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2� de Bachillerato

I.E.S. "P. Jim�nez Montoya". Baza

Lengua y Literatura

Ulises y las sirenas

Volverse capaz, ser reconocido

Paul Ric�ur*

fil�sofo

publicado en La Revue des revues, diciembre de 2005

(France Diplomatie)

El premio con el que me honra el Centro John W. Kluge, de la Biblioteca del Congreso, y por el cual le doy mis m�s sinceros agradecimientos, se debe al humanismo por el que mis numerosos benefactores acreditaron toda mi obra. Las siguientes reflexiones se dedican a analizar algunas de las bases de este humanismo.

El t�tulo que eleg� es doble: designa por un lado las capacidades que se atribuye un agente humano y, por el otro, el recurso a los dem�s para dar un estatuto social a esta certeza personal. La apuesta com�n a los dos polos de esta dualidad es la identidad personal. Me identifico por mis capacidades, por lo que puedo hacer. El individuo se designa como hombre capaz, y podr�amos agregar... que padece, para subrayar la vulnerabilidad de la condici�n humana.

Las capacidades pueden observarse desde afuera, pero en lo fundamental se sienten y se viven desde la certeza. Esta �ltima no es una creencia, considerada como un grado inferior del saber. Es una seguridad confiada, pariente del testimonio. Estoy hablando de comprobaci�n: en efecto, esta es al ser lo que es el testimonio dado sobre un acontecimiento, un encuentro, un accidente.

Fenomenolog�a del hombre capaz

Se puede establecer una tipolog�a de las capacidades b�sicas, en la uni�n de lo innato y de lo adquirido. Estos poderes b�sicos constituyen el primer cimiento de la humanidad, en el sentido de lo humano opuesto a lo inhumano. El cambio, que es un aspecto de la identidad �de las ideas y de las cosas� reviste en el nivel humano un aspecto dram�tico, que es el de la historia personal enredada en las innumerables historias de nuestros compa�eros de existencia. La identidad personal est� marcada por una temporalidad que podemos denominar constitutiva. La persona es su historia. En el esquema de tipolog�a que propongo, considero sucesivamente la capacidad de decir, la de actuar y la de contar, a las que agrego la imputabilidad y la promesa. En este vasto panorama de las capacidades afirmadas y asumidas por el agente humano, el acento principal se desplaza de un polo a primera vista moralmente neutro, a un polo expl�citamente moral donde el sujeto capaz se prueba como sujeto responsable.

Algunas palabras sobre cada uno de estas capacidades: por �poder decir� se debe entender una capacidad m�s espec�fica que el don general del lenguaje, que se expresa en la pluralidad de las lenguas, cada una de las cuales tiene su morfolog�a, su l�xico, su sintaxis y su ret�rica. Poder decir es producir espont�neamente un discurso sensato. En el discurso alguien dice algo a alguien de acuerdo con reglas comunes. Decir algo se remite al sentido; acerca de algo se remite a la referencia extraling��stica; a alguien se remite a la direcci�n, base de la conversaci�n. Por �poder actuar�, entiendo la capacidad de producir acontecimientos en la sociedad y en la naturaleza. Esta intervenci�n transforma la noci�n de acontecimientos, que no son s�lo lo que pasa. Introduce la contingencia humana, la incertidumbre, y lo imprevisible en el curso de las cosas.

El �poder contar� ocupa un lugar eminente entre las capacidades en la medida en que los acontecimientos de cualquier origen s�lo se vuelven legibles e inteligibles cuando se

cuentan dentro de una historia; el arte milenario de contar historias, cuando se aplica a uno mismo, produce relatos de vida que la historia de los historiadores articula. La puesta en relato marca una bifurcaci�n en la identidad misma �que ya no es s�lo la del yo mismo� y en la identidad de s�, que integra el cambio como peripecia. Entonces, podemos hablar de una identidad narrativa: la de la intriga del relato que permanece inacabado y abierto a la posibilidad de contar de otro modo y de dejarse contar por los otros.

La imputabilidad constituye una capacidad claramente moral. Un agente humano es considerado como el verdadero autor de sus actos, cualquiera que sea la fuerza de las causas org�nicas y f�sicas. Asumida por el agente, lo vuelve responsable, capaz de atribuirse una parte de las consecuencias de la acci�n; si se trata de un da�o hecho a otros, dispone a la reparaci�n y a la sanci�n final.

Sobre esta base la promesa es posible; el sujeto se compromete con su palabra y dice que har� ma�ana lo que dice hoy: la promesa limita lo imprevisible del futuro, a riesgo de traici�n; el sujeto puede mantener su promesa o romperla; de esta manera, compromete la promesa de la promesa, la de cumplir su palabra, de ser confiable.

La exigencia de reconocimiento

A primera vista, estas capacidades b�sicas no implican una petici�n de reconocimiento por parte de los dem�s, ciertamente, la certeza de poder hacer algo es �ntima; sin embargo, cada una de ellas requiere un interlocutor. El discurso se dirige a alguien capaz de responder, de cuestionar, de iniciar una conversaci�n y un di�logo. La acci�n se hace con otros agentes, que pueden ayudar o estorbar; el relato re�ne a m�ltiples protagonistas en una intriga �nica; una historia de vida se compone de una multitud de otras historias de vida. Por su parte, la imputabilidad, frecuentemente suscitada por la acusaci�n, me vuelve responsable ante los dem�s; m�s estrechamente, vuelve al poderoso responsable del d�bil y del vulnerable. Por �ltimo, la promesa requiere un testigo que la recibe y la registra; m�s a�n, su finalidad es el bien de los dem�s, si no apunta al da�o y la venganza. Sin embargo, lo que les falta a estas implicaciones de los dem�s en la certeza privada de poder hacer es la reciprocidad, la mutualidad, que son las �nicas que permiten hablar de reconocimiento en el mejor sentido.

Esta mutualidad no se da de manera espont�nea; esa es la raz�n por la que se pide, y dicha petici�n no ocurre sin conflicto y sin lucha. La idea de lucha por el reconocimiento se encuentra en el centro de las relaciones sociales modernas; el mito del estado natural otorga a la competencia, a la desconfianza, a la afirmaci�n arrogante de la gloria solitaria, el papel de fundaci�n y de origen; en esta guerra de todos contra todos s�lo el miedo a la muerte violenta reinar�a; este pesimismo, que tiene que ver con el fondo de la naturaleza humana, va junto con un elogio del poder absoluto de un soberano ajeno al pacto de sumisi�n de los ciudadanos liberados del miedo. As�, la negaci�n de reconocimiento se encuentra inscrito en la instituci�n. Puede encontrarse un primer recurso a favor de la reciprocidad en el car�cter �tan primitivo como el de la guerra de todos contra todos� de un derecho natural, en el que podr�a reconocerse una igualdad de respeto a todos los contratantes del v�nculo social; de esta manera, el car�cter moral del v�nculo social podr�a considerarse irreductible.

Lo que el derecho natural ignora es el lugar que ocupa la lucha en la conquista de la igualdad y la justicia, y el papel de los comportamientos negativos en la motivaci�n de las luchas: falta de consideraci�n, humillaci�n, desprecio, por no mencionar nada acerca de la violencia en todas sus formas f�sicas y ps�quicas.

La lucha por el reconocimiento contin�a en varios niveles. Empieza en el de las relaciones afectivas vinculadas con la transmisi�n de la vida, la sexualidad y la filiaci�n. Encuentra su m�xima expresi�n en la intersecci�n de las relaciones verticales de una genealog�a y de las relaciones horizontales de conyugalidad cuyo marco es la familia.

Esta lucha por el reconocimiento contin�a en el plano jur�dico de los derechos c�vicos, centrados en las ideas de libertad, justicia, y solidaridad. No pueden reivindicarse derechos para m� que no se reivindiquen para otros sobre bases de igualdad. Esta extensi�n de las capacidades individuales, que es del �mbito de la persona jur�dica, no solo ata�e la enumeraci�n de los derechos c�vicos, sino tambi�n su esfera de aplicaci�n a categor�as nuevas de individuos y poderes hasta entonces desde�ados. Esta extensi�n es la ocasi�n de conflictos relativos a la exclusi�n vinculada con las desigualdades sociales, y relativas tambi�n a las formas de discriminaci�n heredadas del pasado y que siguen golpeando a diversas minor�as.

Pero el desd�n y la humillaci�n alcanzan al v�nculo social en un plano que rebasa el de los derechos; se trata de la estima social que se dirige al valor personal y a la capacidad de buscar la felicidad de acuerdo con la propia concepci�n de la vida buena. El marco de esta lucha por la estima son los diferentes lugares de la vida; as�, en la empresa, est� la lucha por prevalecer y proteger el rango propio en la jerarqu�a de autoridad; en el acceso a la vivienda, est�n las relaciones de vecindad y de proximidad, as� como los m�ltiples encuentros con los que se teje la vida diaria. Siempre son las capacidades personales las que piden que los dem�s las reconozcan.

El intercambio y el v�nculo

Entonces surge la pregunta para saber si el v�nculo social s�lo se constituye en la lucha por el reconocimiento, o si no existe tambi�n, desde el origen, una especie de benevolencia vinculada con la similitud de hombre a hombre en la gran familia humana.

Algo de esto sospechamos en la insatisfacci�n en la que nos deja la pr�ctica de la lucha; la petici�n de reconocimiento que en ella se expresa es insaciable: �cu�ndo tendremos el reconocimiento suficiente? Hay en esta b�squeda una especie de infinito inicuo. Pero tambi�n es un hecho que experimentamos el reconocimiento efectivo de maneras apaciguadas. Este modelo se encuentra en la pr�ctica del intercambio ceremonial de dones en las sociedades arcaicas. Este intercambio ritualizado no se confunde con el intercambio mercantil que consiste en comprar y vender de acuerdo con un contrato comercial. La l�gica del intercambio de dones es una l�gica de reciprocidad que crea la mutualidad; consiste en el llamado a �proporcionar a cambio� contenido en el acto de dar.

�De d�nde surge esta obligaci�n? Algunos soci�logos han buscado en la cosa intercambiada una fuerza m�gica que hace circular el don y lo hace regresar a su punto de partida. Yo prefiero seguir a aqu�llos que ven en el intercambio de dones el reconocimiento que uno le hace al otro, al que no se conoce y se simboliza en la cosa intercambiada y que se convierte en su prenda. Este reconocimiento indirecto podr�a ser la contraparte pac�fica de la lucha por el reconocimiento. En ella se expresar�a la mutualidad del v�nculo social. No es que la obligaci�n de devolver cree una dependencia del receptor con respecto al dador, pero el acto de dar podr�a ser la invitaci�n a una generosidad parecida. Esta cadena de generosidad es el modelo de una experiencia efectiva de reconocimiento sin lucha, que encuentra una

expresi�n en todas las treguas de nuestras luchas, en los armisticios que en particular constituyen los compromisos surgidos de las negociaciones entre agentes sociales. Adem�s de esta pr�ctica del compromiso, la formaci�n del v�nculo pol�tico que nos hace ciudadanos de una comunidad hist�rica quiz�s no procede �nicamente de la preocupaci�n por la seguridad y la defensa de los intereses particulares de esta comunidad, sino tambi�n de algo parecido a una �amistad pol�tica�, esencialmente pac�fica. Una huella m�s visible del intercambio ceremonial de dones queda en las pr�cticas de generosidad que, en nuestras sociedades, duplican los intercambios mercantiles; el dar sigue siendo un acto extendido que escapa a la objeci�n de c�lculo interesado: depende de que quien recibe responda al que da con una generosidad parecida. Este desinter�s encuentra su expresi�n p�blica en las fiestas, en las celebraciones familiares y con los amigos. En general, lo festivo es el heredero de la ceremonia del don en nuestras sociedades mercantiles. Interrumpe el mercado y atempera su brutalidad aport�ndole su paz. Este entrelazamiento de lucha y celebraci�n es probablemente el indicio de una relaci�n absolutamente primitiva que se encuentra en el origen del v�nculo social, entre la desconfianza de la guerra de todos contra todos y la benevolencia que el encuentro con el otro humano, mi semejante, suscita.

Paul RIC�UR

Traducci�n de M�nica Portnoy

Revisi�n de Arturo V�zquez Barr�n (CPTI-IFAL)

* Texto escrito por Paul Ricoeur con motivo de la recepci�n del Premio Kluge, otorgado por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos en 2004.

 

 

a revista de las revistas

� La Revue de revues. (France diplomatie), diciembre de 2005.

Traducci�n: � M�nica Portnoy Binder/Centre Culturel et de Coop�ration de Mexico � Institut Fran�ais d�Am�rique Latine pour la version espagnole.

 

http://www.diplomatie.gouv.fr/es/accion-francia_217/libro-y-escrito_316/revista-las-revistas_317/diciembre-2005_2302.html

 

 

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