REALIDAD Y FICCIÓN FILOSOFÍA, LITERATURA, ARGUMENTACIÓN, CIENCIA, ARTE
lindaraja REVISTA de estudios interdisciplinares y transdisciplinares. ISSN: 1698 - 2169 Números de la Revista |
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Jorge Mora Hernández
HACER HABLAR AL MUNDO COMO TAREA DEL CREADOR
Lo que se pretende con este artículo es aclarar a quien lo escribe una duda profunda que empezó a apretarle a propósito de la lectura de un texto de Ortega hace ya unos años. Las páginas de que hablo llevan por título «Ensayo de estética a manera de prólogo», pues sirvieron como tal a un libro de poesía de J. Moreno Villa en 1914[1]. Después de meditar el asunto como allí se trata en no pocas ocasiones he decidido intentar explicar una duda que, al estilo de una pieza que no sabe uno con qué razón se ha dejado caer en un lugar, desde los primeros momentos me resultó sorprendente. El problema es que nunca he llegado a entender cómo Ortega hace depender la irrealidad de la realidad, condicionando aquélla a ésta. Argumentemos el tema en la medida de nuestras posibilidades. La interpretación que pude extraer del ensayo al que refiero quedará presentada, según creo, en lo que sigue. Dice Ortega que el angosto universo sólo amplía sus límites desde la iniciación que supone toda obra de arte. Las formas bellas consiguen, partiendo del universo, de lo real, y traspasándolo, agrandar el horizonte y mostrarnos más mundos. Así, la metáfora, forma elemental del objeto estético, viene a servirse del mundo real para crear otro nuevo: en ella identificamos dos objetos reales que, objetivamente, no es posible asemejar; vemos que, aunque realmente la identidad es imposible, podemos añadir un momento de profundidad e intimidad que nos lleve a un nuevo objeto estético irreal. Ahora bien, dirá Ortega, el «territorio de la belleza comienza sólo en las confines del mundo real ... Sólo en las deformaciones introducidas en la realidad aparece». De modo que, según mi parecer, el inicio no es tal, al menos por dos razones: (1) porque es causado por el mundo, que le sigue prestando a la supuesta irrealidad su carácter objetivo, y (2) porque sigue dependiendo de las cosas en tanto que se verifica por ellas[2]. De nada sirve a Ortega, pues, romper las cosa en favor del sentimiento si acabamos regresando a las cosas para no vaciar a aquél de contenido. Lo que choca en los argumentos de Ortega es que primero afirme la creación de un nuevo mundo desde el arte y que, después, no sea capaz de desligarlo del mundo real, que el considera desde estas consideraciones estático y acabado, sin el que el otro nuevo nos resultaría ajeno e incomprensible. Luego no queda tan claro que la tesis de Ortega diga que la obra de arte comienza con la «aniquilación» de los objetos reales. Al menos no es tanto como una aniquilación, pues no llega nunca a desvincularse de ellos. Sin duda hay aquí un problema que Ortega no llega a resolver, pero que sin duda ve. Que advierte la cuestión lo demuestra el que diga que cada metáfora es el descubrimiento de una ley del universo aunque se ignore su porqué. Si Ortega estuviera convencido de que la metáfora crea mundos, y eso supone renunciar a la idea de que sólo genera sentidos originales, perspectivas peculiares, no le cabría duda alguna sobre la justificación de la metáfora. Pero como no advierte del todo su papel, porque ve que no puede separarla definitivamente del mundo real, la deja reducida a un mero juego de perspectivas, a un modo de «ennoblecer el objeto real»[3]. Tal hecho se le cuela subrepticiamente a Ortega, pues no sería mentira decir que es posible encontrar textos en los que, a lo mejor sólo provocativamente, intenta incluso una deificación de la metáfora, lo que muestra su intento de darle un papel demiúrgico[4]. Que las ideas de Ortega adolecen de claridad lo muestra el hecho de que no llegue nunca uno a estar seguro, desde la lectura de sus textos, de si hay un conjunto de creaciones humanas que han logrado separarse del mundo real o si el mundo de la irrealidad creado por el hombre nunca llega a separase de la realidad, pues sigue siempre dependiendo de ésta. El famoso lema de que el hombre es él y su circunstancia, con el que Ortega hace un esfuerzo por acabar con la escisión realismo-idealismo, queda en entredicho a la luz del texto que hemos citado, que se decanta claramente, analizado despacio, hacia una postura realista. No creemos que tal tendencia sea un error, pero sí hay que decir que si Ortega pretendía no ser realista, como tampoco idealista, no lo consigue. El flujo que abre Ortega entre el mundo de las cosas, realidad objetiva, y el de los sentimientos-irrealidad arriesga hacer depender a éste de aquél, perdiendo, de este modo, su carácter autónoma. Y lo cierto es que no es posible independizar radicalmente del mundo exterior al objeto estético pues ello supondría su incomunicabilidad, derivada de su no pertenencia absoluta al mundo natural o de los significados. Si decimos que el mundo da la objetividad a la obra artística cabe preguntar: ¿en qué medida el mundo anterior a la obra presuponía ya la creación artística?, ¿en qué medida el mundo anterior a la obra se altera con la creación de la obra artística?, ¿se trata de la creación de un mundo o de la confirmación del mismo mundo que gana en espesor comprensivo a través de la obra de arte?, ¿no modifica la metáfora la calidad de la mirada en lugar de la cantidad de cosas que somos capaces de mirar?, ¿no se gana, desde el arte, en intensión en lugar d en extensión? La tesis que quiero mantener es que la metáfora no crea mundos sino que explícita el único que hay para el hombre[5]. La metáfora sólo consigue ser significativa cuando los potenciales lectores tengan de algún modo anticipada, aunque inexpresa, la perspectiva que desde ella se nos explicita. La complejidad de la realidad en la que nos debatimos va haciéndose racional desde el hombre. No dudo que el hombre, como para Espinosa, sea la razón del mundo o, mejor, la razón en el mundo. Esto es claro desde el momento en que caemos en la cuenta de que es el hombre un ser al que se le cuela el aire del mundo hasta por los poros de la piel. No puede pues haber una separación total entre lo que el hombre produce y lo que el mundo es. Sólo desde el mundo el hombre es capaz de realizarse entresacando de aquél una mirada más espesa y grave. Pero este espesor lo tiene, aunque apagado, el mundo antes de que el hombre lo ponga de manifiesto; estaba latente, este nuevo sentido, como otros miles posibles. La maravilla es que una obra consiga abrir uno solo de estos miles de posibles caminos. El artista se convierte en un mártir por el que se expresa un modo de ser de las cosas, al que la comunidad no tiene más remedio que asentir porque en esa realidad se vivía ya antes de expresarse. Ya se ha descubierto una nueva realidad, se dirá. Pero, en rigor, sólo hemos conseguido hablar, de algún modo, de la realidad. No hay un paso del no ser al ser, de la apariencia a la realidad, sino un hablar de la realidad como antes nadie había sido capaz de hacerlo. Antes de la obra de arte la cosa expresada estaba dormida y sólo despierta en el momento de la creación del artista o de la recreación de los espectadores que colaboran con el artista. Nadie se había atrevido a romper con el mundo estático establecido de la lengua muerta, de la palabra hablada. Pero el artista, desde la sinceridad, se abre paso entre las cosas obviadas para hacerse hablar, para dejar hablar, desde él, al mundo. El buen creador se debatirá horas frente al lienzo, la partitura o el blanquísimo papel hasta conseguir plasmar el trazo, el sonido o el nombre exacto de la cosa. Sólo cuando lo consiga respirará tranquilo y sólo en la medida que lo consiga podrá ser admirada su labor como una obra de arte. Sólo tal resultado era lo que tenía que salir de su esfuerzo; sólo aquello que ha creado podía ser bueno pues sólo ello ha hecho hablar al mundo. Es cierto que hay miles de sentidos que podrían igualmente haber sido iniciados, también como obras de arte. Pero, paralelamente, es cierto que toda obra carecería de valor alguno si cualquier perspectiva fuera valiosa. Es cierto que de los casi infinitos modos mediante los que cabe ir desvelando la realidad, ganándole intensidad, hay otros tantos que no desvelan nada; no es que oculten el ser, sino que simplemente se quedan, en el mejor de los casos, en el ser tal y como estaba antes de hablar. La creencia nietzscheana en que el noúmeno kantiano no era una X indeterminada sino un telos determinante le había llevado a negar la verdad como aniquiladora de la libertad humana. El artista, para Nietzsche, tiene el poder de transfigurar las cosas para imponerles su propia perfección; se enfrenta al mundo real, que es su materia, para recogerlo rehaciendo y creando. La creación, así, desde su perspectiva, supera la asimetría ontológica entre realidad en sí y apariencia, que desaparece en la medida en que el sujeto creador se convierte en verdadero demiurgo de realidades, que lo son en tanto que bellas. Toda apariencia forma parte de lo real y verdadero en la medida en que es bella. Y lo más bello es lo que huye del conformismo servil buscando hacer al hombre más y más fuerte, más y más libre. Ahora bien, Nietzsche no advierte que no ha dejado de apelar a una cosa en sí sin la que se quedaría sin criterios para juzgar la calidad de la mirada. Romper con el determinismo es un esfuerzo que debe ser valorado positivamente en la obra de Nietzsche. Pero lo que no cabe es abrir el horizonte del creador infinitamente y luego colarnos por la espalda criterios no expresados que juzguen la calidad de la mirada. Sólo la invención de un mundo no es suficiente; de esto se da perfecta cuenta Nietzsche. Es por eso que pone como criterio de realidad la belleza de la cosa. Pero la belleza para Nietzsche deviene de un enfrentamiento dionisíaco con la realidad. Lo que no se ve es por qué deba diferenciarse esta mirada dionisiáca nietzscheana de la sinceridad kantiana. Nos encontramos con el mismo problema que planteaba el texto de Ortega. Nietzsche intenta darle tal autonomía al mundo creado pero, cuando echa la vista atrás, tiene que hacer una especie de cabriola o salto mortal intelectual que evite que por su teoría formen parte de la realidad objetos exentos de belleza. Para Ortega el criterio había terminado siendo la realidad objetiva, de la que se partía, en principio, aniquiladoramente. Para Nietzsche el criterio acaba siendo la calidad de la mirada, dependiente de la asunción de realidad que se logre, es decir, del grado de dualismo que destruya. Pero a Nietzsche le falta una cosa en sí que legitime la calidad de la mirada creadora; y a Ortega le falta dinamismo en su propuesta porque no acierta a desprenderse de los objetos reales. Pero lo que les falta a ambos es espacio en el universo para colocar todos los mundos que quedan por inventar. Ambos necesitan poder decir si algo vale o no como arte. En el caso de Ortega la solución pasa por regresar al mundo de los objetos reales, que condiciona a todos los irreales. En el caso de Nietzsche el problema se resuelve aristocráticamente. Pero en ambos la solución es insatisfactoria. Lo que aporta Nietzsche a Kant es que nos habla de la importancia de la gran razón del cuerpo. Pero se olvida de que por cierta consulta interior no todo vale igual. En el mundo de los seres de carne y hueso determinar una sola verdad acabaría con la capacidad de iniciar de todo hombre. Pero si aceptamos la imposibilidad de expresar totalmente una verdad tal veremos que es posible admitir el hecho de que nos movamos según criterios sin tener que romper con nuestra libertad. Volviendo a nuestro tema, que el creador cree libremente no significa que lo haga desde la nada y sin criterios. El buen pintor, el buen escritor, el buen músico, el buen científico etc., parten del mundo y sólo expresan el mundo, que ya es bastante. No es necesario crear más mundos. Debe bastarnos con hablar del mundo junto con el que somos, pues somos sus labios. Pero hay que presuponer, con Kant, la idea del mundo como meramente pensable. Tal postulado nos evita cabriolas intelectuales como las que hemos denunciado en Ortega.
___________________________________________________ © Jorge Mora Hernández es investigador en la Universidad de Granada y profesor de Filosofía en Bachillerato.
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[1] Cfr. José Ortega y Gasset (1914), ‟Ensayo de estética a manera de prólogo”, en La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, ed. Alianza, Madrid, 1994, pp. 152-174. [2] Cfr. José Ortega y Gasset, Opus Cit., pp. 170 y 172. [3] Cfr. José Ortega y Gasset (1925), ‟El tabú y la metáfora”, en La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, ed. Alianza, Madrid, 1994, p. 38. [4] Cfr. José Ortega y Gasset (1925), ‟El tabú y la metáfora”, en La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, ed. Alianza, Madrid, 1994, p. 36. [5] Hemos de decir que el mismo Ortega en 1924 escribe que «la metáfora es una verdad, es un conocimiento de realidades» (Cfr. José Ortega y Gasset, Obras Completas, Vol. II, ed. Alianza, Madrid, 1993, p. 391). De este modo ya no se enredaría en el nudo en el que había caído en 1914 cuando no sabía dónde amarrar los nuevos mundos que se creaban desde la metáfora. Pero pocos meses después dice Ortega: la metáfora «no tendría sentido si no viéramos bajo ella un instinto que induce al hombre a evitar realidades» [el subrayado es mío]. Cae así, de nuevo en la ambigüedad de que nos ocupamos. ¿Qué idea nos debe quedar después de leer estos pasajes? O la metáfora usa su armas para referenciar objetos reales difíciles de significar, es decir, o es investigación, o es ficción, o es ambas cosas.
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