Yo escucho los cantos  
										
										
										de viejas cadencias  
										que los niños cantan  
										cuando en corro juegan,  
										y vierten en coro  
										sus almas, que suenan,  
										cual vierten sus aguas  
										las fuentes de piedra:  
										con monotonías  
										de risas eternas  
										que no son alegres,  
										con lágrimas viejas  
										que no son amargas  
										y dicen tristezas,  
										tristezas de amores  
										de antiguas leyendas.  
										
										
										    En los labios niños,  
										las canciones llevan  
										confusa la historia  
										y clara la pena;  
										como clara el agua  
										lleva su conseja  
										de viejos amores  
										que nunca se cuentan.  
										
										
										    Jugando, a la sombra  
										de una plaza vieja,  
										los niños cantaban...  
										
										
										    La fuente de piedra  
										vertía su eterno  
										cristal de leyenda.  
										
										
										    Cantaban los niños  
										canciones ingenuas,  
										de un algo que pasa  
										y que nunca llega:  
										la historia confusa  
										y clara la pena.  
										
										    Seguía su 
										cuento  
										la fuente serena;  
										borrada la historia,  
										
										contaba la 
										pena. 
										  
										  
										  
										  
										  
										  
										
										   
									 
									 | 
									
									 
									
									  
									
									
									
									     El 
									limonero lánguido suspende  
									      una pálida rama polvorienta,  
									      sobre el encanto de la fuente limpia,
									 
									      y allá en el fondo sueñan  
									  5  los frutos de oro...  
									                               Es una tarde 
									clara,  
									      casi de primavera,  
									      tibia tarde de marzo 
									      que el hálito de abril cercano lleva;
									 
									 10  y estoy solo, en el patio silencioso,
									 
									      buscando una ilusión cándida y vieja:
									 
									      alguna sombra sobre el blanco muro,
									 
									      algún recuerdo, en el pretil de piedra
									 
									      de la fuente dormido, o, en el aire,
									 
									 15  algún vagar de túnica ligera.  
									      En el ambiente de la tarde flota  
									      ese aroma de ausencia,  
									      que dice al alma luminosa: nunca,  
									      y al corazón: espera.  
									 20  Ese aroma que evoca los fantasmas 
									      de las fragancias vírgenes y muertas.
									 
									      Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,
									 
									      casi de primavera 
									      tarde sin flores, cuando me traías  
									 25  el buen perfume de la hierbabuena,  
									      y de la buena albahaca,  
									      que tenía mi madre en sus macetas.  
									      Que tú me viste hundir mis manos puras
									 
									      en el agua serena,  
									 30  para alcanzar los frutos encantados 
									      que hoy en el fondo de la fuente 
									sueñan...  
									      Sí, te conozco tarde alegre y clara,
									 
									      casi de primavera. 
									 
									
									
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									La plaza y los naranjos encendidos 
									
									 
									con sus frutas redondas y risueñas. 
									 
									
									
									   Tumulto de pequeños colegiales  
									que, al salir en desorden de la escuela,  
									llenan el aire de la plaza en sombra  
									con la algazara de sus voces nuevas. 
									 
									
									
									   ¡Alegría infantil en los rincones  
									de las ciudades muertas!...  
									
										
										   ¡Y algo 
										nuestro de ayer, que todavía  
										vemos vagar por estas calles viejas!  
									
									  
									
										
										
										A la desierta plaza 
										
										 
										conduce un laberinto de callejas.  
										A un lado, el viejo paredón sombrío  
										de una ruinosa iglesia;  
										a otro lado, la tapia blanquecina  
										de un huerto de cipreses y palmeras,  
										y, frente a mí, la casa,  
										y en la casa la reja  
										ante el cristal que levemente empaña  
										su figurilla plácida y risueña.  
										Me apartaré. No quiero  
										llamar a tu ventana... Primavera  
										viene —su veste blanca  
										flota en el aire de la plaza muerta—;
										 
										viene a encender las rosas  
										rojas de tus rosales... Quiero verla...  
									  
									  
									
									       
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										Campos de 
										Castilla 
										
										
										  
										
										
										ORILLAS DEL DUERO 
										 
										
										
										  
										
										
										       ¡Primavera soriana, primavera  
										humilde, como el sueño de un bendito,
										 
										de un pobre caminante que durmiera  
										de cansancio en un páramo infinito!  
										      ¡Campillo amarillento,  
										como tosco sayal de campesina,  
										pradera de velludo polvoriento  
										donde pace la escuálida merina!  
										      ¡Aquellos diminutos pegujales  
										de tierra dura y fría,  
										donde apuntan centenos y trigales  
										que el pan moreno nos darán un día!  
										      Y otra vez roca y roca, pedregales
										 
										desnudos y pelados serrijones,  
										la tierra de las águilas caudales,  
										malezas y jarales,  
										hierbas monteses, zarzas y cambrones.
										 
										      ¡Oh tierra ingrata y fuerte, 
										tierra mía!  
										¡Castilla, tus decrépitas ciudades!  
										¡La agria melancolía  
										que puebla tus sombrías soledades!  
										      ¡Castilla varonil, adusta tierra,
										 
										Castilla del desdén contra la suerte,
										 
										Castilla del dolor y de la guerra,  
										tierra inmortal, Castilla de la muerte!
										 
										      Era una tarde, cuando el campo 
										huía  
										del sol, y en el asombro del planeta,
										 
										como un globo morado aparecía  
										la hermosa luna, amada del poeta.  
										      En el cárdeno cielo vïoleta  
										alguna clara estrella fulguraba.  
										El aire ensombrecido  
										oreaba mis sienes, y acercaba  
										el murmullo del agua hasta mi oído.  
										      Entre cerros de plomo y de ceniza
										 
										manchados de roídos encinares,  
										y entre calvas roquedas de caliza,  
										iba a embestir los ocho tajamares  
										del puente el padre río,  
										que surca de Castilla el yermo frío.  
										      ¡Oh Duero, tu agua corre  
										y correrá mientras las nieves blancas
										 
										de enero el sol de mayo  
										haga fluir por hoces y barrancas,  
										mientras tengan las sierras su turbante
										 
										de nieve y de tormenta.  
										y brille el olifante  
										del sol, tras de la nube cenicienta!...
										 
										      ¿Y el viejo romancero  
										fue el sueño de un juglar junto a tu 
										orilla?  
										¿Acaso como tú y por siempre, Duero,  
										irá corriendo hacia la mar Castilla? 
										
										  
										
										
										  
										
										
										A UN OLMO SECO  
										
										
										  Al olmo viejo, hendido por el rayo  
										y en su mitad podrido,  
										con las lluvias de abril y el sol de 
										mayo  
										algunas hojas verdes le han salido.
										 
										
										
										  ¡El olmo centenario en la colina  
										que lame el Duero! Un musgo amarillento
										 
										le mancha la corteza blanquecina  
										al tronco carcomido y polvoriento.
										 
										
										
										  No será, cual los álamos cantores  
										que guardan el camino y la ribera,  
										habitado de pardos ruiseñores. 
										 
										
										
										  Ejército de hormigas en hilera  
										va trepando por él, y en sus entrañas
										 
										urden sus telas grises las arañas.
										 
										
										
										  Antes que te derribe, olmo del Duero,
										 
										con su hacha el leñador, y el carpintero
										 
										te convierta en melena de campana,  
										lanza de carro o yugo de carreta;  
										antes que rojo en el hogar, mañana,  
										ardas en alguna mísera caseta,  
										al borde de un camino;  
										antes que te descuaje un torbellino  
										y tronche el soplo de las sierras 
										blancas;  
										antes que el río hasta la mar te empuje
										 
										por valles y barrancas,   
										olmo, quiero anotar en mi cartera  
										la gracia de tu rama verdecida.  
										Mi corazón espera  
										también, hacia la luz y hacia la vida,
										 
										otro milagro de la primavera. 
										
										
										  
										
										
										  
										
										  
										
										  
										
										  
										
										  
										
										
										  
										
										  
										
										  
										
										  
										
										
										
										De un Cancionero Apócrifo 
										  
										
										
										
										 (MUERTE DE ABEL MARTÍN) 
										
										
										Pensando que no veía 
										porque Dios no le miraba, 
										dijo Abel cuando moría: 
										Se acabó lo que se daba. 
										
										
										J. de Mairena: Epigramas 
										
										I 
										
										Los últimos 
										vencejos revolean 
										en torno al campanario; 
										los niños gritan, saltan, se pelean. 
										En su rincón, Martín el solitario. 
										¡La tarde, casi noche, polvorienta, 
										la algazara infantil, y el vocerío, 
										a la par, de sus doce en sus cincuenta! 
										
										¡Oh alma plena 
										y espíritu vacío, 
										ante la turbia hoguera 
										con llama restallante de raíces, 
										fogata de frontera 
										que ilumina las hondas cicatrices! 
										
										Quien se vive 
										se pierde, Abel decía. 
										¡Oh, distancia, distancia!, que la 
										estrella 
										que nadie toca, guía. 
										¿Quién navegó sin ella? 
										Distancia para el ojo —¡oh lueñe nave!—, 
										ausencia al corazón empedernido, 
										y bálsamo suave 
										con la miel del amor, sagrado olvido. 
										¡Oh gran saber del cero, del maduro 
										fruto sabor que sólo el hombre gusta, 
										agua de sueño, manantial oscuro, 
										sombra divina de la mano augusta! 
										Antes me llegue, si me llega, el Día, 
										la luz que ve, increada, 
										ahógame esta mala gritería, 
										Señor, con las esencias de tu Nada. 
										
										II 
										
										El ángel que 
										sabía 
										su secreto salió a Martín al paso. 
										Martín le dio el dinero que tenía. 
										¿Piedad? Tal vez. ¿Miedo al chantaje? 
										Acaso. 
										Aquella noche fría 
										supo Martín de soledad; pensaba 
										que Dios no le veía, 
										y en su mudo desierto caminaba. 
									 
									 | 
									
									  
									  
									
									
									A JOSÉ MARÍA PALACIO  
									
									
									Palacio, buen amigo,  
									¿está la primavera  
									vistiendo ya las ramas de los chopos  
									del río y los caminos? En la estepa  
									del alto Duero, Primavera tarda,  
									¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...
									 
									
									
									¿Tienen los viejos olmos  
									algunas hojas nuevas?  
									
									
									Aún las acacias estarán 
									desnudas  
									y nevados los montes de las sierras. 
									 
									
									
									¡Oh mole del Moncayo blanca y 
									rosa,  
									allá, en el cielo de Aragón, tan bella!
									 
									
									
									¿Hay zarzas florecidas  
									entré las grises peñas,  
									y blancas margaritas  
									entre la fina hierba?  
									
									
									Por esos campanarios  
									ya habrán ido llegando las cigüeñas. 
									 
									
									
									Habrá trigales verdes,  
									y mulas pardas en las sementeras,  
									y labriegos que siembran los tardíos  
									con las lluvias de abril. Ya las abejas  
									libarán del tomillo y el romero. 
									 
									
									
									¿Hay ciruelos en flor? 
									¿Quedan violetas?  
									
									
									Furtivos cazadores, los 
									reclamos  
									de la perdiz bajo las capas luengas,  
									no faltarán. Palacio, buen amigo, 
									 
									
									
									¿tienen ya ruiseñores las 
									riberas?  
									
										
										
										Con los primeros lirios
										 
										y las primeras rosas de las huertas,  
										en una tarde azul, sube al Espino,  
										al alto Espino donde está su tierra...
										  
									
									  
									
									
									Allá, en las tierras altas,  
									
									
									por donde traza el Duero   
									su curva de ballesta  
									en torno a Soria, entre plomizos cerros  
									y manchas de raídos encinares,  
									mi corazón está vagando, en sueños...  
									   ¿No ves, Leonor, los álamos del río  
									con sus ramajes yertos?  
									Mira el Moncayo azul y blanco; dame  
									tu mano y paseemos.  
									Por estos campos de la tierra mía,  
									bordados de olivares polvorientos,  
									voy caminando solo,  
									triste, cansado, pensativo y viejo. 
									
									  
									
									  
									
									
									En estos campos de la tierra mía,
									 
									y extranjero en los campos de mi tierra  
									—yo tuve patria donde corre el Duero  
									por entre grises peñas,  
									y fantasmas de viejos encinares,  
									allá en Castilla, mística y guerrera,  
									Castilla la gentil, humilde y brava,  
									Castilla del desdén y de la fuerza—,  
									en estos campos de mi Andalucía,  
									¡oh tierra en que nací!, cantar quisiera.
									 
									
									
									Tengo recuerdos de mi infancia, tengo  
									imágenes de luz y de palmeras,  
									y en una gloria de oro,  
									de lueñes campanarios con cigüeñas,  
									de ciudades con calles sin mujeres  
									bajo un cielo de añil, plazas desiertas  
									donde crecen naranjos encendidos  
									con sus frutas redondas y bermejas;  
									y en un huerto sombrío, el limonero  
									de ramas polvorientas  
									y pálidos limones amarillos,  
									que el agua clara de la fuente espeja,  
									un aroma de nardos y claveles  
									y un fuerte olor de albahaca y hierbabuena,
									 
									imágenes de grises olivares  
									bajo un tórrido sol que aturde y ciega,  
									y azules y dispersas serranías  
									con arreboles de una tarde inmensa;  
									mas falta el hilo que el recuerdo anuda  
									al corazón, el ancla en su ribera,  
									o estas memorias no son alma. Tienen,  
									en sus abigarradas vestimentas,  
									señal de ser despojos del recuerdo,  
									la carga bruta que el recuerdo lleva. 
									 
									
									
									Un día tornarán, con luz del fondo ungidos,
									 
									los cuerpos virginales a la orilla vieja.
									 
									
									
									Lora del Río. 4 de abril de 1913 
									
									
									  
									
									  
									
									  
									
									  
									
									  
									
									  
									
									  
									
									  
									
									  
									
									III 
									
									Y vio la musa 
									esquiva, 
									de pie junto a su lecho, la enlutada, 
									la dama de sus calles, fugitiva, 
									la imposible al amor y siempre amada. 
									Díjole Abel: Señora, 
									por ansia de tu cara descubierta, 
									he pensado vivir hacia la aurora 
									hasta sentir mi sangre casi yerta. 
									Hoy sé que no eres tú quien yo creía; 
									mas te quiero mirar y agradecerte 
									lo mucho que me hiciste compañía 
									con tu frío desdén. 
									             Quiso la muerte 
									sonreír a Martín, y no sabía. 
									
									IV 
									
									Viví, dormí, soñé y 
									hasta he creado 
									—pensó Martín, ya turbia la pupila— 
									un hombre que vigila 
									el sueño, algo mejor que lo soñado. 
									Mas si un igual destino 
									aguarda al soñador y al vigilante, 
									a quien trazó caminos, 
									y a quien siguió caminos, jadeante, 
									al fin, sólo es creación tu pura nada, 
									tu sombra de gigante, 
									el divino cegar de tu mirada. 
									
									V 
									
									Y sucedió a la 
									angustia la fatiga, 
									que siente su esperar desesperado, 
									la sed que el agua clara no mitiga, 
									la amargura del tiempo envenenado. 
									¡Esa lira de muerte! 
									              Abel palpaba 
									su cuerpo enflaquecido. 
									¿El que todo lo ve no le miraba? 
									¡Y esta pereza, sangre del olvido! 
									¡Oh, sálvame, Señor! 
									              Su vida entera, 
									su historia irremediable aparecía 
									escrita en blanda cera. 
									¿Y ha de borrarte el sol del nuevo día? 
									Abel tendió su mano 
									hacia la luz bermeja 
									de una caliente aurora de verano, 
									ya en el balcón de su morada vieja. 
									Ciego, pidió la luz que no veía. 
									Luego llevó, sereno, 
									el limpio vaso, hasta su boca fría, 
									de pura sombra —¡oh, pura sombra!— lleno. 
									
									  
									
									Poesías completas, 
									Madrid, Espasa-Calpe, 1933. 
									
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