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Revista Lindaraja

nº 6, otoño de 2006

 

 

 

Argumentación y filosofía *

 

Luis Vega Reñón

Dpto. de Lógica, Hª y Fª de la Ciencia

UNED, Madrid

lvega@fsof.uned.es

 

 

 Para la versión del artículo en Word

 

 Resumen

 

        Voy a considerar diversas propuestas en torno al papel y sentido de la argumentación en filosofía, con la intención de mostrar y justificar su necesidad en este tipo de discurso. Tras una presentación inicial de la filosofía como género discursivo -incluida una consideración del supuesto “caso de la filosofía hispánica”: su desvío de la lógica y su inclinación hacia la literatura-, me centraré en las siguientes hipótesis sobre la argumentación en filosofía: (i) las hipótesis nulas, que le niegan por diversos motivos una significación especial o específica; (ii) la hipótesis mínima, que la considera un recurso típico del discurso filosófico o, al menos, un recurso típico de determinadas filosofías; cuestión que puede llevar a otras asociadas, por ejemplo acerca de si hay argumentos filosóficos típicos o, más aún, argumentos filosóficos propios y específicos; (iii) la hipótesis máxima, que, en consonancia con el punto anterior, estima que la argumentación es el recurso definitorio del discurso filosófico. Asumiré otra hipótesis, digamos fuerte: la idea de que la argumentación es un recurso necesario del discurso filosófico -practicado bajo ciertas condiciones textuales e institucionales- y trataré de avanzar algunas razones al respecto. Luego, haciendo de esa necesidad virtud, sostendré que es bueno que los filósofos argumenten y que, puestos a argumentar, más vale hacerlo bien. Así pues, terminaré vindicando una lógica para filósofos, una suerte de lógica “civil” o teoría de la argumentación interesada en la calidad del discurso público, dentro de la perspectiva de un nuevo trivium (lógica, dialéctica y retórica) para los estudios y la práctica de la filosofía.

 

 

1. La filosofía como género discursivo.

 

Al tratar de la filosofía como género discursivo me limitaré a su cultivo y manifestación escrita, textual, no oral: como en la vertiente oral entrarían también las contribuciones a este mismo Coloquio -incluida la mía propia- su consideración resultaría recursiva y, en última instancia, tornaría la empresa en una tarea potencialmente infinita. Aquí no disponemos de tiempo para tanto.

 

1.1  Ahora bien, aun dentro de esa limitación, no son pocas las variedades y variaciones del discurso filosófico como escritura académica desplegada en textos que, por muy dispares que resulten entre sí, se suponen parejamente representativos (por ejemplo, unos versos de Parménides, un diálogo platónico, una Summa escolástica, una Crítica kantiana, unos aforismos de Wittgenstein), 

            Avanzaré, de entrada, un criterio corporativo: son filosóficos los textos asumidos como tales por las comunidades institucionales de practicantes de la filosofía. Es un género académico que normalmente envuelve ciertas pretensiones de lucidez y de conocimiento, en ámbitos públicos o con proyección pública, y por ende ha de hacerse cargo de -y responder a- los compromisos asociados a esas pretensiones.

 

1.2  Pero la imagen reflejada en el espejo académico dista de ser única o uniforme. Y ni siquiera las muestras que se suponen paradigmáticas de lo que sería hacer filosofía resultan inequívocas. Recordemos un posible paradigma como el propuesto por Waismann en un famoso artículo de 1956 sobre su visión de la filosofía: lo que hace el filósofo no son en puridad demostraciones o refutaciones, lo que hace el filósofo es montar un caso [1]. Sea la cuestión siguiente: si los juicios de orden moral obedecen a las cualidades o atributos de la acción o la cosa juzgadas, o si responden más bien a los sentimientos experimentados por la gente. Pues bien, el caso admite al menos dos montajes discursivos: (a) uno argumentativo y (b) otro narrativo, que sin ser dos géneros netos y excluyentes apuntarían a una suerte de polarizaciones opuestas dentro del amplio espectro de dispersión del discurso filosófico. Ni que decir tiene que este espectro forma una especie de continuo con muchos casos intermedios o mixtos.

 

(a) El montaje de Hume: Tratado de la naturaleza humana, III, P. I, sec. 2.

            «Ahora bien, puesto que las impresiones distintivas por las que se conoce el bien o el mal moral no son sino penas o placeres determinados, se sigue que en todas las investigaciones acerca de estas distinciones morales será suficiente mostrar los principios que nos hacen sentir satisfacción o disgusto ante la contemplación de cualquier carácter en orden a saber por qué ese carácter es loable o censurable. Una acción, un sentimiento, un carácter es virtuoso o vicioso. ¿Por qué? Porque su consideración causa un placer o malestar de un tipo determinado. Por consiguiente, dando razón del placer o del malestar explicamos suficientemente la virtud o el vicio.   Tener el sentido de la virtud no es sino sentir una satisfacción de un tipo determinado ante la contemplación de un carácter. El sentimiento mismo constituye nuestra alabanza    o admiración. No vamos más allá, ni indagamos la causa de la satisfacción. No    inferimos que un carácter es virtuoso porque nos agrada; pero al sentir que nos agrada             de modo tan particular, sentimos en efecto que es virtuoso. Es el mismo caso que el de      nuestros juicios acerca de todos los tipos de belleza, gustos y sensaciones. Nuestra   aprobación se halla implicada en el placer inmediato que nos producen».

Discurso argumentativo, a la luz de (1) notoria presencia de marcadores argumentativos y de referencias a relaciones inferenciales o de carácter metodológico [expresiones subrayadas vs. términos de valor en cursivas]; (2)  línea y dirección argumentativas expresas; (3) propósitos probatorios: intento de justificación de la tesis o posición asumida y generación de convicción por razones y consideraciones más bien precisas.

 

(b) El montaje de Nietzsche: Genealogía de la moral, II, 6.

            «En esta esfera, es decir, en el derecho de las obligaciones es donde tiene su hogar           nativo el mundo de los conceptos morales “culpa”, “conciencia”, “deber”, “sagrado     deber” -su comienzo, al igual que el comienzo de todas las cosas grandes en la tierra,   ha estado salpicado profunda y largamente de sangre. ¿Y no cabría decir que la ética no  ha perdido nunca su hedor a sangre y a tortura -ni siquiera en Kant, cuyo imperativo       categórico huele a crueldad? Fue también entonces cuando se forjó por vez primera la           siniestra trama de las dos ideas de “culpa y pena” que ahora se ha vuelto           inextricable. Preguntemos una vez más: ¿en qué sentido la pena podría ser la reparación de una deuda? En el sentido de que hacer sufrir a alguien es un supremo placer. Ver sufrir da placer, pero hacer sufrir depara mayor placer aún. Este severo aserto expresa un antiguo, poderoso sentimiento humano, demasiado humano. <…>    No hay fiesta sin crueldad, como atestigua la historia entera del hombre. El castigo también tiene sus rasgos festivos».

Discurso narrativo, a la luz de (1´) voluntad de estilo llamativo y notoria presencia de expresiones cargadas (emotivas, valorativas) -en cursiva-, dentro de un contexto evocador y alusivo; (2´) línea un tanto asociativa y sinuosa, preguntas retóricas, conclusiones tácitas y complicidad asociada a la plausibilidad de una impresión o una imagen global; (3´) propósitos sugestivos y suasorios, inductores de convicción [2].

 

* Habría otros montajes notoriamente mixtos, entre discursivos y narrativos: e.g. la retórica argumentativa de Ortega en su teoría acerca de la significación cultural del vino construida a partir de tres cuadros: la visión renacentista (antigua) del vino como poder elemental y divino, plasmada en la “Bacanal” de Tiziano; su visión barroca  como plenitud humana y alegría natural de los dioses y su cortejo de faunos, silenos, ninfas y sátiros, representadas por la “Bacanal” de Poussin; su visión moderna, desmitificadora e higiénica, que trata el vino como una cuestión social y administrativa de alcoholismo, en “Los borrachos” de Velázquez, donde la bacanal deviene borrachera [3]. Tres soluciones culturales a los peligros de desorden cósmico, perturbación social e incontinencia que asociamos al “problema tragicómico” del vino. Su retórica envuelve el uso entretejido de imágenes globales + léxico evocativo y sugerente  +  marcadores (conectores y operadores) argumentativos.

* Cf. también el discurso más sutil y complejo de Descartes, a la luz de F. Cossutta, ed. Descartes et l’argumentation philosophique, Paris, PRF, 1996.

           

            Siempre cabe disfrutar con las identificaciones y clasificaciones, no siempre fáciles o nítiudas, de esta fauna de formas de hacer -escribir- filosofía. Queda latente, sin embargo, el problema de las relaciones entre las variaciones estilísticas de este tipo y el reconocimiento y la valoración de un determinado discurso como filosófico -frente, por ejemplo, al ensayo cultural, variante a la que parece aproximarse el texto mencionado de Ortega, si es que nos interesa su confrontación como géneros dentro de una especie de continuo de la escritura más o menos discursiva.

 

 

2. La cuestión de las relaciones entre argumentación y filosofía.          

 

          Partamos de un dato inicial y de una noción determinada de proceder argumentativo:

* Un dato inicial: el fuerte arraigo tradicional de la creencia en cierta relación entre el discurso filosófico y la práctica de la argumentación y la contra-argumentación.

* Un proceder discursivo típico en esta línea: la argumentación como forma de dar cuenta y razón de algo (una proposición teórica o una propuesta práctica) a alguien o ante alguien, por lo regular en el marco de una confrontación entre posturas encontradas. Una característica derivada de este contexto dialéctico: el papel crítico de las tomas de posición en filosofía, donde suele verificarse el dictum de Spinoza: “omnis determinatio est negatio”. Otra característica asociada: el plano metadiscursivo de la investigación y la discusión filosóficas académicas, que suelen alimentarse bien de una tradición asumida, bien de otras tradiciones enfrentadas, o bien de unas y otras.

            Pero Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, P. I (1945): contra el dato inicial.

            «La filosofía expone meramente todo y no explica ni deduce nada. -Puesto que todo         yace abiertamente, no hay nada que explicar. Pues lo que acaso esté oculto, no nos           interesa» (§ 126. Edic. Anscombe & Rhees. Trad.: UNAM/Crítica, 20043; pp. 129-131).

            «Si se quisiera proponer tesis en filosofía, nunca se podría llegar a discutirlas porque         todos estarían de acuerdo con ellas» (§ 128, l. c., p. 131).

            «En filosofía no se sacan conclusiones <…>. [La filosofía] solo constata lo que     cualquiera le concede» (§ 599, l. c., p. 373).

Contraejemplo: si estas aseveraciones fueran tesis filosóficas -¿y qué otra cosa son?-, resultarían harto discutibles; yo, sin ir más lejos, no estaría de acuerdo con ellas.

 

* Aclaración: adelanto que al plantear la relación entre el discurso filosófico y la argumentación no estoy contemplando una suerte de definición de la filosofía o de una de sus propiedades esenciales. Simplemente trato de examinar una de las implicaciones de su cultivo como forma discursiva de lucidez o de conocimiento público.

            Pues bien, considerada la argumentación en el contexto discursivo indicado, podemos plantearnos cuestiones no tanto de tradición o de hecho como de derecho y, en particular, si caben relaciones entre la filosofía y la argumentación aún más estrechas y sustanciales. Trataré esta cuestión al hilo de diversas propuestas acerca del papel y del sentido de la argumentación en filosofía, simplificadas como hipótesis nula, mínima y máxima, antes de declarar la postura que voy a sostener por mi parte.

 

2.1 Hipótesis nula: la argumentación no es un recurso especialmente distintivo o relevante del discurso filosófico.

            No lo es por diversas razones: bien en razón de [a] la textura informal y abierta de un discurso que lo hace irreductible a una caracterización definida, o bien en razón de [b] la radicalidad que pueden presentar las confrontaciones discursivas en este campo al excluir la existencia de un marco o trasfondo común de entendimiento y de discusión.

            Algunas muestras en la línea de [a]: No parece haber una propiedad o un conjunto de ellas que permitan definir el texto filosófico o, siquiera, caracterizarlo formalmente como género. Cierto es que, según los manuales de estilística, los textos filosóficos pertenecen al género argumentativo, pero la argumentatividad no es una condición necesaria ni una condición suficiente en tal sentido -no determina inequívocamente a todos los textos filosóficos, ni solo a ellos-, aunque pueda constituir un buen indicio al respecto [4]. Por otro lado, las demarcaciones y valoraciones del discurso filosófico por referencia a su presunta condición o sus virtudes argumentativas no son sino efectos o derivas de hegemonías corporativas, como la detentada por la filosofía analítica en medios académicos anglosajones durante los años 50-70. Más en general, nuestras ideas de lo que significa ser filósofo y nuestros patrones de reconocimiento y valoración de la producción filosófica proceden de las prácticas en curso dentro de las comunidades filosóficas, de modo que la práctica establecida en la comunidad filosófica es un determinante intrínseco, no extrínseco, de la naturaleza de la filosofía; así pues, las ideas y los criterios al respecto no dejan de ser locales y, pese a sus pretensiones de autoridad, resultan plurales y controvertidos [5]. Otra variante de esta concepción sobre la inviabilidad de una caracterización interna universal o uniforme de la filosofía descansa en su analogía con la noción wittgensteiniana de juego: las diversas actividades que consideramos juegos (juegos de cartas, de pelota, de mesa, de jugar-a, etc.) no presentan una característica definitoria común, sino a lo sumo cierto aire de familia. Lo mismo ocurre con las actividades que hoy reconocemos como prácticas de filosofar, modos de hacer filosofía [6].

            Alguna muestra en la línea de [b]: Las diferentes orientaciones o escuelas filosóficas descansan en términos fundamentales definidos como señas propias y constitutivas, hasta el punto de que no cabría discutirlos o neutralizarlos sin poner en cuestión su identidad misma. Así pues, la discusión entre ellas no puede contar con un fondo común de acuerdos sobre supuestos o incluso de procedimientos, con unas condiciones básicas de entendimiento mutuo, y en consecuencia deviene imposible. En tales situaciones, abocadas o a la deformación sistemática del contrario o a la incomunicación radical, la argumentación no solo no desempeña de hecho ningún papel relevante, sino que no podría desempeñarlo (cf. e.g. Y. Liu 1997). En un sentido análogo parecen moverse las interpretaciones del discurso filosófico que ligan su propia argumentatividad, sea básica o sea específica, a los supuestos peculiares de la doctrina mantenida, e.g. como sugiere Cossutta 1996, o.c. [7].

            Las hipótesis nulas acerca del papel de la argumentación en filosofía tienen el inconveniente de no hacer justicia ni a las pretensiones de lucidez y de conocimiento del discurso filosófico, ni a sus implicaciones críticas o normativas. Pero también cabe renunciar a todo esto y cultivar la filosofía como si se tratara de una expresión cultural entre otras cualesquiera -o, si se quiere, de una vocación personal, una actividad terapéutica, etc., sin asumir compromisos discursivos y cognitivos específicos. Ahora les ahorraré la discusión; me limitaré a observar que tanto la vindicación de estas actitudes deflacionarias, como su crítica desde la orilla opuesta, desde las actitudes más comprometidas, tienden a suponer por ambas partes peticiones de principio.

 

2.2 Hipótesis mínima: la argumentación es un recurso típico del discurso filosófico.

Nacida al calor de las demarcaciones analíticas de métodos y campos de conocimiento de los años 40 y 50 (e.g. Ryle 1946, Waismann 1956, o incluso Perelman y Olbrechts-Tyteca 1952) [8], que venían a distinguir entre (i) las demostraciones efectivamente concluyentes, propias de las ciencias deductivas formales, (ii) las pruebas empíricas, propias de las ciencias sustantivas y positivas, y (iii) los argumentos filosóficos, como una tercera vía crítica o constructiva irreducible a las dos primeras en la medida en que ésta confía en modos de argüir o argumentar que no se atienen ni a la pura lógica, ni a la contrastación directa con protocolos de observación o experimentación. Pueden responder a peculiaridades de la filosofía misma, e.g. a la índole de las cuestiones filosóficas -por lo regular, cuestiones críticas o conceptuales de segundo orden-, o a los tratos de la filosofía con los juicios de valor y las reglas de razonamiento práctico. En todo caso, no faltan argumentaciones informales típicas del discurso filosófico en general o, al menos, de ciertas filosofías como, en particular, la filosofía analítica.

           

* Gilbert Ryle (1946): «Los argumentos filosóficos no son inducciones… Ni los          hechos ni las fantasías tienen en la resolución de problemas filosóficos fuerza probatoria            alguna… Por otra parte, los argumentos filosóficos no son demostraciones de tipo          euclidiano, es decir, deducciones de teoremas a partir de axiomas o de postulados… Un           tipo de argumento que es propio y hasta exclusivo de la filosofía es la reductio ad             absurdum» (l.c., p. 333). Aunque a primera vista parezca que este tipo de argumentos       solo puede tener un efecto destructivo, también sirven para poner a prueba y precisar los           poderes lógicos de las ideas bajo investigación, de modo parecido a como las pruebas de        demolición sirven a los ingenieros para descubrir la resistencia de materiales (p. 334).

 

            Friedrich Waismann: «Se suponía, de un modo totalmente erróneo como espero          haber mostrado, que <los argumentos filosóficos> eran demostraciones y refutaciones    en sentido estricto, pero lo que hace el filósofo es otra cosa: monta un caso. Primero nos           hace ver todas las debilidades, desventajas, insuficiencias de una posición, saca a la luz             inconsecuencias o señala cuán artificiales son algunas ideas que sirven de base a toda la             teoría, llevándolas hasta las consecuencias más extremas, haciéndolo todo con  las            armas más poderosas de su arsenal, la reducción al absurdo y la regresión al infinito.        Por otra parte, nos ofrece un nuevo modo de mirar las cosas que no esté expuesto a esas             objeciones; en otras palabras, nos presenta, como hace un abogado, todos los hechos del caso poniéndonos en situación de juzgar» (l.c., pp. 376-7). «En resumidas cuentas, un argumento filosófico hace más y hace menos que un argumento lógico: menos, porque     nunca demuestra algo de modo concluyente; más, porque si tiene éxito, no se contenta con establecer un punto aislado de la verdad, sino que produce un cambio en  toda nuestra perspectiva intelectual de suerte que, a consecuencia de ello, miles de pequeños                     puntos entrarán o saldrán, según los casos, de nuestro campo visual» (ibd. p. 380).           

 

            Dando por sentada o, al menos, por supuesta la existencia de argumentos filosóficos, la discusión se desplaza a la cuestión de cómo se caracterizan o en qué consisten. Para empezar se destacan sus rasgos diferenciales negativos, i.e. lo que por lo regular no son: no consisten por regla general en deducciones axiomáticas, ni en demostraciones definitivas o refutaciones concluyentes; tampoco suelen discurrir de modo inductivo o estadístico-probabilístico, ni procuran dirimir el punto en discusión por recurso a un experimento o a una prueba empírica. El problema es que, luego, no parece haber un conjunto definido de rasgos positivos capaz de demarcar la argumentación  filosófica como un tipo singular de argumentación.

            Pero cabe sortear esta dificultad mediante el recurso a supuestos paradigmas, i. e. proponiendo algunos ejemplares o esquemas de argumentos que se suponen típicos.

            Por ejemplo, según Johnstone (1959) [9], la argumentación más notoria y socorrida en las controversias filosóficas es la argumentación ad hominem, tanto en su vertiente crítica o negativa, como en su vertiente constructiva o positiva (ad seipsum). En el primer caso, o se dirige a mostrar la incoherencia interna del discurso criticado (e.g. en la línea de una reducción a un absurdo), o es un ataque a una posición que cabe replicar mostrando que apela a principios que dicha posición recusa, de modo que la crítica resulta fallida o envuelve una especie de petición de principio. En el segundo caso, se trata del desarrollo de los principios o la posición inicialmente asumidos. En cualquier caso, el papel del análisis lógico no pasa de ser meramente instrumental y las referencias a evidencias externas o consideraciones de hecho no son  muy pertinentes o apenas tienen peso. Por lo demás, de esta clase de argumentos típicos se desprende un rasgo notable del discurso filosófico: su carácter relativamente sistemático, de modo que el agente discursivo se ve obligado a hacerse cargo y responder de las consecuencias que puedan derivarse de los principios o de los supuestos asumidos. Y de ahí, a su vez, se desprende una dependencia sustancial del significado de las tesis o proposiciones filosóficas con respecto a sus diversos contextos de argumentación y discusión –frente a la relativa autonomía de los asertos científicamente o comúnmente establecidos.

            Otras muestras típicas de argumentación filosófica: la regresión o progresión ad infinitum, los argumentos trascendentales, los experimentos mentales o imaginarios [10]. Para una revisión de estos tipos de argumentos en un contexto metodológico amplio presidido por consideraciones de economía y sistematicidad, vid. Rescher (2001), o.c.

            Una variante (Eduardo Rabossi 1996) [11]: «<Las discusiones filosóficas> consisten paradigmáticamente en discusiones críticas, es decir, en diálogos de carácter persuasivo que incluyen participantes con una tesis propia para probar» (l.c., p. 462). Por ello, deben atenerse a dos normas u obligaciones características de la racionalidad dialógica: la de que cada participante pruebe su tesis mediante inferencias correctas a partir de lo concedido por el otro interlocutor y la de mantener una actitud cooperativa y un temple honesto. Ahora bien, ¿hay algo que distinga el dialogo crítico filosófico de otras manifestaciones dialógicas críticas? Sigue Rabossi: «Pienso que sí. Existen ciertos modos argumentativos y refutativos que parecen tener en él un nicho adecuado, Me refiero a ciertas maneras de emplear los contraejemplos, a cierto tipo de objeciones categoriales, al empleo de casos paradigmáticos, etcétera» (l.c., p. 463).

            Tres observaciones en torno a esta hipótesis mínima: (1) La idea de que la argumentación es un recurso típico del discurso filosófico suele involucrar -o venir involucrada en- una concepción y una práctica determinadas de la filosofía; en particular, es una creencia asentada entre los filósofos analíticos y, más en general, también resulta familiar en el área de influencia de la filosofía académica anglosajona. (2) Parejamente, la identificación de un espécimen de argumento filosófico como ejemplar típico también suele hallarse asociada a una concepción determinada de la argumentación en filosofía. (3) Y, en fin, la asunción de algunos de estos ejemplares como paradigmas no solo propios sino exclusivos de la argumentación filosófica no deja de responder a una concepción determinada de los debates, las confrontaciones y las controversias en filosofía. Suele ser convergente o afín a esta línea de pensamiento la idea de la filosofía que subraya la auto-implicación del propio agente discursivo en el discurso filosófico, desde el ya citado Johnstone (1959) hasta Frogel (2005) [12].

 

2.3 Hipótesis máxima: la argumentación es el recurso no solo típico, sino definitorio del discurso filosófico mismo.

            Generalización -o incluso extrapolación- a partir de la presunta existencia de argumentos filosóficos propios y exclusivos: la identificación de ciertos discursos argumentativos como inequívocamente filosóficos determina la identificación del discurso filosófico como inequívocamente argumentativo. Así pues, se supone que todo discurso filosófico es, de suyo, argumentativo, sin que este supuesto implique identificar la argumentación con la filosofía en el sentido inverso de que todo discurso argumentativo sea de suyo filosófico.

            Es una alternativa rechazada por varios meta-filósofos como Passmore (1967) [13]: no hay un tipo de argumentos que sea formalmente distintivo de la filosofía. Por otra parte, ni los filósofos están limitados a una determinada dieta de argumentos, ni hay una posición filosófica que solo pueda atenerse a un tipo peculiar y propio de argumentación; aunque no falten ciertos usos y propósitos más o menos característicos del discurso filosófico, e.g. la refutación mediante análisis de una petición de principio. En general, la hipótesis 2.3 resultaría demasiado rígida y restrictiva, aparte de abrigar la pretensión inviable de cercar y vallar el ancho campo del discurso filosófico.

            Por mi parte, la posición que voy a adoptar y defender es la siguiente:

 

3. Hipótesis fuerte: la argumentación es un recurso necesario del discurso filosófico en la medida en que la filosofía se suponga o pretenda ser una empresa intelectual específica: (i) susceptible de evaluación y de aprendizaje; (ii) cultivada a través de determinadas tradiciones de pensamiento; (iii) mantenida con el propósito de contribuir a la lucidez en asuntos públicos o al desarrollo del conocimiento público. Se trataría, en suma, de una especie de necesidad hipotética o, si se quiere, de una suerte de imperativo hipotético: si Ud. pretende hacer filosofía como una actividad académica, crítica y cognoscitiva, específica, Ud. deberá estar dispuesto o dispuesta a dar razón de sus tesis o asunciones filosóficas.

            ¿Qué responder a propuestas que preconizan la filosofía como una suerte de “visión” (e.g. Waismann)? Cabe considerar que, incluso en esta perspectiva, la argumentación sería nuestra manera filosófica de mirar o de fijar la vista -de modo análogo a otros pares: visión/mirada poética, visión/mirada pictórica, etc. En consecuencia, la visión (intuición, etc.) filosófica lejos de oponerse al mirar y mostrar con ojos argumentativos, lo envolvería como un género especialmente indicado de discurso -que, por lo demás, tampoco excluiría despliegues narrativos.

            ¿Cómo se puede explicar y justificar esta hipótesis, dar cuenta y razón de ella? ¿Por qué habríamos de argumentar en filosofía?

            Recordemos una vez más la constitución histórica del corpus filosófico: tradiciones de controversias y desarrollo del discurso filosófico, que da lugar a la extendida opinión sobre el carácter argumentativo de la filosofía [14], así como otros aspectos relevantes en este sentido:  amplio consenso acerca de la formación de alevines de filósofo en este sentido; cierta importancia de estándares de reconocimiento y evaluación de contribuciones (papers, comunicaciones, etc.) relacionados con criterios argumentativos (consideraciones de orden lógico, dialéctico, retórico). Ahora bien, en consonancia con el planteamiento adoptado al revisar las alternativas o hipótesis anteriores, lo que está en juego no es solo un asunto de hecho, como las cuestiones referidas a tradiciones históricas dominantes en la filosofía occidental y prácticas académicas establecidas, sino también y sobre todo un punto de derecho. Aunque, por otro lado o en el otro extremo, tampoco se trata de una cuestión meramente abstracta del tipo de la planteada por el racionalismo crítico popperiano acerca de la justificación de las actitudes racionales o argumentativas en general, justificación que a su vez no cabría imponer racionalmente salvo entre quienes ya hayan adoptado la pertinente actitud  receptiva. No cabe pedir o dar razones a quien, de entrada, no esté dispuesto a reconocerlas y recibirlas; así pues, tampoco cabe probar a este tipo de persona la obligación de dar pruebas, ni siquiera en filosofía: un escéptico radical, si aquí lo hubiera, sería irreducible.

            Pero insisto: la cuestión planteada aquí y ahora no es en general: ¿por qué argumentar?  La cuestión es, en particular, ¿por qué hacerlo en filosofía?

            Voy a sugerir un par de razones específicas: una relacionada con la significación de las aserciones, la otra con la conformación del discurso, en filosofía    

 

 [a] La índole de las aserciones filosóficas (de la ambigüedad e indeterminación de las proposiciones filosóficas aisladas a la determinación precisa de su significado en un contexto argumentativo dado de alegaciones en favor / en contra).

            * Una aserción filosófica, aislada de todo contexto argumentativo, resulta  radicalmente ambigua.

            Es decir: en el caso de las proposiciones filosóficas típicas, no solo su aceptabilidad o inaceptabilidad sino, más radicalmente, su significación y su sentido dependen de la argumentación al respecto. En filosofía, el porqué se dice algo o el porqué podría o no podría -o debería o no debería- decirse, en suma, la batería de razones y objeciones a lo dicho, es una parte sustancial del significado de lo que se dice. Dicho en términos próximos al inferencialismo de R. Brandom: las pruebas de acreditación o habilitación para la aserción en cuestión, así como la asunción de los compromisos con ella contraídos no solo forman parte del ethos profesional del filósofo que sostiene una tesis, sino que también forman parte del significado de esta tesis.

            En el caso de los fragmentos y aforismos, las interpretaciones. y razones pro / contra habrán de correr a cargo del lector-intérprete (e.g. en el caso de los presocráticos, en el caso mismo del Tractatus). De donde se desprende que las labores de interpretación y argumentación, lejos de contraponerse, se complementan a la hora de leer, entender y discutir los textos filosóficos. Tampoco estará de más prestar atención al juego retórico del aforismo, a la suma de la vaguedad significativa con la resistencia y tersura expresiva, que a veces propicia más impresión de profundidad que la merecida.

           

Según esto, me atreveré a  decir en general:

a1. El significado de una proposición filosófica determinada no estará definido sin la correspondiente argumentación, prueba o contraprueba. Así pues,

a2. No podremos saber si una proposición (una asunción, una aserción) es filosóficamente significativa antes o al margen de la argumentación pertinente o de las debidas pruebas.

a3. Y, en suma, no podremos conocer el rendimiento o el interés filosófico de una idea o de una propuesta sin su contextualización y su desarrollo discursivos, esto es: sin su discusión y su justificación argumentativas.

Reflexividad: en consecuencia, estas tesis a1-a3 no son proposiciones filosóficamente interesantes ni precisas, a menos que sean argumentadas. No tengo espacio para hacerlo aquí, así que me contentaré con ilustrarlas por la vía indirecta de un ejemplo famoso.

*  Consideremos los montajes argumentativos del caso cartesiano «Pienso, luego existo» con el fin de observar sus proyecciones o derivas [15].

 

(i) Habilitación bajo la forma de entimema tradicional: “todo el que piensa, existe; yo pienso; luego, yo existo”. Un problema: semántica sustitucional (nominal → ficción “yo -Atenea- pienso”) vs. semántica estándar referencial para el pronombre-variable. Por otro lado, la versión silogística fundada en la mayor: “todo lo que piensa, es o existe”  se ve descartada expresamente por el propio Descartes en las 2as Réplicas (Resp. 2as objec.) en razón de la autoevidencia o certeza inmediata de la propia fórmula. 

(ii) Inferencia auto-fundante: de la propia conciencia de pensar de un sujeto se sigue su existencia real, luego hay que reconocer una realidad exterior a la conciencia y, por implicación ulterior, la existencia de Dios incluso -i.e. de un Dios que no puede engañarme en tales actos de autoconciencia. Se corresponde con el papel de proposición  fundacional del programa cartesiano, pero, en principio, la certeza de la fórmula solo apela al reconocimiento actual y efectivo de la cogitatio, de modo que en el contexto del pasaje citado de la Meditación Segunda solo asume un compromiso epistemológico ligado al “yo pienso” como sujeto pensante sin mayores proyecciones -así pues aquí no valdrían “paseo, luego existo” o fórmulas equivalentes que implicaran mi constitución física o la identidad del ‘yo’ con un cuerpo humano. Serán las meditaciones siguientes las que vayan desarrollando esta dimensión objetiva del programa cartesiano.

(iii) Justificación por analogía con un acto de habla en primera persona: si digo “yo pienso”, no puedo añadir “pero no existo” sin caer en una inconsistencia pragmática o anular la fuerza significativa y comunicativa de lo que digo. Más aún, una aserción del tenor “yo no existo” sólo puede tener éxito y ser efectivamente entendida como muestra o prueba -e.g. irónica o despechada- de lo contrario.

            Cf. no obstante el caso del caballero inexistente de Italo Calvino: Carlomagno pasa            revista a sus caballeros. Llega hasta uno con el yelmo cerrado: “–¿Quién sois vos,          paladín de Francia? –(Voz desde el interior de la celada) Yo soy Agilulfo Emo                 Bertrandino de los Gullivernos… –Aaah … ¿Y por qué no mostráis la cara a vuestro          rey?  – Sire, porque yo no existo”.

(iv) Inferencia presupositiva: solo puede pensar algo o alguien que efectivamente es, existe; luego, si x piensa, x existe, aunque puede que sea únicamente en calidad de ser pensante, sin que ello implique existencia material o física, ni identidad personal -en las líneas ya apuntadas en (ii) y (iii)-. No obstante, la relación de presuposición no parece adecuada en el sentido: pensar presupone existir, de modo que tanto la verdad como la falsedad de lo primero supongan la verdad de lo segundo, puesto que es la certeza de mi pensar la que establece la necesidad de la verdad correlativa de mi existir. Por lo demás, ¿podría haber considerado Descartes el recurso de un argumento trascendental?

            En fin, no significación clara, ni indiscutible en sí misma, sino pendiente de una interpretación-argumentación. Así pues, a estas alturas de los tiempos, ¿cabe una reformulación del famoso “cogito, ergo sum”, en los términos: “cogito, ergo quid est?”, es decir: “pienso, luego ¿qué hay?”?

 

            Hay otros puntos involucrados en los que no podré entrar:

            - El problema de las variaciones de -así como incongruencias o dificultades de traducción entre- los contextos argumentativos que deciden el significado de la proposición en cuestión; el papel del tercero [juez, jurado, lector…] en discordia.

            - El problema del punto de vista: observador vs. participante

observador externo + principio de caridad →  prioridad de la interpretación histórica del texto dado 

participante o implicado + principio de cooperación → prioridad de la discusión filosófica de la cuestión planteada.

 

            Ahora importa más la segunda razón anunciada y prometida. Pasemos a ella:

 

[b]  La estrecha relación entre la argumentación y la filosofía.

Regresemos a la idea de argumentación como forma de dar cuenta y razón de algo a alguien o ante alguien. Dar cuenta y razón es una actividad normada dentro de la institución conversacional de dar y pedir razones, sea en orden a la coordinación entre proposiciones o sea en orden a la coordinación entre proposiciones y acciones. En el primer caso prima la dimensión justificativa de la argumentación como acción ilocutiva compleja de mostrar que una proposición determinada es aceptable o correcta; en el segundo caso cobra especial relieve la dimensión suasoria de la argumentación como acción perlocutiva de inducir una actitud, una disposición o una actuación en el destinatario o los destinatarios del discurso. Lo cierto es que las dos contribuyen a los propósitos genéricos de la buena argumentación, aunque del cumplimiento de la primera -i.e. de una justificación cumplida- no se sigue necesariamente el éxito en la segunda -una persuasión efectiva-. Pues bien, cabe suponer que ambas vertientes se corresponden a otras paralelas, “teórica” y “práctica”, que constituyen así mismo dos dimensiones básicas de la filosofía como empresa intelectual más o menos específica, a saber: como empresa cognitiva, de racionalización interna de ideas y creencias, y como empresa directiva o ética, de racionalización de la conducta. A ellas se refieren las dos grandes cuestiones o núcleos de cuestiones: qué hay o qué pensar acerca de lo que hay, qué hacer o cómo responder a las demandas de la situación, planteadas como cuestiones abiertas y expuestas a propuestas controvertibles, incluso en el sentido radical de no tener asegurado el reconocimiento de una solución sin que por ello dejen de tener aspiraciones de carácter general -como la de implicar o convencer a todo el mundo-. En todo caso media, a mi juicio, no solo un paralelismo sino una complicidad estrecha entre esas dos dimensiones argumentativas, la justificativa y la suasoria, y estas dos dimensiones filosóficas, de modo que el desarrollo de la filosofía en calidad de empresa cognitiva habrá de envolver ciertas pretensiones -o intentos y criterios- de justificación, así como su desarrollo en calidad de empresa directiva o ética habrá de envolver ciertas pretensiones -o intentos y criterios- de persuasión racional.

           

            En suma, tanto el significado de las proposiciones, en razón de [a] como el sentido de la empresa, en razón de [b], parecen abundar en la necesidad de la (buena) argumentación para hacer (buena) filosofía.

            Por lo demás, la importancia de la buena argumentación en filosofía es la que corresponde a los compromisos y responsabilidades de los filósofos como profesionales de la argumentación y de las pruebas discursivas, no solo en la perspectiva específica del discurso filosófico, sino en la perspectiva general del discurso público.

 

 

4.

De todo lo anterior se desprende, para terminar, la propuesta de una lógica para filósofos: la invitación al cultivo y desarrollo de una lógica -digamos- civil, i.e. una lógica informal, plausible y rebatible (“defeasible”), aplicable a muy diversa suerte de asuntos e interesada en mejorar la calidad y la finura del discurso público [16].

            Esta lógica habrá de consistir en una “teoría” de la argumentación capaz de considerar las condiciones críticas del uso de la razón: la transparencia de las estrategias discursivas, simetría o equidad de las interacciones entre los participantes, reconocimiento y respeto de la autonomía de cualquier agente discursivo, dentro del programa de lo que se viene denominando en estas últimas décadas “democracia deliberativa”. Pero, así mismo, otras condiciones de carácter cognitivo y argumentativo, como la actitud de seguir las reglas de juego de dar y pedir razones -incluida la discriminación entre mejores y peores razones, aunque no se requiera el consenso sobre un determinado criterio-, y la disposición a rendirse a la fuerza del mejor argumento.

            Esta conformación no está exenta de problemas, e.g. ¿cómo se conjugan las condiciones práctico-democráticas de la deliberación pública con las epistémico-discursivas de su calidad argumentativa? Pero, en todo caso, responde a un propósito bien determinado: mejorar la calidad del discurso público en el sentido de contribuir no tanto a la verdad y el saber sustantivos, cuanto a la lucidez y al discernimiento de la gente involucrada en una discusión, deliberación, negociación, etc., con miras a la adopción -o rechazo- de una creencia o a la  adopción -o descarte- de una resolución o un curso de acción. Lo que propongo, en suma, no solo para los filósofos en particular, sino para cualquier persona educada en general, es un renovado trivium complementario de la formación intelectual y de la ulterior especialización profesional o científica: el trivium compuesto por las perspectivas lógica, dialéctica y retórica de los actuales estudios en teoría de la argumentación.


 

 

 


[1]  Cf. Friedrich Waismann (1956), “Mi perspectiva de la filosofía” (en A.J. Ayer, comp. El positivismo lógico. México, FCE, 1965. “Se suponía, de un modo totalmente erróneo como espero haber mostrado, que <los argumentos filosóficos> eran demostraciones y refutaciones en sentido estricto, pero lo que hace el filósofo es otra cosa: monta un caso.” (p. 376).

[2]  La contraposición, en términos de filosofía discursiva o argumentativa vs. filosofía evocativa o retórica, puede verse desarrollada en Nicholas Rescher, Philosophical reasoning. A study in the methodology of philosophizing, Malden (Mass.)/Oxford, Blackwell, 2001; § 6.3, pp. 80-86.

[3]  Vid. Salvador López Quero, El discurso argumentativo de José Ortega y Gasset en Tres Cuadros del Vino, Córdoba, Universidad de Córdoba [Colección Nuevos Horizontes, 8], 2002.

[4] Cf. E. de Bustos (2004), “Notas sobre el texto filosófico”, en Lindaraja, www.realidadyficcion.org

[5] Vid. A.J. Mandt, “The inevitability of pluralism: philosophical practice and philosophical excellence”, en A. Cohen y M, Dascal, eds. The institution of philosophy. A discipline in crisis? La Salle (Illinois), Open Court, 1989; 77-101.

[6]  Vid. Diego Parente, “Orillas de la filosofía. Un ensayo sobre/desde las fronteras de lo filosófico”, A Parte Rei, 29 (sept. 2003), http://aparterei.com

 

[7] Cf. las consideraciones de I.A. Richards, Y. Bar-Hillel y R. Rorty al respecto según la revisión crítica de Yameng Liu, “Unintelligibility or defeat: the issue of engagement in philosophical debates”, Argumentation, 11 (1997), 479-491. Así como «las formas de argumentación en una doctrina dada son tributarias de esta filosofía, sin que el modo como un filósofo utiliza razonamiento, prueba o argumento, sea independiente de la naturaleza de su filosofía» (F. Cossutta, l.c., Introduction, p. 23).

[8]  Vid. G. Ryle (1946), “Argumentos filosóficos”, en A.J. Ayer, comp. El positivismo lógico, México, FCE, 1965, pp. 331-348; F. Waismann (1956), “Mi perspectiva de la filosofía”, en Ayer, ed. o.c., pp. 349-485; Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca, Rhétorique et philosophie. Pour una théorie de l’argumentation en philosophie, Paris, PUF, 1952.

[9]  Vid. Henry W. Johnstone Jr., Philosophy and argument. University Park (PA), The Pennsylvania State University Press, 1959.

[10]  Vid. Juan M. Comesaña, Lógica informal, falacias y argumentos filosóficos. Buenos Aires, EUDEBA,  1998; cap. III, pp. 111 ss. Sobre el caso particular de la regresión ad infinitum, cf. Claude Gratton, “What is an infinite regress argument”, Informal Logic, 18/2-3 (1997), 203-224.

[11]  “Racionalidad dialógica. Falacias y retórica filosófica. El caso de la llamada ‘falacia naturalista’”, en O. Nudler, comp. La racionalidad: su poder y sus límites. Bs. Aires, Paidós, 1996, pp. 461-470.

[12]  Vid. Shai Frogel, The Rhetoric of Philosophy. Amsterdam / Philadelphia, John Benjamins, 2005.

[13]  Vid. John Passmore, Philosophical reasoning, London, Duckworth, 1961; pp. 7-8, 17.

[14]  Vid., por ejemplo, J.W. Cornman, K. Lehrer y G.S. Papas, Introducción a los problemas y argumentos filosóficos, México, UNAM, 1990; p. 13.

[15]  Es curioso que en la 2ª Meditación no aparezca esta formulación inferencial canónica (cogito, ergo sum; je pense, donc je suis) precisamente en el pasaje en que se procura justificar la conclusión ‘soy’ o ‘existo’ como proposición necesariamente verdadera a partir de la autoconsciencia de que pienso, sea lo que sea lo que piense e incluido el caso de que yo mismo sea objeto de un engaño constante y sistemático.  Por otro lado, cabría considerar los argumentos siguientes como formas de fijar la mirada dentro de la visión original -o presunta “evidencia”- de la aserción cartesiana: «pienso, luego existo».

[16]  Vid. L. Vega Reñón, “De la lógica académica a la lógica civil: una propuesta”, Isegoría, 31 (2004): 131-149.

 

© Luis Vega Reñón. Catedrático de Lógica, UNED.

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* Ponencia leída en el VIII Coloquio Internacional de Filosofía, 20-22 sept. 2006, Bariloche (Argentina). Trabajo realizado en el marco del Proyecto HUM2005-00365/FISO.

 

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Nº 6, otoño de 2006

 

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