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La cuestión del sujeto:

El desafío de la semiología[1]

 

Paul Ricoeur

 

 

            Se dice que sobre la filosofía del sujeto pesa la amenaza de su desaparición. Es posible, sin embargo, esta filosofía nunca ha dejado de ser cuestionada. Jamás existió la filosofía del sujeto, sino más bien una serie de estilos reflexivos procedentes de un trabajo de redefinición impuesta por la discusión misma.

            Así, el Cogito de Descartes no podría ser aislado, a la manera de una proposición inmutable, de una verdad eterna suspendida bajo la historia. En Descartes mismo el Cogito es sólo un momento del pensamiento; concluye un proceso e inicia un encadenamiento; es contemporáneo de una visión del mundo en la que toda la objetividad se exhibe como un espectáculo, al cual hace frente su mirada soberana[2]. Ante todo, el Cogito de Descartes es sólo una de las cimas –aunque sea la más alta– de una cadena de Cogito que constituye la tradición reflexiva. En esta cadena, en esta tradición, cada una de las expresiones del Cogito reinterpreta la precedente. Así, podemos mencionar: un Cogito socrático (“Cuida de tu alma”), un Cogito agustiniano (el hombre “interior” en la flexión de las cosas “exteriores” y de las verdades “superiores”), un Cogito cartesiano –por supuesto–, un Cogito kantiano (“el yo pienso debe poder acompañar todas mis representaciones”). El “yo” fichteano es, sin duda alguna, el testimonio más significativo de la filosofía reflexiva moderna: como reconoción Jean Nabert, no hay filosofía reflexiva contemporánea que no reinterprete a Descartes a través de Kant y Fichte. La “egología” que Husserl intentó injertar en la fenomenología es uno de esos gestos.

 

            Ahora bien, siguiendo el ejemplo del Cogito socrático, todos responden a un desafío: sofística, empirismo o, en sentido inverso, dogmatismo de la idea, alegación de una verdad sin sujeto. Por medio de ese desafío, se invita a la filosofía reflexiva no a mantenerse idéntica a sí misma rechazando los embates del adversario, sino apoyarse en él, a aliarse a aquello que más la pone en cuestión.

 

            Vamos a examinar dos contestaciones, la del psicoanálisis y la del estructuralismo. Las situaremos bajo el título único de “desafío de la semiología”. En efecto, estas dos contestaciones tienen en común la reflexión sobre el signo que impugna toda intención o toda pretensión de considerar la reflexión del sujeto sobre sí mismo y el planteo del sujeto por sí mismo como un acto originario, fundamental y fundador.

 

 

La contestación del psicoanálisis

 

            El psicoanálisis debe ser invocado en primer lugar pues lleva la discusión al punto preciso donde Descartes había creído encontrar la tierra firme de la certeza. Freud socava los efectos de sentido que constituyen el campo de la conciencia y pone al desnudo el juego de fantasías e ilusiones en el que se enmascara nuestro deseo.

            A decir verdad, el cuestionamiento de la primacía de la conciencia va más lejos aún, pues la explicación psicoanalítica, conocida como tópica, consiste en instituir un campo, un lugar, o más bien una serie de lugares, sin tomar en cuenta la percepción interna del sujeto. Estos “lugares” –inconsciente, preconsciente, consciente– no se definen en absoluto por propiedades descriptivas, fenomenológicas, sino como sistemas, es decir, conjuntos de representaciones y afectos regidos por leyes específicas, que establecen relaciones mutuas irreductibles a toda cualidad de conciencia, a toda determinación de lo “vivido”.

            Así, la explicación comienza con una suspensión general de las propiedades de la conciencia. Es una antifenomenología que no exige la reducción a la conciencia, sino la reducción de la conciencia.

            Este desprendimiento previo es la condición de la diferencia existente entre el campo de todos los análisis freudianos y las descripciones de lo “vivido” de conciencia.

            ¿Por qué ese rigor? Porque la inteligibilidad de los efectos del sentido proporcionados por la conciencia inmediata –sueños, síntomas, fantasías, folklore, mitos, ídolos– no puede ser conquistada en el mismo nivel de discurso que dichos efectos de sentido. Y esa inteligibilidad es inaccesible para la conciencia porque se halla separada del nivel de constitución del sentido por la barrera de la represión. La idea de que la conciencia está excluida de su propio sentido por un impedimento del que no tiene dominio ni conocimiento es la clave de la tópica freudiana: porque pone al sistema del inconsciente fuera de todo alcance, el dinamismo de la represión requiere una técnica de interpretación adecuada a las distorsiones y a los desplazamientos que el trabajo del sueño y el trabajo de la neurosis ilustran de manera ejemplar.

            En consecuencia, la misma conciencia es sólo un síntoma. De hecho no es más que un sistema entre otros, a saber, el sistema perceptivo que rige nuestro acceso a la realidad. Por cierto, la conciencia no es nada (volveremos sobre esto más adelante). Es, por lo menos, el lugar de todos los efectos de sentido a los cuales se aplica el análisis; pero no es ni principio, ni juez, ni medida de todas las cosas. Ésta es la contestación que importa para una filosofía del Cogito. Más adelante nos referiremos a la radical revisión a la cual está condenada.

            Antes de considerar las implicaciones de esta desgarradora revisión, examinemos una segunda serie de nociones que acentúan aún más el divorcio entre el el psicoanálisis y las filosofías del sujeto. Como es sabido, Freud superpuso una segunda tópica –yo, ello, superyó– a la primera: inconsciente, preconsciente, consciente. A decir verdad, no se trata de una tópica, en el sentido preciso de una serie de “lugares” donde se inscriben las representaciones y los afectos según su posición con respecto a la represión.

 

[…]

 


 

[1] Paul Ricoeur: en El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hermenéutica. FCE, Argentina, Buenos Aires, 2003, pp. 215–243.

 

[2] “Heidegger y la cuestión del sujeto” en este libro.

 

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