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La Reina de las Nieves[1] Carmen Martín Gaite Textos para comentar Texto para comentar p. 99- 103 Cuando la abuela llegaba a este punto del cuento, a mí se me venían lágrimas a los ojos. Todavía no se me había metido en ellos ningún cristalito de hielo ni me había raptado la Reina de las Nieves. Y la abuela se paraba y decía: ‑Pero eres tonto, ¿por qué lloras? Los cuentos me los contaba casi siempre en la parte de atrás del jardín, y yo la escuchaba mirando a los claros de cielo que se veían entre las copas altas de los árboles y luego abajo, a la sombra movediza que las hojas dejaban a intervalos en los paseos de arena y en el rostro de las estatuas blancas que los bordeaban, misteriosas y frías, como a la escucha del llanto del mar: una noche había descubierto que una de ellas, según le daba la luna, se parecía a la Reina de las Nieves, pero luego no la volví a encontrar en su sitio ni estaba seguro de haberla visto, se cambiaban de sitio para equivocarme, todo era un puro borrón, un laberinto. Y Gerda y Kay estaban tan lejos. Me sentía preso en aquel jardín donde nada era lo que parecía. La abuela me tendía un pañuelo con labores de encaje en el borde. ‑Anda, suénate. Y dime qué te pasa. ‑Nada, que me gustaría avisar a los niños y no puedo, mandarles un pájaro con una carta en el pico o algo. ¡Si supieran lo que les va a pasar! ‑Venga ‑decía la abuela‑, si lloras no sigo. ¿Para qué me pides los cuentos que más te hacen llorar? Pero yo le pedía que siguiera, porque ya sabía que aunque sólo me contara esa primera parte, lo que iba a pasar luego pasaría sin remedio. El único remedio habría sido el de que Gerda y Kay no estuvieran tan lejos, separados de mí por mil barreras de escarcha, y que me pudieran oír si me ponía a gritarles: «¡Cuidado, tened cuidado a partir de ahora!» Pero no ha nacido nadie que nos pueda avisar de esas amenazas que cierne sobre nosotros el destino y que deja caer cuando nos ve más descuidados, es igual que la picadura de un insecto por la noche, sólo al despertar te encuentras con la roncha venenosa sobre la piel, pero no sabes cómo ha ocurrido. Así que asistía impotente y con el corazón en ascuas a las postrimerías de aquella etapa feliz que vivían Gerda y Kay, inconscientes de que estaba tocando a su término. Y le pedía a la abuela que me contara despacio, para que durara más, aquel tramo de los niños mirándose y riéndose, sin saber que se estaban despidiendo, a través del breve círculo robado a la escarcha. Y la palabra de la abuela se detenía meticulosamente ‑como mis lapiceros sobre las flores‑ en describir con cambiantes metáforas el cálido fulgor que despedía el ojo de Kay al mirar a Gerda y el de ella al devolverle desde su redondelito el mismo reflejo de estrella imperecedera. Era la abuela quien me había dicho que esas mudanzas repentinas que se operan misteriosamente en algunas personas y les hielan las lágrimas, la ilusión y el cariño son como picaduras de insecto durante el sueño, que son cosas que pasan y qué se le va a hacer, ningún malo tiene la culpa de haberse vuelto malo; y se sonreía cuando le preguntaba si a mí también me pasarla un día eso sin que me diera cuenta. Ella meneaba la cabeza parsimoniosamente y luego contestaba esquivando la pregunta, como siempre hacía, con aquella sonrisa enigmática de quien conoce todos los secretos pero no está dispuesto a vendérselos a nadie de barato. ‑¿Que si te pasará qué? ‑Lo del cristalito. Sabíamos los dos que se trataba de un accidente confuso y de motivaciones inabarcables, algo muy difícil de prever en una respuesta, y que sólo cabía contestar cerrando los ojos y señalando al azar, como cuando tiraba yo sin mirar de uno de aquellos rollos estrechos de papel donde ella había escrito los oficios que podía hacer de mayor, y me paraba a la buena de Dios para que me saliera uno. ‑Puede que sí, puede que no, cuánto quieres saber. Tira esa piedrecita al aire, anda, cierra los ojos y di un número del uno al diez. ‑El tres. El número que decía yo nunca coincidía con el que estaba pensando la abuela. Se ponía a canturrear. ‑Si dijeras siete, ni perdías ni ganabas, ni pasabas tanta pena como tienes que pasar, de codín de codán... Pero bueno, ¿ya estás haciendo pucheros otra vez? No llores, tonto, nunca se acierta. A unos se les mete el cristalito en el ojo y a otros no. ‑¿A ti se te ha metido? Nunca te veo llorar. Se quedaba mirando a lo lejos, pensativa. ‑¡Cualquiera se acuerda, hijo! ¡Debe hacer tantos años! ‑¿Cuántos? ‑De ser, sería antes de nacer tu padre, que yo de soltera era bien llorona. Cuando la abuela aludía a un tiempo en que yo todavía no estaba en el mundo sentía un gran malestar, sobre todo por lo reacia que se mostraba ella a contarme historias de familia. Lo que más trabajo me costaba era imaginar que por aquel mismo parque hubiera correteado de niño mi padre. Seguro que las estatuas ahora no lo reconocerían en ese señor serio y alto que casi nunca venía, porque a mi madre no le gustaban las casas antiguas ni los pueblos perdidos donde no hay diversiones. Se iban de viaje a otros lugares de nombre exótico y me manda bao postales que yo metía en una caja grande de galletas y que luego sacaba por las noches. La postal la escribía siempre él y ella se limitaba a poner «besos» y a firmar con su letra angulosa. Mi madre me intrigaba más que mi padre, mucho más, me preguntaba por qué tendría los dedos tan finos y tan fríos, por qué a veces me miraba como si estuviera tratando de espiar mis pensamientos o me estuviera reprendiendo por algo, cuándo y cómo habría conocido a mi padre, de qué hablarían en aquellos viajes a los que no me llevaban; pero de ella sí que era inútil preguntarle nada a la abuela, estaba bien claro que vivían al margen la una de la otra y que se dirigían la palabra por pura cortesía. Mi madre era muy guapa, muy rubia y casi tan alta como mi padre, le gustaba vestirse de tonos claros, cambiaba mucho de criados, de ropa y de muebles, hablaba despacio y parecía estar siempre fatigada. Era una maniática de las reglas de higiene y urbanidad. Cuando cumplí diez años y empecé a comer con ellos a la mesa, me concentraba en manejar con toda destreza el tenedor y el cuchillo y en que no me notaran que los miraba de reojo, mientras padecía el peso de sus silencios o de una conversación opaca que solía versar sobre lo mismo que se comía. Fue en alguna de aquellas comidas cuando empecé a sospechar que mis padres no se querían y a tener por seguro que ya se les había metido el cristalito en el ojo, ¿pero cuándo?, ¿qué día?, porque eso era lo que más me importaba, saber cuándo habían pasado las cosas y cómo. La abuela, incluso cuando contaba retazos de historias familiares, nunca daba fechas de los acontecimientos, no los ponía uno detrás de otro para que yo pudiera entenderlos, lo dejaba todo nadando en una niebla abstrusa, lo que decía con lo que callaba, lo ocurrido de verdad con lo contado y con la manera tan particular que tenía de contarlo, un tono raro que dejaba siempre sed y sospecha, lo pasado con lo futuro y con lo soñado. Yo quería saber el cuándo de todas las cosas para no perderme, y sin embargo vivía perdido en la maraña fascinante de los cuentos de la abuela, la única persona mayor a la que me atrevía a preguntarle cosas, aunque me contestara de un modo misterioso. ‑¿Sabes a qué edad se me meterá a mí en el ojo el cristalito de hielo? Di. Me pasaba la mano por el pelo, me levantaba la cabeza cogiéndome por la barbilla y jugaba a poner un gesto de bruja que a mí me divertía y me inquietaba al mismo tiempo, con el índice de la mano derecha marcando círculos lentos por el aire. ‑Tardará, tardará, ya me habré muerto yo. Los árboles del jardín dejaban de ser un borrón que giraba, el sol se colaba confiadamente por entre las ramas que movía la brisa, veía reflejos de iris y volvía a sentir el suelo firme y estable debajo de mis pies.
Otros textos para comentar
Tercera parte de la novela
Texto 2 p. 276-277 (…) Se inclinó hacia el exterior y echó medio cuerpo fuera para alcanzar la chapa de hierro de la contraventana desprendida. Consiguió agarrarla con ambas manos y, a contrapelo del aire helado que se colaba silbando por las bocamangas de su chaqueta, luchaba por hacerse con ella y sujetarla nuevamente a su soporte. Se resistía. La figura de Mauricio, enmarcada contra aquel fondo de intemperie invernal y con el primer plano de luz tenue derramándose sobre muebles y objetos, destacaba como la ilustración en blanco y negro de un folletín antiguo con leyenda al pie. Por ejemplo: «... peleando contra el furioso huracán, aun a riesgo de su vida...», o algo por el estilo. Había muchos folletines de aquel tipo en este mismo cuarto. Historias fabulosas, llenas de peripecias, que de niño hablan encandilado la imaginación de Leonardo Villalba, aventuras protagonizadas siempre por gente intrépida, náufragos, piratas, exploradores, princesas errantes, bandidos generosos, prisioneros sobre los que pesa una condena injusta, santos y capitanes. Las estanterías rebosaban de libros, porque ni siquiera los de texto se habían tirado. Y en una de ellas dormitaba, escondido entre otros, un tomo pequeño con tapas duras, cinta de seda para señalar la página y letras en dorado sobre el lomo gris, donde se leía: «Hans Christian Andersen. LA REINA DE LAS NIEVES.» Estaba allí mismo, a la derecha de la ventana. Cuando Mauricio la cerró nuevamente, una vez rematada su tarea, y corrió la cortina de terciopelo que la cubría, traía el pelo y los hombros cuajados de manchas blancas. Se las sacudió, respiró hondo y, apoyado contra la pared, empezó a recorrer lentamente con la vista, como buscando cobijo, los distintos recodos del acogedor recinto. Pero estaba claro que aquella noche sus tentativas de descanso se veían frustradas una por una. ‑¡Señora!, ¿qué haces ahí? ‑exclamó sobresaltado. Sus ojos acababan de toparse con una figura de mujer tendida sobre la cama turca situada al otro extremo del torreón. Estaba completamente vestida y se cubría la cara con un brazo. E1 otro lo tenía apoyado en un almohadón, con la mano colgando. Sobre la colcha se esparcían en total desorden una serie de papeles, dibujos y fotografías. Su inmovilidad y su silencio eran tan completos que Mauricio cruzó casi corriendo la distancia que los separaba, como quien acude a remediar una catástrofe inminente. Llegado a aquel punto, tomó por los hombros a la mujer acostada y se puso a sacudirla sin más contemplaciones. ‑¡Señora, por lo que más quieras, dime algo! ¿Qué te pasa, señora? ‑Nada ‑contestó ella con voz átona, sin descubrir aún el rostro‑, ¿qué quieres que me pase? Ya lo ves. Que estoy tumbada aquí. No me zarandees más, Mauricio. ¡Ay, Dios mío, cuánto te gusta hacer tragedia!
Texto 3 p. 295-297
(…) Cuando estaba leyéndole trozos de mi ensayo, había cerrado los ojos un instante -dijo-, y le pareció que no era mi voz, que quien le estaba hablando desde lejos era el joven Leonardo, “huésped de los infiernos” lo llamó, un extraño con el que solía discutir sobre literatura antes de que se esfumara para siempre, paciente de sentimientos y emociones invisibles, que a duras penas afloran bajo un discurso atento a controlar distancias Así era también mi texto. Distante. Tendía una mano, pero al ir a agarrarla, se pegaba uno de cabezazas contra una especie de cristal grueso, «como los peces aquellos que merodeaban por el castillo submarino de tu madre, la sirena». Y me emocionó que se acordara y lo sacara a relucir. A voces tenía aciertos, muchas veces. Eso es precisamente la literatura, una prisión de cristal. Pero no se lo dije. Te lo digo ahora a ti. Hay un silencio de los que se adivinan duraderos y Mauricio contiene la respiración. Sólo se oye el crepitar del fuego. No se atreve a moverse. Siempre que la señora entra en vena de confidencias, le invade la misma sensación de irrealidad, de milagro. No está nada seguro de ser él quien escucha; resulta tan raro asistir a una conversación que tuvo lugar en el mismo escenario que ésta y provocada por un comentario parecido, cómo no se le van a confundir una con otra, «yo también le pregunté que por qué no se deja de inventos y escribe la novela de su vida, está visto que prefiere contarla en vez de escribirla y no me extraña porque debe de ser mucho, la va escribiendo a trozos según habla con unos y con otros, según vive, es su manera, no sé quién coserá después los trozos, trabajo le mando como no sea Dios, pero eso parece que a ella le da igual, no la pienso volver a interrumpir, o tal vez tiene sueño y lo quiere dejar para otro día». Entorna los ojos y la ve desdibujada y distante, metida en su castillo de cristal, rodeada de peces grotescos, y don Eugenio boqueando también entre ellos, entregado al furor de hablar y de asomarse a lo que no entendía. «Yo lo entiendo mejor», piensa Mauricio, «porque me lo está contando, cuando se viven las cosas no se fija uno, hay que ponerlas lejos, que ruede el tiempo encima, es lo que le pasaría a ella con eso del vértigo.» Y necesita cerrar los ojos del todo, porque de tanto darle vueltas a lo que ha oído y superponerle sus propias cavilaciones, lo que le da vueltas es la habitación, no sabe si la de esta noche o la de aquélla, zumba el silencio y empieza a sentir vértigo también él. ‑¿Te duermes, Mauricio? ‑No, señora. -Como cierras los ojos... ‑Era para pensar, aprovechando que te has callado. Para dejarte pensar también a ti, o descansar, según prefieras. Debe ser agotador hurgar en esa buhardilla tan atiborrada de tu cabeza y elegir qué cosas dejas y cuales sacas, ¿no?, porque unas tirarán de otras, supongo. Mejor dicho, lo veo, veo que eso es lo que te pasa.
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