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LINDARAJA     REVISTA de estudios interdisciplinares y transdisciplinares. ISSN:  1698 - 2169

 

 

Texto filosófico

 

NOTAS SOBRE

 

  EL TEXTO FILOSÓFICO

 

Eduardo de Bustos Guadaño

Catedrático de Lógica y Filosofía del Lenguaje. UNED, Madrid

 

 

      Cuando me propusieron participar en una sesión en torno al texto filosófico, mi primera reacción fue de perplejidad, una reacción característicamente filosófica. No sólo por la indeterminación escondida en esa denominación (¿se trata de exponer mis ideas acerca de cómo se produce un texto filosófico, cómo se comprende...), sino también porque me forzaba a pensar en si tenía una idea clara acerca de la referencia de la expresión misma, ‘el texto filosófico’. Así, con el artículo definido y en singular. ¿Existiría alguna forma de especificar o aislar de manera correcta una realidad a la que se nombra con la expresión ‘el texto filosófico’? El uso de artículo definido  parece suponerlo así.

 

      Sin embargo, tras un rápido repaso a mis impresiones, más que ideas, llegué la conclusión de que difícilmente puede existir una propiedad o un conjunto de ellas que permitan definir lo que es el texto filosófico y es posible que ni siquiera caracterizarlo. Se trata nada menos que de englobar en esa caracterización a obras filosóficas como los Diálogos de Platón o las Investigaciones de L. Wittgenstein. Nada que hacer al respecto, me parece,  por lo menos en lo que respecta a las caracterizaciones formales, las que permiten distinguir entre géneros literarios. Si uno repasa los manuales escolares y no escolares sobre la cuestión, advierte que la propiedad candidata a caracterizar lo que es el texto filosófico es su argumentatividad: los textos filosóficos, rezan los manuales de estilística, son argumentativos. De ahí que formalmente puedan analizarse como estructuras inferenciales más o menos complejas, que conducen de unos puntos o tesis que se toman como establecidos, como fundamento seguro del proceso inferencial, hasta unas conclusiones. En consecuencia, para darse cuenta de que un texto es filosófico, basta con analizar el tipo de expresiones que utiliza, y la función a que sirven, para hacerse consciente, de que el texto es filosófico. Por ejemplo, si se puede resumir lo que el texto dice mediante una expresión (o un conjunto de ellas) en que figuren las expresiones lingüísticas que designan relaciones inferenciales. Por ejemplo, ‘si a entonces b’, ‘porque a, entonces b’ , ‘ ya que a, entonces b’, o expresiones similares.

 

      Eso no funciona porque deja fuera muchos textos que juzgamos filosóficos y, posiblemente, incluya también muchos textos que no consideramos filosóficos, como por ejemplo los textos jurídicos o los textos científicos.

 

      En fin, sería prolijo enumerar todas las posibles caracterizaciones de lo que es el texto filosófico, y las razones por las que todas presentan carencias, de tal modo que me conformo con una vaga caracterización que además es ecléctica, es decir, que mezcla diversos criterios como son los formales, los semánticos, los pragmáticos y los sociales o institucionales.

 

      En términos formales, la argumentatividad no es necesaria ni suficiente, pero hay que reconocer que al menos es un buen indicio de que un texto pertenece al género filosófico.

 

      Desde el punto de vista semántico, lo más acostumbrado es afirmar que los textos filosóficos utilizan términos que refieren a conceptos abstractos, o que analizan esos conceptos, o los términos que empleamos para referirnos. Una vez más, esto tampoco es necesario ni suficiente. Tan abstracto es el concepto jurídico de prevaricación como el filosófico de juicio sintético. Pero igualmente ofrece una buena pista, y siempre nos queda el recurso de afirmar que los textos filosóficos son aquellos en los que se presentan, analizan, defienden o atacan conceptos filosóficos.

 

      El punto de vista pragmático parece ofrece algo más, pero no mucho más. Visto desde esa perspectiva, parece seguro afirmar en primer lugar que los textos filosóficos son el resultado de acciones intencionales de tipo comunicativo, es decir, acciones que alguien ha llevado cabo con una cierta finalidad que tiene que ver con un auditorio, de un conjunto de personas – los lectores, en el caso del texto – al cual va dirigido ese texto. Seguramente esto deja fuera los textos filosóficos no escritos para ser leídos, o escritos para no ser entendidos por nadie, pero no parece un precio caro a pagar. Lo que ocurre es que, con esa caracterización tan general, prácticamente todos los textos son filosóficos. Quizás haya alguien a quien no le parezca mal esa consecuencia, pero no es una consecuencia pretendida por la caracterización. Habría que ir algo más allá, en esta concepción, que permitiera concretar más lo que el texto filosófico ofrece a un auditorio. Habría que entrar entonces en una tipología de los fines comunicativos de los diferentes clases de textos (periodísticos, jurídicos, científicos, literarios...) y tratar de especificar, si los hay, cuáles son los característicos fines comunicativos que pretende el texto filosófico, esto es, cuáles son sus objetivos en términos generales (por ejemplo, en términos argumentativos, mantener  o refutar una tesis, analizar un concepto, ...). Pero, aunque se puedan señalar algunos actos de habla que son típicos del discurso o texto filosófico, permítanme manifestar mi escepticismo sobre la posibilidad de encontrar una caracterización general en estos términos del texto filosófico. Seguramente sucedería lo mismo que con los intentos de caracterizar los géneros literarios en términos de fuerzas ilocutivas generales o macro actos de habla: siempre se nos ocurrirían ejemplos obvios que contradirían la caracterización general.

 

      Finalmente, los criterios institucionales o sociales se reducen a reconocer lo que es un texto filosófico en virtud de que así es reconocido como tal por la comunidad pertinente, que en este caso es la comunidad de potenciales lectores de textos de filosofía. Se pueden hacer consideraciones interesantes sobre la naturaleza de esa comunidad, sus formas de constitución y los mecanismos de legitimación, pero sólo me quiero referir a un par de características que me parece pertinentes:

 

1)     no es una comunidad homogénea, como seguramente no lo es ninguna comunidad de lectores. Ni desde el punto de vista de sus conocimientos (el conocimiento no está distribuido en ella de forma homogénea ni igualitaria), ni desde el punto de vista de los juicios (no existe unanimidad  seguramente sobre la naturaleza filosófica de algunos textos)

2)     no es una comunidad institucionalmente jerárquica. Esto sólo quiere decir que no existe una institución (un Colegio de Filósofos, por ejemplo) que determine si un texto es filosófico o no, si pertenece a un determinado género filosófico o no, o los criterios o valores que se han de aplicar a los textos...

      En fin, todo esto no son sino observaciones que sólo pretenden tener un carácter preliminar para intentos más serios. En todo caso, son el extremo del hilo del que hay que tirar para desenredar la madeja.

    En lo que resta, sólo quiero hacer un par de observaciones con mayor pretensión teórica, digamos, pero con la misma finalidad sugeridora (y quizás también polémica) 

     La primera se refiere a la comprensión del texto filosófico. Al fin y al cabo, se trata de una habilidad de que no sólo exigimos a quienes forman parte de esa comunidad de lectores que contribuye a decidir lo que es filosofía (el texto filosófico) sino que, hasta cierto punto, solicitamos igualmente a cualquier miembro educado de nuestra sociedad. Quiero recordar que en el decreto correspondiente se indica que, en el bachillerato, los alumnos deben entablar “el diálogo experto con textos filosóficos, que han de ser interpretados en su contexto y con los cuales el alumno ha de confrontar los problemas filosóficos del presente” (R.D. 1178/92, de 2 de Octubre). Nada menos. Por tanto, un cierto nivel de comprensión del texto filosófico es parte de la educación general del alumno, por no decir de aquellos que pretenden dedicarse profesionalmente a su enseñanza o que pretenden alcanzar un cierto nivel de conocimiento experto de la disciplina.

     En lo que se refiere a este aspecto, la comprensión del texto filosófico, quiero mantener una tesis muy tradicional, reaccionaria si quieren, que consiste en afirmar que esa comprensión se ha de asentar en el propósito de la reconstrucción de la intención comunicativa del autor. Dicho de otro modo, que la estrategia interpretativa (si quieren llamarla hermenéutica, pueden hacerlo, si eso les hace sentir más ‘filósofos’) que ha de emplear quien afronta un texto filosófico (en realidad cualquier texto comunicativo) es tratar de averiguar qué quiso decir el autor, a quién, con qué medios, desde qué sistema de creencias, etc. En teoría literaria, tal tipo de explicación se considerar que incurre en la falacia intencional. Pues bien, un catedrático de Lógica les aconseja que cometan esa falacia. Argumentar sobre esa necesidad, sobre la inevitabilidad de recurrir a esa estrategia si se quiere preservar algún valor epistémico para la comprensión nos llevaría muy lejos y, evidentemente, a laboriosas confrontaciones teóricas con otras posiciones filosóficas. Pero, si lo toman como un simple consejo, puedo aducir en mi favor nada menos que a Platón, quien en Fedro, 275, d-l, dice:

     “Pues eso es, Fedro, lo terrible que tiene la escritura y que es en verdad igual a lo que ocurre con la pintura. En efecto, los productos de ésta se yerguen como si estuvieran vivos, pero si se les pregunta algo, caen en un desdeñoso mutismo. Lo mismo les ocurre a las palabras escritas. Se creerían que hablan como si comprendieran algo de lo que dicen pero, si se les pregunta, queriendo aprender algo de lo dicho, expresan tan sólo una cosa que siempre es la misma...constantemente necesitan de la ayuda de sus padres, pues por sí solas no son capaces de defenderse ni de socorrerse a sí mismas”. Acudamos por tanto a los padres de los textos para comprenderlos.

 

     La segunda observación tiene que ver con el texto filosófico y las nuevas tecnologías, particularmente con lo que se conoce como el hipertexto, el texto que permiten ligar partes de su contenido a otros textos mediante vínculos. El hipertexto supone por tanto una nueva forma de presentar los textos, de organizarlos, de estructurarlos y de relacionarlos.

   

      Por supuesto, existe una forma trivial de utilizar el hipertexto, una que todos utilizamos, que es como instrumento de navegación dentro del texto y, en particular, como una forma más dinámica de incorporar el aparato crítico. El lector no tiene más que pulsar sobre el vínculo correspondiente que le llevará a la nota al final del texto. En esa nota se incorporan las informaciones habituales (referencias, textos originales, aclaraciones, etc.), pero pueden incluir vínculos adicionales (de segundo nivel, como si dijéramos), con posteriores especificaciones.

 

     Pero existen formas menos triviales de considerar el hipertexto en cuanto forma de representación de la argumentación filosófica o en cuanto guía para la interpretación textual. En toda estructura inferencial, por ejemplo, no solamente se dan premisas y argumentación, sino que existe toda una serie de elementos que forma parte del complejo inferencial y que habitualmente no se representan (dejándolos en el campo de lo implícito en el texto) o se representan en una forma lineal (piénsese, por ejemplo, en la Ética de Spinoza). Forman parte de ese conjunto de elementos los supuestos iniciales, los supuestos auxiliares, las definiciones, las conclusiones intermedias, etc. Si el hipertexto es capaz de integrar la complejidad de la estructura inferencial filosófica, combinando la representación lineal, con una representación en profundidad, que es lo que parece ofrecer el hipertexto, nos encontramos con una nueva forma de presentación y representación del texto filosófico que puede tener consecuencias interesantes tanto desde el punto de vista de la producción filosófica (de cómo escribir filosofía) como de la comprensión del texto filosófico.

  

      Lo mismo sucede en el caso de la interpretación: si el hipertexto puede integrar información relevante para la comprensión del texto (por ejemplo, haciendo explícito eso que se conoce como intertextualidad, la referencia en un texto a otros textos), se puede facilitar todo el proceso interpretativo.

   

    Como sucede cuando se trata de evaluar la influencia de una nueva tecnología en la producción, comprensión y difusión de los productos culturales, es preciso ser muy cautos (o escépticos) a la hora de extraer conclusiones y decretar la muerte de algo (lo que es un pasatiempo favorito de los filósofos, dicho sea de paso), como por ejemplo la muerte del libro. Pero como intelectuales que, como manifiesta el Ministerio, hemos de hacer frente a ‘los problemas filosóficos de nuestro tiempo’, merece la pena considerar el impacto de los adelantos tecnológicos en las formas de producción y consumo cultural. Por eso les recomiendo un libro, cuya traducción al castellano se titularía Sócrates en el laberinto, que se trata de un hipertexto que trata precisamente de estas nuevas perspectivas en la consideración del texto filosófico.

 

 

Esperamos vuestros comentarios

 

(Creo que se trata de un texto apropiado para suscitar comentarios; que está urgiendo a practicar ese tipo de hipertexto del que habla, y especialmente a construir la lectura adecuada para él).

 

© Eduardo de Bustos Guadaño, 2004

LINDARAJA. Revista de estudios interdisciplinares y transdisciplinares. Foro universitario de Realidad y ficción.

URL: http://www.realidadyficcion.org/textofilososfico.htm

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