a eco,

y a falta así de confesor, si peco

se me escapa el poder arrepentirme.

   No hallo fuera de mí en que me afirme

nada de humano y me resulto hueco;

si esta cárcel por otra al fin no trueco

en mi vacío acabaré de hundirme.

   Oh triste soledad, la del engaño

               de creerse en humana compañía

moviéndose entre espejos, ermitaño.

   He ido muriendo hasta llegar al día

en que espejo de espejos, soyme extraño

a mí mismo y descubro no vivía.

 

                                                                       (Unamuno, lunes, 24-IV-1911)

 

 

Paul Ricœur. El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hermenéutica. Segunda parte: Hermenéutica y psicoanálisis.

 

 

Lo consciente y lo inconsciente[1]

(Fragmentos)

 

Paul Ricœur

 

Para quien ha sido formado por la fenomenología, la filosofía existencial, la renovación de los estudios hegelianos y las investigaciones de tendencia lingüística, el encuentro con el psicoanálisis constituye una conmoción importante. No es tal o cual tema de la reflexión filosófica aquello que se trata y discute, sino la totalidad misma del proyecto filosófico. El filósofo contemporáneo se encuentra con Freud en los mismos parajes en los que halla a Nietzsche y a Marx; los tres se erigen ante él como protagonistas de la sospecha, como desenmascaradores. Un problema nuevo ha nacido: el del engaño de la conciencia, de la conciencia como engaño; dicho problema no puede constituir un problema particular entre otros, pues lo que está en cuestión de manera general y radical es aquello que, para nosotros –buenos fenomenólogos–, constituye el campo, el fundamento, el origen mismo de toda significación: la conciencia. Es necesario que lo que en un sentido es fundamento, en otro sentido parezca prejuicio: el prejuicio de la conciencia. Esta situación es comparable a la de Platón en El sofista: habiendo comenzado como parmenídeo, como abogado de la inmutabilidad del ser, se vio obligado por el enigma del error, de la opinión falsa, no sólo a dar derecho de ciudadanía al no-ser entre los “géneros más importantes”, sino sobre todo a confesar que “la cuestión del ser es tan oscura como la del no-ser”. Deberemos, pues, reducirnos a una confesión semejante: el problema de la conciencia es tan oscuro como el problema del inconsciente.

Con esta actitud de sospecha relativa a la conciencia en su pretensión de saberse a sí misma en el comienzo, puede el filósofo presentarse ante psiquiatras y psicoanalistas.

                                                      [……….]

La crítica de los conceptos freudianos

De aquí en más, la crítica de los conceptos realistas de la metapsicología freudiana deberá ser enteramente no fenomenológica; ninguna fenomenología de la conciencia puede pautar esta crítica sin correr el riesgo de volver hacia atrás. Cabe destacar que la “tópica” del famoso artículo “Lo inconsciente” recusa desde el inicio toda referencia fenomenológica. Por esa razón, representa una etapa necesaria y necesariamente correctiva para un pensamiento que acepta ser desalojado de la certeza de sí. El vicio de la crítica de Politzer es haber quedado preso de un idealismo del sentido. Una crítica del realismo freudiano no puede ser sino una crítica epistemológica en el sentido kantiano, es decir, una “deducción trascendental” cuya tarea es justificar el uso de un concepto por su capacidad para ordenar un nuevo campo de objetividad y de inteligibilidad. Me parece que si se hubiera prestado mayor atención a esta diferencia irreductible entre una crítica epistemológica y una fenomenología inmediata de la conciencia, nos habríamos ahorrado buen número de discusiones escolásticas acerca de la naturaleza del inconsciente. A propósito de los conceptos de la física, Kant nos enseña a unir un realismo empírico a un idealismo trascendental (digo bien trascendental, y no subjetivo o psicológico).

Realismo empírico, por un lado: quiere decir que la metapsicología no es una construcción agregada, facultativa, sino que pertenece a lo que Kant llamaría los juicios determinantes de la experiencia. Quiere decir que no es posible distinguir aquí entre método y doctrina. La tópica misma tiene valor de descubrimiento: es la condición de posibilidad de un desciframiento real que alcanza una realidad, en el mismo plano que la estratigrafía y la arqueología, como lo recuerda Claude Lévi-Strauss en el comienzo de su Antropología estructural. Comprendo en este sentido la afirmación de Laplanche –tan perturbadora en muchos aspectos– según la cual el inconsciente es finito. Esto significa que, al término de un análisis, nos topamos con determinados significantes y no con otros; es la condición de un “análisis terminable”. En este sentido, el realismo del inconsciente es el correlato del análisis terminable. El término, en el análisis del sueño de Philippe, por ejemplo, es la facticidad de esa cadena lingüística y no de otra. Pero precisemos aquí que ese realismo es justamente el de una realidad cognoscible, y no de un incognoscible. Freud es muy esclarecedor en este punto: para él, lo que se puede conocer no es la pulsión en su ser de pulsión, sino la representación que la representa: “Una pulsión sólo puede [...] estar representada en el inconsciente por una representación. Si la pulsión no estuviera enlazada a una representación, si no se tradujera en un estado afectivo, no podríamos saber nada de ella. Así, cuando hablamos de pulsión inconsciente, de pulsión reprimida, no hacemos más que permitirnos una inocente libertad de lenguaje. En realidad, sólo podemos hablar de una pulsión cuya idea representativa es inconsciente, pues no podría, en efecto, tratarse de nada más” (Metapsychologie 1952: 112) Nada tiene que ver el psicoanálisis con un inconsciente incognoscible, su realismo empírico significa justamente que es cognoscible y que sólo es cognoscible en sus “representantes-representativos”. En ese sentido, debemos decir que el realismo empírico de Freud es un realismo de la representación inconsciente con relación al cual la pulsión, como tal, permanece incognoscible, igual a X.

El pasaje del punto de vista “tópico” al punto de vista “económico”, en la continuación del artículo (1952: 118 y ss.), no cambia radicalmente las cosas; toda la teoría de la catexia, del retiro de la catexia y de la contracatexia, “por la cual –dice Freud– el sistema Pcs se protege contra el ascenso de la representación inconsciente” (1952: 120), se desarrolla en el plano de este realismo de la representación: “La represión es, en definitiva, un proceso que se juega sobre las representaciones, en los límites de los sistemas Ics y Pcs (Cs)” (1952: 118). Porque renuncia a alcanzar el ser de las pulsiones, y porque permanece en los límites de las representaciones conscientes e inconscientes de la pulsión, la investigación freudiana no se pierde en un realismo de lo incognoscible. A diferencia del de los románticos, su inconsciente es esencialmente cognoscible, porque los “representantes-representativos” de la pulsión son del orden del significado y, de por sí, homogéneos al ámbito del habla. Por eso mismo, Freud puede escribir este sorprendente texto: “Como lo físico, lo psíquico tampoco necesita ser en realidad tal como lo percibimos. No obstante, nos agradará descubrir que es menos dificultoso corregir la percepción interna que la percepción externa, que el objeto interno es menos incognoscible que el mundo exterior” (1952: 102). Tal es el realismo empírico de Freud: es, en lo fundamental, de la misma naturaleza que el realismo empírico de la física; designa el “objeto interno” como cognoscible.

Pero, a un mismo tiempo, se comprende que este realismo empírico sea estrictamente correlativo de un idealismo trascendental, en un sentido para nada subjetivista, en un sentido puramente epistemológico. Este idealismo trascendental significa que la “realidad” del inconsciente existe sólo como realidad diagnosticada. En efecto, el inconsciente sólo puede ser definido a partir de sus relaciones con el sistema Cs-Pcs (1952: 135 y ss.): “El Ics está vivo, es susceptible de desarrollarse, mantiene relaciones con el Pcs, e incluso coopera con él. En suma, se puede decir que el Ics se continúa en lo que llamamos derivados, que los acontecimientos de la vida actúan sobre él, y que influye sobre el Pcs, y, a su vez, es influenciado por éste último” (1952: 136). Se puede afirmar que el psicoanálisis es “el estudio de los ‘derivados’ del Ics” (1952: 136). Freud dice que estos “derivados” “pertenecen cualitativamente al sistema Pcs, pero de hecho al Ics. Su origen es aquello que decide su destino” (1952: 137). Por lo tanto, debemos afirmar que el inconsciente tiene una existencia tan real como la del objeto físico y, al mismo tiempo, que sólo existe en lo relativo a sus “derivados”, que lo prolongan y lo hacen aparecer en el campo de la conciencia.

¿Qué significa, entonces, esta relatividad que nos autoriza a hablar de idealismo trascendental al mismo tiempo que de realismo empírico? En un primer sentido, se puede afirmar que el inconsciente es relativo al sistema de desciframiento o de decodificación; pero comprendamos correctamente esta relatividad: no significa en absoluto que el inconsciente sea una proyección del hermeneuta, en un sentido vulgarmente psicologista. Debe decirse más bien que la realidad del inconsciente está constituida en y por la hermenéutica, en un sentido epistemológico y trascendental. En el movimiento mismo en que el “derivado” se remonta hacia su “origen” inconsciente, el concepto de Ics se constituye, y se constituye precisamente en su realidad empírica. No se está afirmando aquí una relatividad referida a la conciencia, una relatividad subjetiva, sino una relatividad puramente epistemológica del objeto psíquico descubierto en la constelación hermenéutica que juntos componen el síntoma, el método analítico y los modelos interpretativos. Se puede definir una segunda relatividad derivada de esta otra relatividad, que denominaremos relatividad objetiva, es decir, relativa a las reglas mismas del análisis, y no a la persona del analista. El segundo tipo de relatividad puede ser llamado relatividad intersubjetiva. Aquí, lo decisivo es que los hechos que el análisis refiere al inconsciente son significantes para un otro. No se ha subrayado suficientemente el papel de la conciencia testigo, la del analista, en la constitución del inconsciente como realidad. Nos limitamos generalmente a definir el inconsciente en relación con la conciencia que lo “contiene”. El papel de la otra conciencia no se considera esencial, sino accidental, reducido a la relación terapéutica. Sin embargo, el inconsciente es elaborado esencialmente por un otro, en tanto objeto de una hermenéutica que la conciencia propia no puede hacer sola. Dicho de otro modo: la conciencia testigo del inconsciente no mantiene con este último solamente una relación terapéutica, sino también de diagnóstico. Éste es el sentido de mi anterior observación, en la cual afirmé que el inconsciente es una realidad diagnosticada. Esta afirmación es fundamental para determinar el contenido objetivo de las afirmaciones referidas al inconsciente. Ante todo, es para un otro que yo tengo un inconsciente. Es cierto que, en última instancia, eso sólo tiene sentido si puedo retomar para mí las significaciones que otro elaboró sobre mí y para mí. Pero la etapa del desasimiento de mi conciencia en beneficio de otra conciencia en la búsqueda del sentido es fundamental para la constitución de esta región psíquica que llamamos inconsciente. Al afirmar que el inconsciente se refiere, a título esencial y no accidental, al método hermenéutico y, luego, a otra conciencia hermenéutica, estamos definiendo simultáneamente la validez y el límite de validez de toda afirmación referida a la realidad del inconsciente. En síntesis, ejercemos una crítica del concepto de inconsciente, en el sentido fuerte de la palabra crítica: es decir, una justificación del contenido de sentido y, al mismo tiempo, un rechazo a toda pretensión de extender el concepto fuera de sus límites de validez. Diremos, pues, que el inconsciente es un objeto, en el sentido de que está “constituido” por el conjunto de las operaciones hermenéuticas que lo descifran. No existe de manera absoluta, sino relativa a la hermenéutica como método y como diálogo. Por eso, no se debe ver en el inconsciente una realidad fantástica que tiene el extraordinario poder de pensar en mi lugar. Es necesario relativizar el inconsciente. Pero esta relatividad tampoco difiere de la del objeto físico, cuya realidad toda es relativa al conjunto de las operaciones científicas que lo constituyen. El psicoanálisis participa del mismo “racionalismo aproximado” del que participan las ciencias de la naturaleza. Con respecto a estos dos primeros sentidos del término relatividad, se puede –en un tercer sentido– hablar de la relatividad de la persona del analista. Sin embargo, con esto no se define en absoluto la constitución epistemológica de la noción de inconsciente, sino sólo las circunstancias particulares de cada desciframiento y la ineluctable huella del lenguaje transferencial en cada caso. No obstante, con todo esto se manifiesta la precariedad, incluso el fracaso del análisis, más que su intención y su sentido verdaderos. Para el adversario del psicoanálisis, únicamente existe esta relatividad: para él, el inconsciente no es más que una proyección del analista con la complicidad del analizado. Sólo el éxito terapéutico puede asegurarnos que la realidad del inconsciente no es una invención del psicoanálisis en un sentido puramente subjetivista.

Estas reflexiones consagradas a la relatividad de la noción de inconsciente me parecen necesarias para eliminar del realismo freudiano todo aquello que no sea un realismo empírico en el sentido que le dimos, es decir, una afirmación de la realidad cognoscible de las pulsiones por medio de sus representantes-representativos, sino un realismo ingenuo que proyectaría retrospectivamente en el inconsciente el sentido elaborado, el sentido terminal, tal como se constituye progresivamente en el transcurso de la relación hermenéutica. Contra este realismo ingenuo, debemos decir y repetir: el inconsciente no piensa. Pero Freud, precisamente, no hace pensar al inconsciente. Al respecto, la invención de la palabra Es, Id –muy mal traducida por el demostrativo Ça [ello]– es un hallazgo genial. Ics es ello, y nada más que ello. El realismo freudiano es un realismo del ello en sus representantes-representativos, y no un realismo ingenuo del sentido inconsciente. Por una extraña inversión, este realismo ingenuo implicaría dar una conciencia al inconsciente, y acabaría en un monstruo como éste: un idealismo de la conciencia inconsciente. Este idealismo fantástico no podría ser sino un idealismo del sentido proyectado en una cosa pensante.

No debemos, pues, dejar de hacer el recorrido de ida y de vuelta entre el realismo empírico y el idealismo trascendental. Es necesario afirmar el primero contra toda pretensión de la conciencia inmediata de saberse verdaderamente ella misma. Pero es necesario afirmar el segundo contra toda metafísica fantástica que daría una conciencia de sí a este inconsciente: este último está “constituido” por el conjunto de las operaciones hermenéuticas que lo descifran.

La conciencia como tarea

Al inicio de este ensayo, hice referencia al desamparo del fenomenólogo frente al inconsciente. Decía que la conciencia es tan oscura como el inconsciente. ¿Habrá que concluir que ya no hay nada que decir de la conciencia? No, en absoluto. Considero que, después de Freud, todo lo que pueda decirse de la conciencia está incluido en la fórmula siguiente: la conciencia no es origen, sino tarea. Sabiendo lo que ahora sabemos del inconsciente, ¿qué sentido podemos darle a esta tarea? Al plantear esta pregunta, accedemos a un conocimiento del inconsciente no ya realista, sino dialéctico. El primero era incumbencia del análisis, el segundo lo es del hombre común y del filósofo. La pregunta es la siguiente: ¿qué significa el inconsciente para un ser cuya tarea es ser una conciencia? Esta pregunta es correlativa de otra: ¿qué es la conciencia como tarea para un ser que, en cierto modo, está fijado a los factores de repetición –e incluso de regresión– que en gran medida el inconsciente representa? A continuación, me dedicaré a esta investigación dialéctica y no intentaré atenuar los penosos movimientos de ida y vuelta, que considero inevitables e incluso necesarios. En los análisis anteriores tampoco pudimos evitar ese ir y venir de lo consciente a lo inconsciente: el descubrimiento de lo irreflexivo en lo reflexivo fue lo que nos condujo al umbral del inconsciente. Sin embargo, fue el realismo del inconsciente el que nos apartó del prejuicio de la conciencia y nos obligó a ubicarla en el final y no en el origen.

Volveré a tomar como punto de partida el polo de la conciencia. Después de Freud, debemos hablar necesariamente de la conciencia en términos de epigénesis. Quiero decir con esto que la cuestión de la conciencia me parece ligada a la siguiente pregunta: ¿cómo sale un hombre de su infancia, cómo se hace adulto? Esta pregunta es estrictamente recíproca e inversa de la del analista. El analista muestra un hombre cautivo de su infancia; la visión miserabilista de la conciencia que propone al presentar esta conciencia cautiva de tres amos –ello, superyó, realidad– define la tarea de la conciencia como vacía, y de manera negativa la vía epigenética.

Pero, apenas pronunciamos estas palabras –la conciencia como epigénesis–, quedamos expuestos al peligro de recaer en la psicología introspectiva. Ahora bien, pienso que es absolutamente necesario renunciar aquí a toda psicología de la conciencia. Me parece que las frágiles tentativas de elaborar la noción de conciencia a partir de la de “esfera libre de conflictos”, como lo hace la escuela de H. Hartmann, pertenecen aún a tal psicología de la conciencia. Más bien considero que es necesario articular deliberadamente el psicoanálisis freudiano con un método vinculado al de Hegel en la Fenomenología del espíritu. Un método semejante no es un mero refinamiento de la introspección, dado que no es en la prolongación de la conciencia inmediata donde Hegel despliega la serie de sus “figuras”. Esta génesis no es la de la conciencia o en la conciencia, es una génesis del espíritu en un discurso. Sólo figuras semejantes a las que jalonan la Fenomenología del espíritu son irreductibles a los significantes-clave –Padre, Falo, Muerte, Madre–, en los cuales se anclan todas las cadenas de significantes según el psicoanálisis. Diré, pues, que el hombre se hace adulto cuando se vuelve capaz de nuevos significantes-clave, que están próximos a los momentos del Espíritu en la fenomenología hegeliana, y que rigen esferas de sentido absolutamente irreductibles a la hermenéutica freudiana.

Tomemos el ejemplo conocido y trillado del amo y el esclavo en Hegel. Esta dialéctica no es en absoluto una dialéctica de conciencia. En ella se pone en juego el nacimiento del sí-mismo: en términos hegelianos, se trata de pasar del deseo, como deseo del otro, a la Anerkennung, al reconocimiento. ¿De qué se trata? Estrictamente, del nacimiento del sí-mismo en el desdoblamiento de la conciencia. Antes de eso, no hay sí-mismo (pero, como lo recordaba De Waelhens, tampoco hay muerte –es decir, muerte humana– antes del sí-mismo).


 

[1] Paul Ricœur. EL CONFLICTO DE LAS INTERPRETACIONES. ENSAYOS DE HERMENÉUTICA. Segunda parte: Hermenéutica y psicoanálisis
Ed. FCE, 2003. (Original en francés, 1ª edición: 1969).

 

 

 

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