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y Literatura

 

2º de Bachillerato

I.E.S. "P. Jiménez Montoya". Baza

Lengua y Literatura

 

Artículo de opinión

 

 Ponerse ciego

Por Antonio Muñoz Molina

Escritor

Publicado en la

Revista MUY INTERESANTE,

septiembre de 2006, p. 11

 

Entre los jóvenes españoles, los valores de la razón y el decoro público parecen menos importantes que los del abandono y el olvido, ensalzados en los macrobotellones que se realizan cada fin de semana en los barrios de nuestras ciudades.

 

 

Tan  sutiles como los mejores recuerdos son los procesos quí­micos que los hacen posi­bles: el calcio entra en las neuronas disparando una cascada de reacciones que fortalecen las sinapsis, y por lo tanto multiplican las posibilidades de conexiones instantáneas en las que consiste la memoria y la capacidad de aprendizaje. El hilo del recuerdo es una corriente de infinitesimales reacciones químicas: aprender es trazar nuevos caminos en el laberinto arbóreo de las células cere­brales. Pero parece que tan arraigado en la naturaleza humana como el deseo de saber cosas nuevas y de re­capitular con placer o melancolía las ya vividas está el instinto de renegar de ambas potestades, porque el aprendizaje pone en pe­ligro las certezas rutinarias en las que muchas veces nos gusta acomodarnos, y porque el recuerdo puede estar envenenado de amargura y de remordimiento. Para aprender algo más y no sucumbir al conocimiento, Ulises se hace atar al mástil de su navío en las proximidades de los arrecifes en los que cantan las sirenas, mientras sus com­pañeros se tapan los oídos con cera. Quiere saber có­mo es la dulzura de esas voces que enloquecen a los hombres, pero también quiere sobrevivir, y la astucia que urde es un ejemplo temprano del ejercicio de la razón humana como antídoto para los terrores primitivos del mundo.

          La Odisea trata de la racionalidad aventurera y la memoria, pero tam­bién de ese otro impulso de nuestra naturaleza, el del olvido. En el país de los lotófagos, los hombres comen de una planta que les borra todos los recuer­dos, y en la isla de la he­chicera Circe se convierten en cerdos y disfrutan de la brutal Felicidad de no ser ya humanos.

 

            A la embriaguez se le ha atribuido el mérito de restablecer el vínculo con lo verdadero y hasta con lo sagrado, y cuando se dice tan vulgarmente que de la boca de los bo­rrachos y la de los niños procede la verdad se está repitiendo la idea antigua de que la borrachera es un estado de iluminación y de trance. Quizás por eso en el lenguaje común se asocia la embriaguez a la ceguera, que en el mundo antiguo era un atributo paradójico de la clarivi­dencia. "Ponerse ciego", se dice en español, y en inglés la expresión equiva­lente para el que está muy borracho es blind drunk. La cultura griega, según Nietzsche, se construyó sobre el equilibrio inesta­ble entre la razón y la irra­cionalidad, la sobriedad y la embriaguez, la inteli­gencia serena representada por Apolo y el arrebato de fiesta y borrachera de Dionisos.

Un paseo por cual­quier ciudad española en las noches del fin de se­mana nos hará pensar que en nuestro país la vieja lu­cha entre Dionisos y Apolo la ha ganado con gran ventaja el primero, y que entre las personas más jóvenes los dones del aban­dono y el olvido tienden a ser más valorados que los de la razón y la memoria. No destacamos interna­cionalmente en casi nada, salvo en la escala masiva de esos macrobotellones en los que decenas de miles de jóvenes borrachos inundan barrios enteros, dejando en el amanecer una densa pestilencia de vómitos y orines y un pai­saje de basuras.

Sé que es inconveniente manifestar disgusto ante ese espectáculo: las autoridades españolas llevan décadas practi­cando la demagogia de lo juvenil, y con frecuencia son ellas mismas las que alientan jovialmente tales concentraciones. Nadie quiere en España arriesgarse a no parecer joven, o al menos juvenil y majete, y como es un país en el que la democracia tiene raíces muy débi­les, muy pocas personas se atreven a decir que ciertas normas de decoro público y civismo son más progresistas que el abandono de los espacios de todos a manos de unos cuantos miles de borra­chos que se consideran autorizados a actuar en medio de la calle como no lo harían jamás en su propia casa.

Y casi nadie quiere resaltar tampoco que además de un problema de degradación cívica el hábito juvenil de la borrachera es también un riesgo pavoroso para la salud pública. Estudios recientes prueban que el abuso del alcohol es to­davía más dañino para los adolescentes que para los adultos, al entorpecer gravemente o destruir del todo esos sutiles proceses químicos que nos permi­ten aprender y recordar, y que desarrollan en los lóbulos frontales de nues­tro cerebro la misteriosa capacidad de prever el re­sultado de nuestros actos y ser capaces de corregir nuestra conducta. Tan héroe como Ulises en La Odisea es Telémaco, su hijo adolescente, que sale de la seguridad de su casa en busca del padre perdido y de la vida adulta. Pero un Telémaco beodo se perderá en el mundo tan irreparablemente como se pierden las jóvenes ra­tas de laboratorio intoxi­cadas de alcohol en los la­berintos que trazan para ellas los científicos.

 

 

Pocos se atreven a decir que ciertas normas
cívicas son más progresistas que dejar las
calles en manos de miles de borrachos

 

 

 

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