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Revista Lindaraja nº 10, junio de 2007
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IDENTIDAD Y RECONOCIMIENTO: APUNTES EN TORNO A LO HUMANO EN LA TRANSFORMACIÓN DE FRANZ KAFKA
Manuel Alejandro Prada Londoño
Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá Departamento de Ciencias Sociales
Manuel Alejandro Prada Londoño*
El insecto no se debe dibujar. Ni siquiera puede vérsele de lejos (…). El horror de la transformación no había que buscarlo en el escarabajo, sino en la conciencia de los personajes
Franz Kafka
Agradezco la invitación que me ha hecho el profesor Diego Fernando Barragán a participar en este espacio de reflexión sobre La transformación (o La metamorfosis) de Franz Kafka[1]. Para comenzar, quisiera dejar planteadas dos notas introductorias. La primera tiene que ver con el contenido de las páginas que someto a su consideración. La siguiente pregunta guía el desarrollo del texto: ¿Qué reflexiones en torno a lo humano sugiere la lectura del relato? Esta cuestión se aborda desde dos temas filosóficos: la identidad y el reconocimiento.
La segunda nota está relacionada con las intencionalidades epistémicas que se ponen en juego en el presente texto. Fundamentalmente, se trata de tener siempre a la vista la siguiente indicación de la hermenéutica ricœuriana: “La pregunta simplemente gestadora de historia –¿qué decía el texto?– sigue estando bajo el control de la pregunta propiamente hermenéutica –¿qué me dice el texto y qué digo yo al texto?– (Ricœur, 1987: Vol III, 894).
Teniendo en cuenta lo anterior, intento seguir con detenimiento el relato, entender algunas de las tensiones que se evidencian en él, comprender el sentido de sus diálogos, seguirle la pista a los pactos narrativos que configura el autor implicado; al tiempo, me esfuerzo por dejar hablar al texto en actitud de aprendiz, tratando de pensar con él, a propósito de él, con él, pero en la distancia que me implica como lector, en un contexto particular y con un acervo de comprensión sobre los dos temas centrales arriba mencionados, cuya identificación es ya, de suyo, una interpretación. En este sentido, cabe recordar las palabras del hermeneuta francés:
La lectura, lejos de ser una interpretación negligente, es, sobre todo, una lucha entre dos estrategias, la de la seducción llevada por el autor bajo la forma de un narrador más o menos fiable (...) y la estrategia de sospecha dirigida por el lector vigilante, el cual no ignora que es él el que lleva el texto a la significación gracias a sus lagunas calculadas o no (Ricœur, 1996: 161n).
En 1965 (50 años después de la aparición de La transformación), Albert Camus señalaba con cierto aire de jocosidad, cargado de sarcasmo, el itinerario cotidiano de los parisinos, y por qué no, de los hombres del siglo XX: “Levantarse, tranvía, cuatro horas de oficina o de taller, comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, descanso, dormir, y el Lunes, Martes, Miércoles, Jueves, Viernes, Sábado, siempre al mismo ritmo, siguiendo fácilmente el mismo camino casi siempre” (1965: 106). Las palabras de Camus nos ponen frente a la imagen del hombre-máquina, del hombre-trabajador, del hombre regulado por la productividad, del hombre-autómata, del hombre hecho objeto para sí mismo. El hombre-máquina gasta su vida en el cálculo de medios para alcanzar fines; los fines se restringen, para la mayoría de los seres humanos, a la sobrevivencia (comer, dormir, tener vivienda) y, para un número cada vez más reducido de personas, según las lógicas del capitalismo neoliberal, al alcance de las metas y estándares de calidad que fijan los mercados (confort, alta tecnología, competencias laborales).
Por otro lado, los medios tienen que ver con el trabajo productivo, cuya realización exige disciplina de los cuerpos, control de tiempos y espacios y rutinización de la vida cotidiana: nos levantamos a la misma hora, nos dirigimos al trabajo en el mismo medio de transporte para llegar a la empresa, incluso a la universidad (por más ‘humanista’ que sea), invertimos el tiempo –que será remunerado– en producir cosas, tecnologías o conocimientos; comemos para recuperar las fuerzas perdidas y, fortalecidos, vaciamos todas nuestras potencias en la otra mitad de la jornada laboral; luego descansamos, quizás le hagamos el amor a nuestra esposa –incluso como parte de nuestra rutina de obligaciones conyugales–, o vayamos a un cine; dormimos, y, al día siguiente, seguimos idéntica la monotonía.
La descripción anterior genera un horror que nos hace creer (y ojalá nos asegure, como a contraluz) que nuestra vida corre por otros rumbos menos prosaicos. Pero, al mismo tiempo, da cuenta de la polaridad que rige la vida humana en la sociedad moderna: la polaridad entre medios y fines, que ha sido cultivada por el concepto de razón (por tanto de hombre) occidental: una razón que deviene instrumental con respecto a fines, que ha proscrito aquello que no sea productivo, que no se acomode a su discurso homogenizante. Esa razón discursiva se ha encargado de distinguir entre quienes pueden participar de sus reuniones elegantes porque tienen el traje de fiesta (el cargo, el título nobiliario del conocimiento, la empresa o el i-pod de última generación) y quienes deben excluirse del banquete –locos, incómodos, proscritos, anormales– y comer afuera las sobras que deje el mercado mundial.
Es esta razón la que nos ha enseñado a separar sujetos y objetos, y a ponernos del lado de estos últimos como la única posibilidad de conocernos clara y distintamente [¡qué lejos parecemos estar de un tipo de conocimiento sobre nosotros mismos que no nos reduzca a la condición de meros objetos dispuestos para un conocimiento que nos fragmenta en órganos y funciones!]. Hemos venido objetivándolo todo a nuestro paso: desde la naturaleza hasta los más multiformes aspectos del vivir humano. Y hemos pretendido formular con precisión lo que es cada cosa, mutilando con el lenguaje la experiencia humana.
Nuestra sociedad vive una neurosis racionalizante que todo lo vuelve objeto de utilidad y de cálculo:
Para el cuerpo social, vivir es siempre vivir útilmente: para él, los individuos no son lo que en el universo es el rayo de sol o la llama, mirados libremente, sin tener en cuenta su efecto útil. La luz del sol hace madurar la cosecha, el calor de la llama hace girar la máquina. Nadie es insensible al encanto del sol o de la llamarada, pero nadie se lo toma en serio. Si hablara seriamente, tal y como lo entiende el cuerpo social, lo que el hombre gozoso de estar al sol sintió por la mañana, se convertirá en un cálculo de calorías (Bataille, 1996: 60).
En este marco quisiera ubicar las primeras inquietudes respecto al relato que nos ha convocado en este espacio de reflexión. Para todos es ya conocido el golpe que nos propina el narrador al ponernos la transformación de Gregor Samsa como punto de partida de la trama. La narración nos pone a jugar un pacto de comprensión que sorprende a los lectores y nos conmina a renunciar a la explicación lógica de un cambio físico y psicológico sin parangón en la experiencia cotidiana: Samsa amanece convertido en un bicho extraño, en un monstruo, después de haber pasado una noche “de sueños agitados”.
He dicho que la narración nos propina un golpe, aun a sabiendas de que ingresamos a la lectura de La transformación como un relato de ficción que es un terreno en el cual se rompe la lógica cotidiana con la que nos hallamos en el mundo. Un lector avezado, que tome en serio el riesgo de implicarse en la lectura, aun aceptando el pacto narrativo y comprendiendo las características de las narraciones ficcionales, puede experimentar, mediante la imaginación, la angustia que podría sentir quien se despertase convertido en un animal de caparazón duro y numerosas patitas delgadas y de apariencia frágil. En el mismo ejercicio de imaginación, cada quien podría prever sus reacciones inmediatas, entre las que casi con seguridad podríamos mencionar: gritos, llanto, peticiones desenfrenadas de auxilio, más llanto, más gritos; quizás para otros sea predecible un enmudecimiento descomunal, un ahogamiento de la voz, un nudo de gritos amarrado a la garganta.
Pero el narrador vuelve a romper nuestras previsiones, nos pone frente al absurdo de nuestra propia angustia y corta de un tajo cualquier anticipación de los sentimientos y las reacciones que creemos estarían más acordes con una experiencia similar a la de nuestro personaje. Las impresiones que el lector espera ante semejantes cambios, que no son sólo de la apariencia física (de hombre a bicho), sino también de la manera como se da la relación con el mundo –incluso en los más mínimos detalles tales como bajarse de la cama o desplazarse– no ocupan un lugar primordinal en la experiencia del protagonista. ¿Acaso no hay tiempo para pensar, antes que en cualquier otra cosa, en su propio cuerpo? Ciertamente, la exigencia de ‘pensar’ (entendido como reflexión, análisis, claridad y distinción en los argumentos, etc.) es insensata, pues ante una situación como la que abre el relato, lo primero que salta a la vista es la desesperación, el miedo y la incertidumbre, mientras que la reflexión mesurada o la toma de decisiones llegan tarde, mucho más tarde aún que en la ‘normalidad’ de la experiencia cotidiana.
La perplejidad sigue aumentando: no hay gritos ni llantos, no hay llamados desesperados de ayuda; pero tampoco hay una reflexión sobre la situación apremiante, no hay una contemplación tranquila de lo que está pasando, acaso sólo hay una sospecha de que aquello sea un sueño (“¿Y si durmiera un rato más y me olvidara de todas esas tonterías?”, p. 20). Si hay orden en el pensamiento de Gregor, si hay coherencia en el tejido de sus reflexiones, es en relación con su trabajo, sus viajes, sus horarios, sus deudas.
“¡Dios mío!”, pensó. “¡Qué profesión tan agotadora he elegido! De viaje un día sí y otro también. Las tensiones que producen los negocios son mucho más grandes fuera que cuando se trabaja en casa, y para colmo me ha caído encima la plaga de los viajes, la preocupación por los enlaces de los trenes, la comida mala e irregular, un trato con la gente siempre cambiante y nunca duradero, que jamás llega a ser cordial. ¡Al diablo con todo esto!” (p. 20).
En el pasaje anterior está la piedra de toque que nos permite señalar una pista de interpretación del texto que tenemos entre manos: la transformación es una metáfora de la vida rutinaria que ha vuelto al protagonista un hombre-máquina, cuyas relaciones interpersonales se limitan al intercambio de bienes y servicios y a la cortesía funcional propia del comercio. “¡Al diablo todo esto!” pareciera ser la expresión de quien reconoce la atadura de una vida humana reducida a su condición productiva. De hecho, Samsa espera la “gran ruptura” (p. 21), que se dará cuando pueda pagar la deuda que sus padres contrajeron con el dueño de la empresa donde trabaja actualmente. No obstante, el lector no reconoce nada más que un lamento (lejos está en la trama una toma de decisión que permita romper la monotonía, o hacer conciente el empobrecimiento de lo humano), porque, renglón seguido, las preocupaciones de Gregor vuelven a adquirir el color de sus rutinas incumplidas: “Pero de momento lo que tengo que hacer es levantarme, porque mi tren sale a las cinco” (p. 21).
La narración continúa, y encontramos a los padres y a la hermana de Gregor. Ante el retraso de su hijo, el señor y la señora Samsa manifiestan impaciencia. Si utilizamos la imaginación para recrear la escena, la preocupación materna no nos sorprende, pues es natural que quienes conviven con nosotros se acostumbren a nuestros horarios habituales y se extrañen ante cualquier cambio inesperado, tan simple como el no levantarse a la hora de siempre.
La tensión crece cuando, no contento con hacer que nos enfrentemos a un personaje cuya transformación parece inquietarle sólo en tanto corre peligro su vida laboral, el narrador se detiene en los detalles de la visita intempestiva del gerente de la empresa donde trabaja Gregor. Estamos ante el extremo del control de los tiempos y de los espacios, ante la aberración de un sistema productivo que no permite que alguno de sus engranajes falle, porque pone en riesgo toda la maquinaria. Eso parece pensar Gregor, o al menos eso sugiere el narrador omnicomprensivo e impersonal que construye Kafka:
¿Por qué estaría condenado Gregor a trabajar en una empresa donde el menor descuido despertaba enseguida el mayor recelo? ¿Acaso los empleados eran todos, sin excepción, unos pícaros?; ¿no había entre ellos ni un solo hombre leal y entregado que, por el simple hecho de no aprovechar unas horas del trabajo por la mañana, enloqueciera bajo la presión de sus remordimientos y no estuviera, por eso mismo, en condiciones de abandonar su cama? (p. 28).
La primera pregunta de la cita anterior sugiere, por el verbo que utiliza [condenar], la vecindad de una fuerte crítica. Aunque sigue sin inquietarle su transformación, Gregor parece indignarse por la indolencia despiadada de un sistema que no permite errores. Sin embargo, las preguntas que siguen señalan las dimensiones de la reflexión del personaje: sujeto como está a los parámetros de la maquinización de la vida, la lealtad y la entrega a la empresa, traducidos en acciones tan simples como el cumplimiento irrestricto del horario, son valores incuestionables, aun en una situación como la que él mismo atraviesa.
Continuemos describiendo la escena. Ante el gerente, la madre no puede sino testificar la puntualidad y responsabilidad de su hijo: “No se encuentra bien, créame, señor gerente. ¿Cómo, si no, habría perdido Gregor el tren? El muchacho no piensa más que en su trabajo” (pp. 29-30). La respuesta del gerente no se hace esperar: “Ojalá no sea nada serio. Aunque por otra parte he de decir que nosotros, los hombres de negocios, tenemos muchas veces que sobreponernos –por suerte o por desgracia, según se mire– a cualquier ligera indisposición en aras de nuestra responsabilidad profesional” (p. 30).
Lo que le ha pasado a Gregor no puede calificarse como una “ligera indisposición”. Todo él ha cambiado, es un monstruo, no puede ni siquiera moverse (tampoco sabe cómo hacerlo); mucho menos cabría pensar que sea capaz de montar en un tren o de hacer negocios, ni que pase desapercibido entre la multitud. No obstante, estas consideraciones están fuera de los intereses de Gregor, quien sólo piensa en no ser despedido de la empresa.
Y el gerente continúa con sus reclamos:
(…) ¿qué es lo que le pasa? Se ha atrincherado usted en su habitación, responde solo con un sí o un no, crea preocupaciones graves e inútiles a sus padres y, dicho sea de paso, descuida sus obligaciones profesionales de manera francamente inaudita. Le hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le pido muy en serio una explicación inmediata y esclarecedora (…) (p. 32).
Gregor responde [¡es el primer discurso que pronuncia!]. Explica que se siente mal, indispuesto, nada que no pueda superarse; de hecho, ya se siente mejor. Ruega consideración con sus padres; insiste en que no ha descuidado su trabajo (contradiciendo las acusaciones del gerente); afirma que, aunque no es la mejor temporada para los negocios, no falta un mes en el que haga alguno; y, por último, anuncia que, ya repuesto, tomará el tren de las 8.
Fijémonos en que la voz se pone al servicio de la excusa. A sus padres, aparentemente los del círculo de allegados, Samsa no ha dirigido más que algunos monosílabos y pequeñas frases. No hay cercanía, no se cuenta con ellos para comprender lo que pasa, menos para superar el conjunto de problemas que se avecinan con la situación inesperada. En cambio, para la figura que representa el control minucioso del tiempo y de la productividad hay un largo discurso, una explicación que, a pesar de ser atropellada y estar marcada por el ansia, se esfuerza en el detalle y en la reconstrucción de la propia imagen de vendedor de éxito y trabajador cumplidor del régimen.
Curiosamente, este discurso hace decir a su destinatario que la voz de Gregor “Era una voz de animal” (p. 34). La imaginación que acompaña la lectura puede situar la justeza de la declaración del gerente: si ha cambiado radicalmente la apariencia física, al punto de que es imposible mantener la figura de Gregor-hombre, nada impide pensar que su voz también ha sufrido una transformación. Lo único que hace la declaración del gerente es erradicar la idea de que Gregor sigue siendo humano.
Retomemos el problema de la vida productiva. Ha pasado la visita del gerente y se ha formado un verdadero barullo en la casa Samsa, marcado por la impresión que genera el nuevo estado de Gregor. Ahora bien, el narrador vuelve a jugar con nuestras suposiciones, construidas sobre la base de una ‘buena voluntad’, o sobre lo que hemos aprendido ‘debe ser’ una familia, sobre lo que nos ha enseñado debe ser la actitud solidaria con un prójimo caído en desgracia. ¿Qué desgracia más grande que levantarse siendo otro, otro horrible y, sobre todo, incapaz, improductivo?
Empero, la desgracia aquí no genera ni pesar, ni culpa, ni solidaridad. La voz del padre se alza para mostrar su autoridad y conminar al bicho al encierro [aunque después llore casi en silencio]; la madre se desmaya, con el dolor que le genera su propia desazón. La impotencia ante la desgracia adquiere las dimensiones de un fracaso económico que se aproxima y que la familia debe conjurar [recordemos que el padre había quedado en bancarrota, y esta era una de las preocupaciones centrales de Gregor]. “Ya en el transcurso del primer día el padre expuso tanto a la madre como a la hermana la situación económica y las perspectivas de la familia. (…) Estas explicaciones del padre fueron, en parte, la primera cosa agradable que Gregor escuchó desde el inicio de su cautiverio” (p. 53). Además, la familia tenía todavía un pequeño patrimonio que había sobrevivido al desastre financiero y había ahorrado parte del dinero ganado por el hijo mayor. “Gregor, detrás de su puerta, aprobaba con fervor, contento ante tan inesperada muestra de previsión y ahorro” (p. 55).
Deleuze y Guattari (1978: 26) señalan que en el relato se da la conformación de círculos burocráticos que se devoran progresivamente. El hombre-bicho que deja de ser productivo y se vuelve un estorbo para su familia; luego, el padre y la hermana que asumen un trabajo y rutinizan su vida; enseguida, tres misteriosos huéspedes que cambian las costumbres de la casa, la gobiernan y llegan a desplazar a la familia de los sitios que antes ocuparan. Nadie tiene tiempo para Gregor, que va aceptando su situación y, como lo veremos, abandonando su interés por los asuntos económicos e incluso por “sí mismo”, hasta el punto de tolerar su degradación con asombrosa parsimonia.
Así, pues, mientras la primera lectura nos pone frente a una transformación extraordinaria de un hombre en insecto, sin que medie ninguna explicación ni se le permita al lector mantener incólumes sus presupuestos estéticos o éticos, una segunda lectura, más analógica –como indica Alfonso Cárdenas en el texto que leyó en este mismo ciclo de conferencias–, parece sugerir que hay otras transformaciones más predecibles, más tranquilas, menos riesgosas y visibles para la vida productiva, que se traducen en rutinas que incluso el padre, figura de la autoridad, se lleva a la casa, al punto de poder dormir, ya no sólo con el traje de trabajo, sino con el cuerpo-máquina “como si estuviera siempre listo para el servicio y también allí aguardase la voz de su superior” (p. 74).
Como hemos mostrado en el apartado anterior, la sorpresa que se lleva Samsa ante su inesperada transformación pronto se oculta con la preocupación que le generan las consecuencias laborales y económicas que su ‘enfermedad’ puede ocasionarle a él y a su familia. Ahora bien, esta inquietud, que marca el color especial de las primeras escenas, cede ante los ejercicios de autorreconocimiento que describe con detalle el narrador.
Dicho autorreconocimiento comienza con el cuerpo. Miles de vivencias cotidianas confirman el carácter ajeno y extraño de nuestro propio cuerpo: en la experiencia cotidiana, somos nuestro cuerpo pero no lo percibimos como totalidad; somos nuestro cuerpo, pero no tenemos conciencia de él y pareciera que el único camino posible para ello es el dolor de una de sus ‘partes’. Quizás pueda decirse que la primera experiencia de la alteridad se vive respecto al cuerpo propio, tanto si lo percibimos como una cosa entre las cosas, como si lo asumimos como el punto cero de todas nuestras representaciones, esto es, como el punto protofontanal de comprensión de nuestro ser en el mundo.
La trama kafkiana de La transformación pareciera sugerir la necesidad inexorable de volver sobre nosotros mismos cuando una alteración de nuestro cuerpo nos hace perder de vista lo que somos, o lo que creemos ser, que se ha sedimentado en nuestra conciencia por la repetición constante de nuestra identidad numérica, pues todos los días, por ejemplo frente al espejo, decimos: “¡soy el mismo!”. Los físicos y los filósofos coincidimos –ambos herederos de Heráclito, aunque por vías distintas– en afirmar que nada en el mundo se repite idénticamente, y tampoco en nuestro cuerpo algo es estático. No obstante este carácter móvil del cuerpo (tejidos y células que se regeneran, desgaste constante de la energía, envejecimiento), la conciencia nos hace creer, a lo menos, en una invariabilidad que nos permita hallar un sustrato físico de identidad [por supuesto, no es el único que permite reconocernos]. Pero esta aparente invariabilidad no representa un desafío para la constitución de nuestra identidad. Sólo cuando el cambio hace presencia fuerte, cuando el tiempo deja una huella profunda, el reconocimiento de sí se vuelve un reto. A este respecto, cabe recordar las palabras de Ricœur:
La identificación descansa, pues, en constantes perspectivas que conciernen no sólo a la forma y a la magnitud, sino también a todos los registros sensoriales, desde el color al sonido, desde el gusto a los aspectos táctiles, desde el peso al movimiento. La identificación es evidente mientras las deformaciones no la hagan problemática (2005: 73).
(…) el cambio debe poner su marca sobre seres del mundo, y más significativamente sobre el ser humano para que se abra una vacilación, una duda, que dé al reconocimiento su carácter dramático; es, pues, la posibilidad del desconocimiento la que dará al reconocimiento su plena autonomía. El desconocimiento: forma existencial e intramundana, cuyo sentido no lo agota el error, forma más teorética de inquietud (2005: 48).
Recordemos algunos pasajes en los que Gregor ejecuta un trabajo de reconocimiento de su nuevo cuerpo, no sólo de su ‘estructura’ física, sino de sus posibilidades:
Y trató de sacar el cuerpo de la cama balanceándose uniformemente en toda su longitud. Si se dejaba caer de esa manera, la cabeza, que él pensaba mantener bien erguida al caer, saldría probablemente ilesa. La espalda parecía ser dura, y seguro que no le pasaría nada al caer sobre la alfombra (pp. 26-27).
Gregor se arrastró lentamente hacia la puerta empujando la silla, la soltó al llegar, se lanzó contra la puerta, se mantuvo erguido aferrándose a ella –las ventosas de sus patitas tenían una sustancia viscosa– y descansó un momento para reponerse del esfuerzo. Luego intentó, con la boca, hacer girar la llave dentro de la cerradura. Parecía no tener, por desgracia, aquello que se suele llamar dientes (…) aunque sus mandíbulas eran en cambio muy fuertes (p. 35).
(…) sintió por primera vez esa mañana un bienestar físico; las patitas se apoyaban en suelo firme y obedecían a la perfección, según notó muy contento; hasta se esforzaban por trasladarlo a donde él quisiera, por lo que consideró inminente la curación definitiva de todos sus males (p. 41).
Tanteando aún torpemente con sus antenas, que solo entonces aprendió a valorar, se deslizó con lentitud hacia la puerta para ver qué había ocurrido (p. 45)
[A las cuatro semanas,] tenía un dominio de su cuerpo muy distinto del de antes (p. 61)
Lo que se evidencia aquí, en palabras de F. Contijosh (2000: 87)[2], es una paulatina aceptación de su nueva condición, al punto de terminar en un sentimiento de comodidad[3]. Pero en la narración encontramos un contraste: el reconocimiento propio, cuyo espacio de realización más propicio parece ser la soledad, aísla a Gregor de lo que sucede en el resto del piso: “(…) cierto es que en los últimos tiempos, por haber estado tan ocupado con su novedosa manera de arrastrarse por la habitación entera, había dejado de preocuparse como antes de lo que ocurría en el resto del piso, cuando, de hecho, tendría que haber estado preparado para toparse con situaciones muy distintas” (p. 69). Y, al mismo tiempo, lo aísla de aquello que antes consideraba suyo como humano, le genera un sentimiento de extrañeza respecto al espacio que antes habitara y al cual ya se había acostumbrado.
Ciertamente, la pregunta por lo humano no se reviste aquí de humanismo. “Es sabido que a Kafka, en sus obras, no le interesa mejorar éticamente al hombre, muestra su situación real y la de la sociedad; en consecuencia, no juzga ni interpreta, muestra literalmente lo que ve, implicando lo que le separa del mundo” (Aristizábal, 2005: 38). Empero, no puede negarse que la trama que se teje en La transformación sugiere la relación entre la identidad y la pregunta por lo humano, en tanto se trata no sólo de la identidad de una cosa, de un insecto que habla, piensa o siente, sino la de un ser que se debate entre ser o no ser humano, y la de un narrador que todo el tiempo juega con los lectores haciéndonos desconfiar de nuestras propias ideas de ‘humanidad’, tan simples como las referidas a la comida[4], a los espacios[5], a los gustos. ¿No decimos, acaso, que los seres humanos ‘no deben’ comer alimentos podridos, que son justamente los que le interesan a Gregor, tal como se nos narra en la segunda parte del relato? ¿No nos indigna la escasa atención que la familia le presta a Gregor, al punto de dejarlo sumir en la suciedad de su habitación? ¿No nos repugna, además de su apariencia, imaginar que ese mismo bicho que desea, con el más noble sentimiento, pagar los estudios musicales de la hermana en el Conservatorio, y que se siente atraído por la música del violín que toca su hermana ante los huéspedes de la casa[6], esté cubierto de polvo y arrastre “sobre su espalda y a los lados (…) hilos, pelos y restos de comida” (p. 85)?
Ya hemos visto que esta narración desafía los cánones éticos y estéticos de los lectores y puede constituir una experiencia de lectura en la que se suspenden convicciones, certezas y previsiones sobre lo humano. Una de esas previsiones puede formularse así: la vida humana es una lucha constante contra el solipsismo radical en el que corremos el riesgo, como dice Sartre, de morir “sin haber sospechado siquiera –salvo durante breves y aterradoras iluminaciones– lo que es el Otro” (1976: 475). ¿Cómo es posible el otro para la experiencia humana?
Desde la perspectiva de la fenomenología de Husserl, el yo establece una relación con las cosas en el suelo de la experiencia en el mundo de la vida. Allí percibo que estos lentes, aunque parecen en la experiencia cotidiana ser una extensión de mi cuerpo, son diferentes de mí mismo, son un ‘otro’. Sin embargo, la diferencia entre un objeto del mundo y un ego, como presentes a mi percepción, radica en que, mientras el objeto no supone para sí su condición de esfera originaria, el ego que se me hace presente es, él mismo, “sujeto de experiencia con igual razón que yo, sujeto capaz de percibirme a mí mismo como perteneciente al mundo de su experiencia” (Ricœur, 2005: 164-165).
Ciertamente lo primero que percibo de ellos –así como lo percibo de mí mismo– es que son cuerpos entre los cuerpos; empero, también los experimento “como gobernando psíquicamente en el cuerpo vivo natural que a cada uno le pertenece”; y, a la vez, “los experimento como sujetos respecto de este mundo; como experimentando este mundo, y este mundo mismo que yo mismo experimento; y, además, como teniendo también experiencia de mí, tal como yo la tengo del mundo y, en él, de los otros” (Husserl, 1986: §43, 151).
El desafío de la ficción kafkiana es que parece volver imposible la experiencia del otro como un sí mismo que pide ser reconocido como un ego. La brecha de la disimetría propia de las relaciones humanas, que hace infranqueable el abismo radical entre el ego y el alter ego, se radicaliza en la narración al punto de volverla impensable, en tanto la sola apariencia que adquiere Gregor después de su transformación ya nos hace sospechar de su humanidad y nos hace verlo como una cosa-con-voz, pese a que el narrador permanentemente traiga a colación las reflexiones y pensamientos del protagonista.
Tampoco la vía levinasiana, por contraste con la vía husserliana, es posible. Recordemos que Lévinas reprocha al enfoque husserliano que se mantiene en la dinámica –según él francés, propia de casi toda la filosofía occidental– de reducción de lo Otro en lo Mismo, en la cual se violenta la alteridad, al punto de negarla, y de obliterar un tipo de constitución que le es propia y que no puede comprenderse en términos de una analogía:
La constitución del cuerpo del Otro (…), la comprensión de este cuerpo del otro como si se tratara de un alter ego, disimula, en cada una de sus etapas tomadas por una descripción de la constitución, mutaciones de la constitución del objeto en una relación con el Otro, que es tan original como la constitución de la que se intenta sacarla (2002: 90). Lévinas utiliza la figura del rostro para hacerle frente a la idea de la representación de la fenomenología de Husserl. El rostro escapa a toda representación, en la medida en que es expresado, es revelado (epifanía) como irreductible:
(…) La presencia frente a un rostro, mi orientación hacia el Otro no puede perder la avidez de la mirada más que mudándose en generosidad; incapaz de abordar al otro con las manos vacías. Esta relación por encima de las cosas en adelante posiblemente comunes, es decir, susceptibles de ser dichas, es la relación del discurso. El modo por el cual se presenta el Otro, que supera la idea de lo Otro en mí, lo llamamos, en efecto, rostro. Este modo no consiste en figurar como tema ante mi mirada, en exponerse como un conjunto de cualidades formando una imagen (Lévinas, 2002: 74).
Quizás ya se comprende la improcedencia de la vía levinasiana: el hombre-bicho no tiene rostro ni voz inteligible. No hay manera de asumir un llamado o una exigencia de responsabilidad ante aquel que ha perdido la apariencia de lo humano. La única epifanía es la de lo horripilante o la de lo grotesco. En el relato, la hermana es la única que trata de mantener una mínima ‘responsabilidad’, pero no la del compromiso ético, sino la de una tolerancia marcada por el sentido común, casi como si pensara que el pobre animalito no podía morirse de hambre ni hundirse en la suciedad. Así, los gestos de Grete oscilan entre la consideración y la indiferencia o la repulsión. Recordemos que ni siquiera le vuelve a dirigir la palabra como a un ‘yo’, sino se refiere a Gregor como un “él”: “Se ve que hoy le ha gustado” o “Esta vez ha vuelto a dejarlo todo” (p. 52). Sin embargo, ¿no es eso, precisamente, lo que se espera de ella?: “Lo que normalmente se espera de nosotros en la vida cotidiana –dice Logstrup, citado por Bauman (2005: 92)– no es que nos interesemos por la vida de una persona, sino por las cosas relacionadas con la cortesía convencional. Las convenciones sociales tienen el efecto de reducir tanto nuestra confianza como la exigencia de interesarnos por la vida de otra persona”.
Por su parte, el padre y la madre, que ni siquiera lo miraban por curiosidad, se mantenían en lo que podríamos llamar la versión cruel y prepotente del reconocimiento: la tolerancia. El padre, que había propiciado una herida a Gregor, parecía haber recordado “que, pese a su triste y repulsivo aspecto actual, Gregor seguía siendo un miembro de la familia al que no se podía tratar como a un enemigo, sino ante el cual era un deber familiar tragarse la repugnancia y ser tolerante, nada más que tolerante (p. 73).
Es una tolerancia cruel que el mismo protagonista ve plausible. Él mismo acepta su reducción a cosa que puede ser herida, olvidada, abandonada, y se consuela con pequeñas compensaciones que parecieran restituirle una dignidad, a todas luces irrisoria:
(…) a cambio de este empeoramiento de su estado [generado por la grave herida causada por el padre] recibió una compensación, según él, más que suficiente, y era que siempre, al anochecer, se abría la puerta de la sala de estar, que él ya solía observar fijamente entre una y dos horas antes, de modo que, tumbado en la penumbra de su habitación y sin ser visto desde la sala de estar, podía ver a toda la familia sentada a la mesa iluminada y escuchar su conversación, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, en condiciones completamente distintas a las de antes (pp. 73-74).
Ésta es quizás la figura de nuestras relaciones contemporáneas: nos oímos sin escucharnos; nos miramos sin reconocernos; nos tumbamos en la penumbra de nuestra habitación con el televisor encendido y nos sentimos conectados al mundo y solidarios con el último participante del concurso de moda que compite por el dinero que destinará a la operación de su hijo enfermo… y ese dolor nos arranca lágrimas, que duran mientras se cambie de canal para asistir en vivo y en directo a unos premios de música o al partido de fútbol. Y esos pequeños consuelos nos hacen sentir vivos, incluso humanos.
Del lado de Gregor se genera el desencanto. Las preocupaciones de las escenas iniciales van cediendo a la preocupación por habituarse a su nuevo estado y, posteriormente, a dejarse ir, a estar allí sin más.
Gregor se daba perfecta cuenta de que no solo era la consideración hacia él lo que impedía un traslado [de casa, para disminuir los gastos] (…); lo que realmente impedía a la familia cambiarse de piso era más bien la absoluta desesperación y la idea de haber sido golpeados por una desgracia sin parangón en todo su círculo de parientes y conocidos. Todo cuanto el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos con creces… (pp. 76-77).
(…) ya no estaba de humor para preocuparse por su familia, solo sentía rabia por el mal cuidado que le dispensaban, y aunque no podía imaginarse nada que despertase su apetito, hacía planes sobre cómo llegar a la despensa para coger allí todo lo que, de hecho, y aunque no tuviera hambre, le correspondía” (p. 78).
En esta lucha por el reconocimiento, siempre fallida, la tolerancia adquiere todos los colores de la barbarie. Cabe recordar, siguiendo a Z. Bauman (2005: 101), que la responsabilidad que exige la vía ética constituye también un campo de luchas terribles y un sitio para la crueldad. Mientras que la responsabilidad supera el cálculo y la lógica de causas-consecuencias, medios-fines, la tolerancia se sitúa del lado de la atención, de la espera, del análisis y del sopesamiento de las fuerzas. La responsabilidad nace en el suelo de la hospitalidad; la tolerancia, en el nicho del poder que se ejerce en la base del dominio que puedo tener sobre la fragilidad del otro: “El cariño se ha convertido en poder. La responsabilidad ha dado origen a la opresión” (Bauman, 2005: 106).
El fin de la tolerancia se evidencia en los pasajes que citamos a continuación:
“Queridos padres”, dijo la hermana dando una palmada en la mesa a guisa de introducción, “esto no puede seguir así. Si vosotros no os dais cuenta, yo sí lo veo claro. No quiero pronunciar el nombre de mi hermano ante este monstruo, por lo que diré simplemente: debemos intentar librarnos de él. Hemos hecho lo humanamente posible por cuidarlo y soportarlo, y creo que nadie podrá hacernos un reproche (p. 89).
«“Debemos intentar librarnos de él” (…). “Cuando hay que trabajar tan duramente como nosotros, no se puede, encima, soportar en casa esta tortura interminable. Yo tampoco puedo más”» (p. 90).
“Tiene que irse”, exclamó la hermana, “es la única solución, padre. Intenta desechar la idea de que es Gregor, y ya está. El haberlo creído tanto tiempo ha sido nuestra verdadera desdicha. ¿Cómo podría ser Gregor? Si lo fuera, habría comprendido hace ya tiempo que la convivencia entre seres humanos y un animal semejante es imposible y se habría ido por su propia voluntad. Nos quedaríamos sin hermano, pero podríamos seguir viviendo y honrando su memoria. Así, en cambio, este bicho nos persigue, ahuyenta a los huéspedes y es obvio que quiere apoderarse de toda la casa y hacernos dormir en la calle” (p. 91).
Detengámonos ahora en el pasaje de la muerte de Gregor Samsa. La escena lleva la indolencia familiar a los extremos a los que ya llegó su tolerancia, y es posible que en este punto de la narración, los lectores ya hayamos aprendido a dejarnos sorprender. Contrario a toda expectativa, o tal vez consecuente con el azar al que nos enfrentan las descripciones kafkianas, es en el curso de un movimiento largo y penoso, en el que es observado con tristeza y en silencio (p. 92), donde, según el narrador, Gregor se siente “libre de hacer lo que quiera”. Sin embargo, esa libertad de movimiento se contrasta enseguida con el encierro bajo llave al que lo somete su hermana.
El fin del reconocimiento, que es el fin del cálculo de la tolerancia, coincide con el fin de la vida de Gregor, que es narrada con la frialdad de la descripción detallada que hace el narrador impersonal del relato:
Pronto descubrió que ya no podía moverse en absoluto. (…) Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Cierto es que le dolía todo el cuerpo, pero era como si esos dolores pudiesen debilitarse gradualmente hasta acabar desapareciendo del todo. Apenas sentía ya la manzana podrida en su espalda y la inflamación de alrededor, cubiertas ambas por una fina capa de polvo. Su convicción de que debía desaparecer era, si cabe, más firme aún que la de su hermana. En ese estado de meditación vacía y pacífica permaneció hasta que el reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Todavía vivió el inicio de la claridad que se expandía detrás de la ventana. Luego su cabeza se inclinó del todo sin él quererlo, y por sus orificios nasales exhaló débilmente el último aliento (p. 93).
No hay nada que nos permita asegurar que el deceso de Gregor sea consecuencia del el fin de la tolerancia de su familia. Esta secuencialidad es azarosa. No obstante, ¿cabría coincidir con Blanchot, quien cree que ésta fue “Muerte insoportable, en el abandono y en la soledad: y sin embargo, muerte casi feliz por el sentimiento de liberación que representa, por la nueva esperanza de un fin ahora definitivo” (1991: 94)? ¡Es posible! Al menos cabe pensar que algunos lectores consideren esa una salida menos onerosa a la solicitud de Grete de expulsar al “hermano” de la casa.
No obstante, el desarrollo de la narración posterior nos permite comprender, por fin, que esa cosa, que suponemos era un hombre, no es el centro de la trama. Acaso concientemente, Kafka construyó una narración cuyo objetivo no era exaltar a un héroe trágico, capaz de morir en actitud ataráxica. No es lo humano lo que importa, ni la identidad, ni el reconocimiento. Todo lo que hemos dicho hasta aquí evidencia que no comprendimos el relato, y que sometimos la interpretación a la tiranía nostálgica del sujeto, cuando en realidad es lo que menos importa.
Lo que importa es la comodidad, el bienestar que le da a una familia pequeño burguesa, los lujos que pueden darse con el pago de su trabajo, tales como un paseo. Recordemos que inmediatamente después de la muerte de ese bicho, “Decidieron dedicar aquel día a descansar y a pasear; no solo se merecían esa pausa en el trabajo, sino que la necesitaban con urgencia” (p. 97). Los tres se olvidan de cómo enterrar “la cosa esa de al lado”, así como nosotros nos olvidamos de nuestra propia humanidad. Pero, recordémoslo, en nuestra sociedad contemporánea, las nostalgias por la humanidad o el sujeto le hacen ruido a lo que estoy escuchando en mi MP-4. ¡Por favor, déjenme solo, que quiero disfrutar mi música!
Referencias bibliográficas
Aristizábal, Pedro Juan (2005). “Kafka: identidad y solipsismo”. En: Subjetividad, historia y cultura. Estudios fenomenológicos. Bogotá: Alejandría Libros; pp. 17-47.. Bataille, Georges (1996). Lo que entiendo por soberanía. Barcelona: Paidós. Bauman, Zygmunt (2005). Ética posmoderna, Buenos Aires: Siglo XXI. Blanchot, Maurice (1991). De Kafka a Kafka. México: Fondo de Cultura Económica. Camus, Albert (1965). “La mythe de Sisyfhe”. En: Essois. Paris. Contijoch, Francesc (2000). El lector de Franz Kafka. Barcelona: Océano. Deleuze, Gilles y Guattari, Felix (1978). Kafka: por una literatura menor. México: Ediciones Era. González, José M (1989). La máquina burocrática. Madrid: Visor. Husserl, Edmund (1986). Meditaciones cartesianas. México: Fondo de Cultura Económica. Kafka, Franz (2005). La transformación. 2ª ed. Barcelona: Random House Mondadori. Ricœur, Paul (1996). Sí mismo como otro. Madrid, Siglo XXI. Ricœur, Paul (2005). Caminos del reconocimiento. Madrid: Trotta. Sartre, Jean-Paul (1976). El ser y la nada. Ensayo de ontología fenomenológica. Buenos Aires: Losada.
* Licenciado en Filosofía; Especialista en Investigación Social; Estudiante de Maestría en Filosofía. Profesor de la Universidad Pedagógica Nacional y de la Universidad de La Salle. Miembro del grupo de investigación: “Sujetos y nuevas narrativas en la investigación y enseñanza de las Ciencias Sociales”. Correo electrónico: mprada79@yahoo.es. [1] Utilizo la edición castellana (2005) traducida por Juan José del Solar, cuyo Prólogo y notas confecciona Jordi Llovet. Este último justifica por qué se ha decidido traducir el término alemán del título original (Die Verwandlung) como La transformación (pp. 7-15). [2] Citado en: Aristizábal, 2005: 30. [3] No pocos intérpretes de Kafka han visto en este sentimiento de conformidad trágica que supone el curso de la narración una figura autobiográfica en la que se constata la aceptación de su condición de escritor, que necesita la soledad para vivir, y cuya muerte se convierte en el estado ideal para la producción literaria: “Para escribir necesito apartarme, no como un ermitaño, eso no sería suficiente, sino como un muerto. En este sentido escribir es un sueño más profundo, es decir: muerte, y de igual modo que a un muerto no se le saca ni se le puede sacar de la tumba, tampoco a mí de mi escritorio durante la noche” (González, 1989: 87; Citado en: Aristizábal, 2005: 25). [4] Ya no le gusta la leche; la hermana le ofrece “verduras pasadas y medio podridas, huesos sobrantes de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había endurecido, unas cuantas pasas y almendras, un queso que, dos días antes, Gregor había calificado de incomestible (…)” (p. 49). Y luego, Gregor se pregunta: “¿Tendré ahora menos sensibilidad que antes?” (p. 50). [5] “¿Qué me ha ocurrido?”, pensó. No era un sueño. Su habitación, en verdad la habitación de un ser humano, solo que un tanto pequeña, seguía ahí entre las cuatro paredes de siempre” (p. 19). Y más adelante, cuando su madre y su hermana deciden sacar los muebles de su habitación para que pudiera andar más ‘cómodamente’: “¿De verdad tenía ganas de que transformaran su cálida habitación, confortablemente decorada con muebles heredados de su familia, en una cueva en la que sin duda habría podido arrastrarse sin trabas en cualquier dirección, pero a costa de olvidar al mismo tiempo, rápidamente y por completo, su pasado humano?” (p. 63). [6] “¿Era realmente un animal, puesto que la música lo emocionaba tanto?” (p. 86).
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© Manuel Alejandro Prada Londoño.
-------------------------------------------------------------------------------------------- Revista Lindaraja. ISSN: 1698 - 2169 Nº 10, junio de 2007
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