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y Literatura

 

2º de Bachillerato

Lengua y Literatura

 

2º de Bachillerato

I.E.S. "P. Jiménez Montoya". Baza

 

PSICOLOGÍA-FILOSOFÍA

El arte de amar

Erich Fromm


Quien no conoce nada, no ama nada. Quien no puede hacer nada, no comprende nada. Quien nada comprende, nada vale. Pero quien comprende también ama, observa, ve... Cuanto mayor es el conocimiento inherente a una cosa, más grande es el amor... Quien cree que todas las frutas maduran al mismo tiempo que las frutillas nada sabe acerca de las uvas.

PARACELSO

 

 

La lectura de este libro defraudará a quien espere fáciles enseñanzas en el arte de amar. Por el contrario, la finalidad del libro es demostrar que el amor no es un sentimiento fácil para nadie, sea cual fuere el grado de madurez alcanzado. Su finalidad es convencer al lector de que todos sus intentos de amar están condenados al fracaso, a menos que procure, del modo más activo, desarrollar su personalidad total, en forma de alcanzar una orientación productiva; y de que la satisfacción en el amor individual no puede lograrse sin la capacidad de amar al prójimo, sin humildad, coraje, fe y disciplina. En una cultura en la cual esas cualidades son raras, también ha de ser rara la capacidad de amar. Quien no lo crea, que se pregunte a sí mismo a cuántas personas verdaderamente capaces de amar ha conocido.

Pero la dificultad de la empresa no debe inducir a que se abstenga uno de tratar de conocer las dificultades y las condiciones de su consecución. A fin de evitar complicaciones innecesarias he procurado tratar el problema, en la mayor medida posible, en un lenguaje no técnico. Por la misma razón he hecho la menor cantidad de referencias a la literatura sobre el amor.

Otro problema que no pude resolver en forma enteramente satisfactoria, fue el de evitar la repetición de ideas expuestas en algunos de mis libros anteriores.

 

En particular, es el lector familiarizado con El miedo a la libertad, Ética y psicoanálisis, y Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, quien encontrará en el presente libro muchas ideas expresadas ya en aquéllos. Sin embargo, El arte de amar en modo alguno es una recapitulación. Presenta muchas ideas más allá de las anteriormente expresadas, y, como es natural, también las viejas adquieren a veces perspectivas nuevas por el hecho de centrarse alrededor de un tema, el del arte de amar.

 

¿Es el amor un arte? En tal caso, requiere conocimiento y esfuerzo. ¿O es el amor una sensación placentera, cuya experiencia es una cuestión de azar, algo con lo que uno «tropieza» si tiene suerte? Este libro se basa en la primera premisa, si bien es indudable que la mayoría de la gente de hoy cree en la segunda.

No se trata de que la gente piense que el amor carece de importancia. En realidad, todos están sedientos de amor; ven innumerables películas basadas en historias de amor felices y desgraciadas, escuchan centenares de canciones triviales que hablan del amor, y, sin embargo, casi nadie piensa que hay algo que aprender acerca del amor.

Esa peculiar actitud se basa en varias premisas que, individualmente o combinadas, tienden a sustentarla. Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en amar, no en la propia capacidad de amar. De ahí que para ellos el problema sea cómo lograr que se los ame, cómo ser dignos de amor. Para alcanzar ese objetivo, siguen varios caminos. Uno de ellos, utilizado en especial por los hombres, es tener éxito, ser tan poderoso y rico como lo permita el margen social de la propia posición. Otro, usado particularmente por las mujeres, consiste en ser atractivas, por medio del cuidado del cuerpo, la ropa, etc. Existen otras formas de hacerse atractivo, que utilizan tanto los hombres como las mujeres, tales como tener modales agradables y conversación interesante, ser útil, modesto, inofensivo. Muchas de las formas de hacerse querer son iguales a las que se utilizan para alcanzar el éxito, para «ganar amigos e influir sobre la gente». En realidad, lo que para la mayoría de la gente de nuestra cultura equivale a digno de ser amado es, en esencia, una mezcla de popularidad y sex-appeal.

La segunda premisa que sustenta la actitud de que no hay nada que aprender sobre el amor, es la suposición de que el problema del amor es el de un objeto y no de una facultad. La gente cree que amar es sencillo y lo difícil encontrar un objeto apropiado para amar -o para ser amado por él-. Tal actitud tiene varias causas, arraigadas en el desarrollo de la sociedad moderna. Una de ellas es la profunda transformación que se produjo en el siglo veinte con respecto a la elección del «objeto amoroso». En la era victoriana, así como en muchas culturas tradicionales, el amor no era generalmente una experiencia personal espontánea que podía llevar al matrimonio. Por el contrario, el matrimonio se efectuaba por un convenio -entre las respectivas familias o por medio de un agente matrimonial, o también sin la ayuda de tales intermediarios; se realizaba sobre la base de consideraciones sociales, partiendo de la premisa de que el amor surgiría después de concertado el matrimonio-. En las últimas generaciones el concepto de amor romántico se ha hecho casi universal en el mundo occidental. En los Estados Unidos de Norteamérica, si bien no faltan consideraciones de índole convencional, la mayoría de la gente aspira a encontrar un «amor romántico», a tener una experiencia personal del amor que lleve luego al matrimonio. Ese nuevo concepto de la libertad en el amor debe haber acrecentado enormemente la importancia del objeto frente a la de la función.

Hay en la cultura contemporánea otro rasgo característico, estrechamente vinculado con ese factor. Toda nuestra cultura está basada en el deseo de comprar, en la idea de un intercambio mutuamente favorable. La felicidad del hombre moderno consiste en la excitación de contemplar las vidrieras de los negocios, y en comprar todo lo que pueda, ya sea al contado o a plazos. El hombre (o la mujer) considera a la gente en una forma similar. Una mujer o un hombre atractivos son los premios que se quiere conseguir. «Atractivo» significa habitualmente un buen conjunto de cualidades que son populares y por las cuales hay demanda en el mercado de la personalidad. Las características específicas que hacen atractiva a una persona dependen de la moda de la época, tanto física como mentalmente. Durante los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, una joven que bebía y fumaba, emprendedora y se­xualmente provocadora, resultaba atractiva; hoy en día la moda exige más domesticidad y recato. A fines del siglo XIX y comienzos de éste, un hombre debía ser agresivo y ambicioso -hoy tiene que ser sociable y tolerante- para resultar atractivo. De cualquier manera, la sensación de enamorarse sólo se desarrolla con respecto a las mercaderías humanas que están dentro de nuestras posibilidades de intercambio. Quiero hacer un buen negocio; el objeto debe ser deseable desde el punto de vista de su valor social y, al mismo tiempo, debo resultarle deseable, teniendo en cuenta mis valores y potencialidades mani­fiestas y ocultas. De ese modo, dos personas se enamoran cuando sienten que han encontrado el mejor objeto disponible en el mercado, dentro de los límites impuestos por sus propios valores de intercambio. Lo mismo que cuando se compran bienes raíces, suele ocurrir que las potencialidades ocultas susceptibles de desarrollo desempeñan un papel de considerable importancia en tal transacción. En una cultura en la que prevalece la orientación mercantil y en la que el éxito material constituye el valor predominante, no hay en realidad motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas humanas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el mercado de bienes y de trabajo.

El tercer error que lleva a suponer que no hay nada que aprender sobre el amor, radica en la confusión entre la experiencia inicial del "enamorarse" y la situación permanente de estar enamorado, o, mejor dicho, de «permanecer» enamorado. Si dos personas que son desconocidas la una para la otra, como lo somos todos, dejan caer de pronto la barrera que las separa, y se sienten cercanas, se sienten uno, ese momento de unidad constituye uno de los más estimulantes y excitantes de la vida. Y resulta aún más maravilloso y milagroso para aquellas personas que han vivido encerradas, aisladas, sin amor. Ese milagro de súbita intimidad suele verse facilitado si se combina o inicia con la atracción sexual y su consumación. Sin embargo, tal tipo de amor es, por su misma naturaleza, poco duradero. Las dos personas llegan a conocerse bien, su intimidad pierde cada vez más su carácter milagroso, hasta que su antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo, terminan por matar lo que pueda quedar de la excitación inicial. No obstante, al comienzo no saben todo esto: en realidad, consideran la intensidad del apasionamiento, ese estar «locos» el uno por el otro, como una prueba de la intensidad de su amor, cuando sólo muestra el grado de su soledad anterior.

Esa actitud -que no hay nada más fácil que amar- sigue siendo la idea prevaleciente sobre el amor, a pesar de las abrumadoras pruebas-de lo contrario. Prácticamente no existe ninguna otra actividad o empresa que se inicie con tan tremendas esperanzas y expectaciones, y que, no obstante, fracase tan a menudo como el amor. Si ello ocurriera con cualquier otra actividad, la gente estaría ansiosa por conocer los motivos del fracaso y por corregir sus errores -o renunciaría a la actividad-. Puesto que lo último es imposible en el caso del amor, sólo parece haber una forma adecuada de superar el fracaso del amor, y es examinar las causas de tal fracaso y estudiar el significado del amor.

El primer paso a dar es tomar conciencia de que el amor es un arte, tal como es un arte el vivir. Si deseamos aprender a amar debemos proceder en la misma forma en que lo haríamos si quisiéramos aprender cualquier otro arte, música, pintura, carpintería o el arte de la medicina o la ingeniería.

¿Cuáles son los pasos necesarios para aprender cualquier arte?

El proceso de aprender un arte puede dividirse convenientemente en dos partes: una, el dominio de la teoría; la otra, el dominio de la práctica. Si quiero aprender el arte de la medicina, primero debo conocer los hechos relativos al cuerpo humano y a las diversas enfermedades. Una vez adquirido todo ese conocimiento teórico, aún no soy en modo alguno competente en el arte de la medicina. Sólo llegaré a dominarlo después de mucha práctica, hasta que eventualmente los resultados de mi conocimiento teórico y los de mi práctica se fundan en uno, mi intuición, que es la esencia del dominio de cualquier arte. Pero aparte del aprendizaje de la teoría y la práctica, un tercer factor es necesario para llegar a dominar cualquier arte -el dominio de ese arte debe ser un asunto de fundamental im­portancia; nada en el mundo debe ser más importante que el arte. Esto es válido para la música, la medicina, la carpintería y el amor-. Y quizá radique ahí el motivo de que la gente de nuestra cultura, a pesar de sus evidentes fracasos, sólo en tan contadas ocasiones trata de aprender ese arte. No obstante el profundo anhelo de amor, casi todo lo demás tiene más importancia que el amor: éxito, prestigio, dinero, poder; dedicamos casi toda nuestra energía a descubrir la forma de alcanzar esos objetivos y muy poca a aprender el arte del amor.

¿Sucede acaso que sólo se consideran dignas de ser aprendidas las cosas que pueden proporcionarnos dinero o prestigio, y que el amor, que «sólo» beneficia al alma, pero que no proporciona ventajas en el sentido moderno, sea un lujo por el cual no tenemos derecho a gastar muchas energías? Sea como fuere, este estudio ha de referirse al arte de amar en el sentido de las divisiones antes mencionadas: primero, examinaré la teoría del amor -lo cual abarcará la mayor parte del libro-, y luego analizaré la práctica del amor, si bien es muy poco lo que puede decirse sobre la práctica de éste como en cualquier otro campo.

II. LA TEORÍA DEL AMOR

1. EL AMOR, LA RESPUESTA AL PROBLEMA DE LA EXISTENCIA HUMANA

 

Cualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría del hombre, de la existencia humana. Si bien encontramos amor, o más bien, el equivalente del amor, en los animales, sus afectos constituyen fundamentalmente una parte de su equipo instintivo, del que sólo algunos restos operan en el hombre. Lo esencial en la existencia del hombre es el hecho de que ha emergido del reino animal, de la adaptación instintiva, de que ha trascendido la naturaleza -si bien jamás la abandona y siempre forma parte de ella- y, sin embargo, una vez que se ha arrancado de la naturaleza, ya no puede retornar a ella, una vez arrojado del paraíso -un estado de unidad original con la naturaleza- querubines con espadas flameantes le impiden el paso si trata de regresar. El hombre sólo puede ir hacia adelante desarrollando su razón, encontrando una nueva armonía humana en reemplazo de la prehumana que está irremediablemente perdida.

Cuando el hombre nace, tanto la raza humana como el individuo, se ve arrojado de una situación definida, tan definida como los instintos, hacia una situación indefinida, incierta, abierta. Sólo existe certeza con respecto al pasado, y con respecto al futuro, la certeza de la muerte.

El hombre está dotado de razón, es vida consciente de sí misma; tiene conciencia de sí mismo, de sus semejantes, de su pasado y de las posibilidades de su futuro. Esa conciencia de sí mismo como una entidad separada, la conciencia de su breve lapso de vida, del hecho de que nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su voluntad, de que morirá antes que los que ama, o éstos antes que él, la conciencia de su soledad y su «separatidad» *, de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de su existencia separada y desunida una insoportable prisión. Se volvería loco si no pudiera liberarse de su prisión y extender la mano para unirse en una u otra forma con los demás hombres, con el mundo exterior.

La vivencia de la separatidad provoca angustia; es, por cierto, la fuente de toda angustia. Estar separado significa estar aislado, sin posibilidad alguna para utilizar mis poderes huma nos. De ahí que estar separado signifique estar desvalido, ser incapaz de aferrar el mundo -las cosas y las personas- activamente; significa que el mundo puede invadirme sin que yo pueda reaccionar. Así, pues, la separatidad es la fuente de una intensa angustia. Por otra parte, produce vergüenza y un sentimiento de culpa. El relato bíblico de Adán y Eva expresa esa experiencia de culpa y vergüenza en la separatidad. Después de haber comido Adán y Eva del fruto del «árbol del conocimiento del bien y del mal», después de haber desobedecido (el bien y el mal no existen si no hay libertad para desobedecer), después de haberse vuelto humanos al emanciparse de la originaria armonía animal con la naturaleza, es decir, después de su nacimiento como seres humanos, vieron «que estaban desnu­dos y tuvieron vergüenza». ¿Debemos suponer que un mito tan antiguo y elemental como ése comparte la mojigatería del enfoque moralista del siglo XIX, y que el punto importante que el relato quiere transmitirnos es la turbación de Adán y Eva porque sus genitales eran visibles? Es muy difícil que así sea, y si interpretamos el relato con un espíritu victoriano, pasamos por alto el punto principal, que parece ser el siguiente: después que hombre y mujer se hicieron conscientes de sí mismos y del otro, tuvieron conciencia de su separatidad, y de la diferencia entre ambos, en la medida en que pertenecían a sexos distintos. Pero, al reconocer su separatidad, siguen siendo desconocidos el uno para el otro, porque aún no han aprendido a amarse (como lo demuestra el hecho de que Adán se defiende, acu­sando a Eva, en lugar de tratar de defenderla). La conciencia de la separación humana -sin la reunión por el amor- es la fuente de la vergüenza. Es, al mismo tiempo, la fuente de la culpa y la angustia.

La necesidad más profunda del hombre es, entonces, la necesidad de superar su separatidad, de abandonar la prisión de su soledad. El fracaso absoluto en el logro de tal finalidad significa la locura, porque el pánico del aislamiento total sólo puede vencerse por medio de un retraimiento tan radical del mundo exterior que el sentimiento de separación se desvanece -porque el mundo exterior, del cual se está separado, ha desaparecido-.

El hombre -de todas las edades y culturas- enfrenta la solución de un problema que es siempre el mismo: el problema de cómo superar la separatidad, cómo lograr la unión, cómo trascender la propia vida individual y encontrar compensación. El problema es el mismo para el hombre primitivo que habita en cavernas, el nómada que cuida de sus rebaños, el pastor egipcio, el mercader fenicio, el soldado romano, el monje medieval, el samurai japonés, el empleado y el obrero modernos. El problema es el mismo, puesto que surge del mismo terreno: la situación humana, las condiciones de la existencia humana. La respuesta varía. La solución puede alcanzarse por medio de la adoración de animales, del sacrificio humano o las conquistas militares, por la complacencia en la lujuria, el renunciamiento ascético, el trabajo obsesivo, la creación artística, el amor a Dios y el amor al Hombre. Y si bien las respuestas son muchas -su crónica constituye la historia humana- no son, empero, innumerables. Por el contrario, en cuanto se dejan de lado las diferencias menores, que corresponden más a la periferia que al centro, se descubre que el hombre sólo ha dado un número limitado de respuestas, y que no pudo haber dado más, en las diversas culturas en que vivió. La historia de la religión y de la filosofía es la historia de esas respuestas, de su diversidad, así como de su limitación en cuanto al número.

Las respuestas dependen, en cierta medida, del grado de in­dividualización alcanzado por el individuo. En el infante, la yoidad se ha desarrollado apenas; él aún se siente uno con su madre, no experimenta el sentimiento de separatidad mientras su madre está presente. Su sensación de soledad es creada por la presencia física de la madre, sus pechos, su piel. Sólo en el grado que el niño desarrolla su sensación de separatidad e individualidad, la presencia física de la madre deja de ser suficiente y surge la necesidad de superar de otras maneras la separatidad.

De manera similar, la raza humana, en su infancia, se siente una con la naturaleza. El suelo, los animales, las plantas, constituyen aún el mundo del hombre, quien se identifica con los animales, como expresa el uso que hace de máscaras animales, la adoración de un animal totémico o de dioses animales. Pero cuanto más se libera la raza humana de tales vínculos primarios, más intensa se torna la necesidad de encontrar nuevas formas de escapar del estado de separación.

Una forma de alcanzar tal objetivo consiste en diversas clases de estados orgiásticos. Estos pueden tener la forma de un trance autoinducido, a veces con la ayuda de drogas. Muchos rituales de tribus primitivas ofrecen un vívido cuadro de ese tipo de solución. En un estado transitorio de exaltación, el mundo exterior desaparece, y con él el sentimiento de separatidad con respecto al mismo. Puesto que tales rituales se practican en común, se agrega una experiencia de fusión con el grupo que hace aún más efectiva esa solución. En estrecha relación con la solución orgiástica, y frecuentemente unida a ella, está la experiencia sexual. El orgasmo sexual puede producir un estado similar al provocado por un trance o a los efectos de ciertas drogas. Los ritos de orgías sexuales comunales formaban parte de muchos rituales primitivos. Según parece, el hombre puede seguir durante cierto tiempo, después de la experiencia orgiástica, sin sufrir demasiado a causa de su separatidad. Lentamente, la tensión de la angustia comienza a aumentar, y disminuye otra vez por medio de la repetición del ritual.

Mientras tales estados orgiásticos constituyen una práctica común en una tribu, no producen angustia o culpa. Participar en ellos es correcto, e inclusive es virtuoso, puesto que constituyen una forma compartida por todos, aprobada y exigida por los médicos brujos o los sacerdotes; de ahí que no existan motivos para sentirse culpable o avergonzado. La situación es enteramente distinta cuando un individuo elige esa solución en una cultura que ha dejado atrás tales prácticas comunes. En una cultura no orgiástica, el alcohol y las drogas son los medios a su disposición. En contraste con los que participan en la solución socialmente aceptada, tales individuos experimentan sentimientos de culpa y remordimiento. Tratan de escapar de la separatidad refugiándose en el alcohol o las drogas; pero cuando la experiencia orgiástica concluye, se sienten más sepa­rados aún, y ello los impulsa a recurrir a tal experiencia con frecuencia e intensidad crecientes. La solución orgiástica sexual presenta leves diferencias. En cierta medida, constituye una forma natural y normal de superar la separatidad, y una solución parcial al problema del aislamiento. Pero en muchos individuos que no pueden aliviar de otras maneras el estado de separación, la búsqueda del orgasmo sexual asume un carácter que lo asemeja bastante al alcoholismo o la afición a las drogas. Se convierte en un desesperado intento de escapar a la angustia que engendra la separatidad y provoca una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres humanos, excepto en forma momentánea.

Todas las formas de unión orgiástica tienen tres características: son intensas, incluso violentas; ocurren en la personalidad total, mente y cuerpo; son transitorias y periódicas. Exactamente lo contrario ocurre en esa forma de unión que está lejos de ser la solución que con mayor frecuencia eligió el hombre en el pasado y en el presente: la unión basada en la conformidad con el grupo, sus costumbres, prácticas y creencias. Volvemos a encontrar aquí una evolución considerable.

En una sociedad primitiva el grupo es pequeño; está integrado por aquellos que comparten la sangre y el suelo. Con el desarrollo creciente de la cultura, el grupo se extiende; se con vierte en la ciudadanía de una polis, de un gran Estado, los miembros de una iglesia. Hasta el romano indigente se sentía orgulloso de poder decir civis romanus sum; Roma y el Imperio eran su familia, su hogar, su mundo. También en la sociedad occidental contemporánea la unión con el grupo es la forma predominante de superar el estado de separación. Se trata de una unión en la que el ser individual desaparece en gran medida, y cuya finalidad es la pertenencia al rebaño. Si soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o pensamientos que me hagan diferente, si me adapto en las costum­bres, las ropas, las ideas, al patrón del grupo, estoy salvado; salvado de la temible experiencia dé la soledad. Los sistemas dictatoriales utilizan amenazas y el terror para inducir esta conformidad; los países democráticos, la sugestión y la propaganda. Indudablemente, hay una gran diferencia entre los dos sistemas. En las democracias, la no conformidad es posible, y en realidad, no está totalmente ausente; en los sistemas totalitarios, sólo unos pocos héroes y mártires insólitos se niegan a obedecer. Pero, a pesar de esa diferencia, las sociedades democráticas muestran un abrumador grado de conformidad. La razón radica en el hecho de que debe existir una respuesta a la búsqueda de unión, y, a falta de una distinta o mejor, la conformidad con el rebaño se convierte en la forma predominante. El poder del miedo a ser diferente, a estar solo unos pocos pasos alejado del rebaño, resulta evidente si se piensa cuán profunda es la necesidad de no estar separado. A veces el temor a la no conformidad se racionaliza como miedo a los peligros prácticos que podrían amenazar al rebelde. Pero en realidad la gente quiere someterse en un grado mucho más alto de lo que está obligada a hacerlo, por lo menos en las democracias occidentales.

 

 

 

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