REALIDAD Y FICCIÓN                                                                                                                                   Edición de la página

Alejandro Prada

 

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Revista Lindaraja

nº 10, junio de 2007

 

 

 

LA BÚSQUEDA DE LA VIDA BUENA

(APUNTES PARA UNA REFLEXIÓN SOBRE LAS POLÍTICAS PÚBLICAS)

 

Manuel Alejandro Prada Londoño

 

Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá

Departamento de Ciencias Sociales

 

 

 

Manuel Alejandro Prada Londoño*

 

En las últimas dos semanas hemos vivido en el país una movilización social que protesta por las recientes políticas públicas que se discuten en el Congreso de la República, específicamente sobre el Plan Nacional de Desarrollo (PND).  En esta coyuntura nacional e institucional [aunque dicen los analistas que no es propiamente un asunto coyuntural el que está en discusión[1]] se formula una pregunta propuesta en el Seminario sobre La virtud de la Maestría en Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana, que curso actualmente: ¿Cuál es el sentido de la reflexión filosófica sobre la vida buena en el mundo de hoy? 

 

Las líneas que siguen recogen algunas reflexiones hechas a propósito de esta pregunta, a la luz de los planteamientos de Paul Ricœur.  Aun cuando éste es el eje central del texto que presentamos a continuación, quisimos poner como pretexto la discusión que se ha adelantado entre los profesores de la Universidad Pedagógica Nacional, en el contexto de la discusión sobre PND.  A los compañeros de clase en el Seminario y a mis colegas y estudiantes de la UPN debo muchas ideas que aparecen aquí, en ciernes.  A ellos mi agradecimiento.  Las ligerezas y errores de este texto, por supuesto, son enteramente míos.

 

  1. El pretexto: la problemática del PND

 

El “Plan Nacional de Desarrollo 2006-2010” (PND) está fundado en la idea de un Estado cuyas funciones explícitas no son las de velar por la realización real y efectiva de los derechos fundamentales para todos los ciudadanos, mediante políticas públicas claras y decididas de inversión social, sino las de constituirse en promotor, gestor y garante de la inversión privada que, por supuesto, tiende a ser inversamente proporcional a la inversión pública, lo cual va en perfecta correspondencia con las políticas internacionales de recorte presupuestal. 

 

Veamos la definición que aparece en el documento que sustenta la ley del PND:

 

El Estado tiene, al menos, tres papeles fundamentales.  El primero es proveer un ambiente adecuado para el crecimiento.  El segundo es generar las condiciones necesarias para que una concepción amplia de desarrollo complemente al crecimiento.  En particular, en este aspecto, el Estado debe ser el veedor de la equidad social, asegurándose que los beneficios del crecimiento irriguen a toda la población.  Y tercero, el Estado debe ser promotor.  Es decir, debe iniciar el desarrollo de actividades o proyectos promisorios en los que, al principio, el sector privado no quiera involucrarse.  Esto no quiere decir que se vuelva empresario, se trata de sentar las bases para iniciar el desarrollo de la actividad (PND, Cap. 1, p. 2).

 

Luego de presentar el papel que se le otorga al Estado y que sustenta las políticas públicas, el documento insiste en que “Se prefirió la tesis del Estado sostenible, eficiente, transparente, no obstaculizante, a la tesis de que hay que declinar el Estado y entregarlo todo al mercado” (p. 6), y plantea la aparente superación de la polaridad entre quienes –al parecer– defienden un Estado de derecho rayano en el Estado proteccionista y quienes defienden una total renuncia del Estado ante las exigencias de las políticas internacionales del mercado. 

 

No obstante, los ejemplos que utilizan para mostrar las bondades de una posición intermedia son del todo desalentadores: “el caso de Telecom o la reestructuración de la red hospitalaria del país, que han mostrado las beneficios de adelantar procesos bien estructurados, desprovistos de ideologías, enfocados a la consecución de metas de eficiencia y buen servicio” (p. 6).  No es muy claro, en el análisis de las implicaciones de los dos casos presentados –ejercicio que excede los límites del presente documento–, cuál es la vía alternativa, pues ambas acciones obedecen a los mandatos de las políticas de la banca internacional que insisten en el recorte presupuestal en los gastos del Estado –en materias de primerísimo orden como son las que se relacionan con los derechos fundamentales en un Estado social de derecho– y en su paulatino desmantelamiento (privatización).  Asimismo, no es tarea fácil comprender cómo se articulan (1) la pretensión de una política de privatización con (2) la pretensión de ausencia de ideología (¿acaso el neoliberalismo no es tal?).

 

A continuación, señalemos algunos de los principios fundamentales de la política pública neoliberal en educación que sustentan el articulado del PND:

 

1.      Ahorro y acumulación del capital como base para el crecimiento económico: “Los modelos más básicos de crecimiento (…) enfatizan la importancia del ahorro y la acumulación de capital.  En consecuencia el Plan promueve el ahorro y su canalización hacia la inversión productiva, buscando generar incentivos para que los colombianos ahorren y para que los extranjeros traigan su ahorro a Colombia” (p. 11).

 

En concordancia con las políticas internacionales y las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional, el PND justifica la reestructuración de las instituciones de educación básica, media y superior, los ajustes presupuestales internos y la creciente tendencia de autofinanciación mediante la venta de sus ‘servicios educativos’ en que el Estado debe ahorrar, no precisamente para invertir en más salud, o en más educación, sino para el gasto militar y el pago de los intereses de la deuda externa[2].

 

2.      Política de competencia: “Se enfatiza además en tecnología y política de competencia (…).  Una vez montada una base empresarial, un motor esencial para inducir la innovación es la competencia: quien no siente la presión de la competencia, no se preocupa por mejorar sus prácticas productivas” (p. 11). 

 

Cabe recordar las palabras de los asesores del Banco Mundial, que constituyen la base ideológica de las políticas públicas en Colombia:

 

Para desempeñarse en la economía mundial y en la sociedad global se necesita dominar habilidades de índole técnica, interpersonal y metodológica.  Las habilidades técnicas comprenden las habilidades relacionadas con la alfabetización, idiomas extranjeros, matemáticas, ciencias, resolución de problemas y capacidad analítica.  Entre las habilidades interpersonales se cuentan el trabajo en equipo, el liderazgo y las habilidades de comunicación.  Las habilidades metodológicas abarcan la capacidad de uno aprender por su propia cuenta, de asumir una práctica de aprendizaje permanente y de poder enfrentarse a los riesgos y al cambio[3]

 

3.      Reducción de los sujetos a Capital humano: “(…) la noción de capital de los modelos tradicionales de crecimiento, referida al capital físico, debe ser ampliada para incluir otros tipos de capital, en los que debe figurar de manera prominente el capital humano, es otro de los entendimientos básicos de la teoría moderna del crecimiento que este plan recoge” (p. 11).

 

Este último ‘principio’ constituye uno de los ejes centrales del PND en materia educativa.  La educación debe apuntar, casi con un criterio de exclusividad, a capacitar a los ‘ciudadanos’ para que puedan ingresar al mercado laboral, a fin de que sean productivos y se articulen al engranaje del crecimiento económico, en el que unos pocos pueden competir en condiciones que superen con creces la mera sobrevivencia.  

 

El fortalecimiento del capital humano implica fortalecer sus capacidades y su desarrollo en condiciones productivas y saludables.  En este sentido son fundamentales las acciones en salud y bienestar y el desarrollo de competencias para la generación y utilización del conocimiento, así como su pertinencia para hacer posible la inserción productiva en el mercado laboral (PND, Texto de ley; Art. 6, p. 27).

 

4.      Educación: formación en ciencia y tecnología.  Aquí está quizás la apuesta más relevante del PND en materia educativa.  La educación se ve reducida a las lógicas de la razón técnico-instrumental, con lo cual la cabida a la formación crítica, histórica, propositiva, estética, etc., es casi nula.  El Capital humano, figura de la despersonalización de los sujetos que participan en la educación, no piensa, no lee su historia, es incapaz de imaginar proyectos de sentido, porque es, simplemente, fuerza laboral altamente tecnificada.

 

5.      Educación: vía para la erradicación de la pobreza.  Así formulada, este principio tendría que ser respaldado irrestrictamente incluso por los más acérrimos detractores del neoliberalismo.  No obstante, tal como está formulado, desconoce la siguiente problemática: como no todos pueden acceder a la misma educación, aunque para todos rija el principio de la formación en ciencia y tecnología, la desigualdad es constitutiva del proceso mismo.  El PND reconoce esta problemática:

 

En lo referente al tema educativo, hay que tener en cuenta que, si bien el cambio tecnológico es un elemento generador de desigualdad en los ingresos salariales, este fenómeno tiende a revertirse en la medida en que se populariza el uso de nuevas tecnologías y se mejora el acceso a la educación de las familias más pobres. Por esta razón, los esfuerzos educativos no sólo deben circunscribirse a capacitar a los nuevos profesionales con las últimas tecnologías, sino que también deben buscar la actualización de la fuerza laboral existente (p. 19)

 

¿Por qué se supone que la desigualdad de los ingresos salariales, que a su vez obedece a una desigualdad estructural en términos de acceso a la educación superior, a la calidad de la misma, se supera mediante la “popularización del uso de nuevas tecnologías”?  ¿Cómo se evidencia que por la vía del “cambio tecnológico (…) se mejora el acceso a la educación de las familias más pobres”?[4] 

 

Continúa el documento afirmando que “quienes tienen menores oportunidades económicas y sociales deben ser más beneficiados que quienes no son tan desaventajados” (p. 19).  Caben las preguntas: ¿beneficios de qué tipo?  ¿Préstamos del ICETEX?  ¿Financiación de matrículas de alto costo?  Cabe prever que, seguramente, se garantizará la igualdad de oportunidades, pero bajo la égida de la libre competencia. 

 

2. La búsqueda de la vida buena

 

Y puesto que la felicidad es una cierta actividad del alma conforme a una virtud perfecta, preciso sería examinar la virtud, pues quizá de esta manera nuestra investigación sobre la felicidad sería mejor (Aristóteles.  Ética a Nicómaco, 1102a).

 

La virtud del hombre sería el estado gracias al cual el hombre llega a ser bueno y gracias al cual realiza su propia actividad (1106a).

 

Las discusiones sobre las políticas en el gasto de los recursos públicos, dentro de las cuales se encuentran las relacionadas con el PND, tienen un fuerte énfasis en lo económico: se trata de establecer cuáles son las responsabilidades de un Estado que se autodenomina “social de derecho” en la financiación pertinente de la salud, la educación, el saneamiento, la seguridad social, etc.  Y dichas responsabilidades deben traducirse en lineamientos generales para las instituciones públicas (universidades y hospitales, por ejemplo) y en cifras concretas que deben ser tenidas en cuenta en la planeación presupuestal y en la gestión de los recursos.  Quizás los economistas, tanto los tecnócratas como los que le apuestan a la función social de su oficio, sean los más indicados para pronunciarse al respecto, sin que ello signifique que los ciudadanos se abstengan de comprender los términos del debate y de asumir una posición justificada.

 

Hasta donde conozco el debate, la introducción del problema de la felicidad pareciera no ponerse en juego.  No obstante, lo que pueda ser la felicidad para los sujetos individuales y sociales en términos de los fines de la vida buena, y la deliberación sobre los medios adecuados para alcanzarla, es el horizonte al que podría orientarse una discusión. 

 

Los diagnósticos sobre lo que la sociedad contemporánea asume como ideales de vida buena son variopintos y las más de las veces desalentadores: la sociedad de hoy es la sociedad del vacío, de la desesperanza, de la reducción del ser humano a lo instrumental, de los ideales impuestos por el capitalismo, etc.  En últimas, pareciera que, junto con McIntyre, haya que decir que el mundo contemporáneo es un mundo posterior a toda virtud, o al menos posterior a las virtudes de la magnificencia, la humildad, la caridad, la compasión o la justicia, remplazadas ahora por el individualismo, la soberbia, la libre competencia y la indiferencia.

 

Nada más alejado de la idea de felicidad aristotélica, cuyo suelo de realización era la vida en la polis, entendida no como la sumatoria de individuos que, como desconocidos enemigos los unos de los otros, pugnan por la defensa interesada de su bienestar individual, sino como la comunidad de sentido que, en la deliberación de los ciudadanos, definía los derroteros de lo público. 

 

Vale la pena recordar que la exaltación de las libertades individuales, de los ideales de vida buena realizables en la esfera de la vida privada, es una idea de la Modernidad.  Aquí no podríamos detenernos en una historia de las ideas que mostrara las continuidades y las diferencias entre el pensamiento aristotélico y el pensamiento moderno sobre el primado de lo comunitario sobre lo individual o viceversa, historia que ha sido la piedra de toque de esquematismos conceptuales mediante los cuales se analizan las corrientes políticas contemporáneas (liberalismo, comunitarismo, republicanismo). 

 

Nos interesa más mostrar, bajo la égida de Paul Ricœur, que es posible sostener el discurso ético sobre la base de la búsqueda de la felicidad individual y colectiva, esta última en un doble sentido: con los otros próximos y en instituciones justas.  Para soportar esta tesis, presentamos a continuación el esbozo de la afirmación ricœuriana según la cual la intencionalidad ética es: la intencionalidad de la ‘vida buena’ con y para otro en instituciones justas[5].

 

  1. Tender a la “vida buena”...

 

El primer eje de la intencionalidad ética es el deseo.  Deseo de ser, de existir, de ser en cada caso uno mismo a pesar de la fugacidad de la vida.  Es tensión entre lo que se quiere ser y lo que se está siendo en la multiplicidad de acontecimientos que tejen la existencia.  Ricœur define este deseo como lo que es, para cada uno, “la nebulosa de ideales y de sueños de realización respecto a la cual una vida es considerada como más o menos realizada o como no realizada” (SO, 185).

 

Este deseo parte de la capacidad, inherente a la vida humana, aunque no siempre desarrollada, de hacerse responsable de las acciones, de estimarlas como buenas y como hechas por sí mismo, que se efectúa en procesos deliberativos que exigen un constante cuidado de sí.  Dicho cuidado formula como reto para la deliberación de los fines y de los medios para alcanzar la vida buena la pregunta: “¿Qué va a contar para mí como una descripción adecuada del fin de mi vida?  Si ésta es la pregunta última, la deliberación toma otro derrotero distinto de una elección entre medios; consiste, más bien, en especificar, en determinar más prácticamente, en hacer cristalizar esta nebulosa de sentido que llamamos vida buena” (SO, 179n).

 

Ricœur no define un ideal de vida buena.  Siguiendo a McIntyre[6], centra su argumentación en mostrar cómo los ideales de vida buena pueden comprenderse alrededor de las prácticas que aprendemos socialmente y que asumimos como propias en la “unidad narrativa de una vida”.  Esta relación entre narrativa y ética es relevante, no sólo porque constituye la articulación del tercer conjunto de estudios con los anteriores[7], sino porque evidencia que en la tendencia a la vida buena, vista como deseo y deliberación, como vaivén entre ideales y prácticas, se comprende la fragilidad humana que no puede otorgarse un carácter absoluto de la voluntad ni de la razón, al modo del cogito cartesiano.  Cuando nos narramos, evaluamos en retrospectiva la realización de nuestro deseo de vivir bien, al tiempo que consideramos todas las peripecias (en el sentido aristotélico utilizado en la Poética) en las que no hemos sido sino coautores de la acción, cuya realización ha implicado la incompletud o la imbricación de otras historias sin las cuales la mía carecería de sentido.

 

Vemos, pues, el carácter reflexivo de la intencionalidad ética que consiste en la posibilidad siempre abierta de llevar a cabo un ejercicio hermenéutico de la vida misma, un ejercicio de “interpretación de la acción y de sí mismo donde se prosigue la búsqueda de adecuación entre lo que nos parece lo mejor para el conjunto de nuestra vida y las elecciones preferenciales que rigen nuestras prácticas”.  Esta interpretación abre un círculo hermenéutico que se mueve “entre nuestro objetivo ético de la ‘vida buena’ y nuestras elecciones particulares (...).  Sucede como en un texto en el que el todo y la parte se comprenden uno a través del otro” (SO, 185).

Por otro lado, esta manera de asumir la intencionalidad ética se pone lejos de lo que combate la fenomenología hermenéutica del sí desarrollada por Ricœur: la idea de un núcleo rígido de permanencia del sí, dado o planeado por sí mismo o por otro (familia, cultura, sociedad, Estado).  Contra un núcleo de permanencia tal –con su correspondiente sustento epistemológico–, se opone la atestación, un tipo de evidencia que permite juzgar de otro modo la adecuación de los ideales y las prácticas:

 

La adecuación de la interpretación compete a un ejercicio del juicio que puede, en el límite, dotarse, al menos a los ojos de los demás, de la plausibilidad, aunque, a los ojos del agente, su propia convicción linde con el tipo de evidencia que (...) es la nueva figura que reviste la atestación cuando la certeza de ser el autor de su propio discurso y de sus propios actos se hace convicción de juzgar bien y de obrar bien, en una aproximación momentánea y provisional del vivir-bien (SO, 185-186).

 

  1. ... Con y para otros...

 

El segundo eje sobre el que gira la propuesta ética de Ricœur es la solicitud.  Ante un aparente rescoldo de individualismo que pudiera otearse en la consideración sobre la tendencia a la vida buena, Ricœur hace unas aclaraciones previas que le permiten abrir la dimensión dialogal de la ética: “Decir sí no es decir yo (...) El discurso del ‘yo puedo’ [elegir lo que considero una vida buena] es, sin duda, un discurso en yo.  Pero el acento principal hay que ponerlo en el verbo, en el poder-hacer, al que corresponde, en el plano ético, el poder-juzgar.  Se trata entonces de saber si la mediación del otro no es requerida en el trayecto de la capacidad a la efectuación” (SO, 187).

 

La primera mediación del otro que se nos ofrece es la del otro ‘prójimo’, la del que se me presenta en su rostro en la figura del ‘amigo’.  ¿Qué me mueve a buscar y mantener la amistad de otro?  La respuesta la da Aristóteles: el amor a mí mismo (philautía), sin el cual no es posible amar al otro por ser quien es.  Ricœur radicaliza esta postura cuando afirma que sólo un sí puede tener otro distinto de sí Más que una ‘reducción’ en la que el otro es otro justo en la medida en que me lo represento, Ricœur considera que son el deseo y la carencia los que están a la base de la amistad: “Con la necesidad y la carencia, es la alteridad del ‘otro sí’ (héteros autos) la que pasa al primer plano.  El amigo, en cuanto que es ese otro sí, tiene como función proveer a lo que uno es incapaz de procurarse a sí mismo” (SO, 192).  Y más adelante afirma: “La carencia mora en el centro de la amistad más sólida” (SO, 194).

 

Por otro lado, la amistad es tal en la medida en que se alimenta en el intercambio entre dar y recibir.  Aquí vuelve a aparecer la consideración sobre la iniciativa bajo la pregunta: ¿Qué me mueve a responder por ti, a dar de mí, a mantenerme en ese dar y a esperar lo mismo de ti?  En primer lugar, junto con Lévinas, Ricœur precisa que la relación intersubjetiva surge de la iniciativa del otro, del rostro del otro que clama y ante el cual puedo decir “Heme aquí”.  No es que ese otro se impone desde la exterioridad y disuelve al sí en la pasividad absoluta de quien se ve conminado simplemente a obedecer.  Esta exterioridad, además, se presenta (epifanía) bajo la figura de la conminación y no de la amistad: pasividad absoluta del yo convocado, disimetría (uno que conmina, otro que obedece).  A esto Ricœur opone la necesidad de que el sí que es convocado se ame a sí mismo (ipse) y esté dispuesto a dejarse convocar por el rostro del otro que clama, con lo cual se acepta la pasividad como cuna de la iniciativa.

 

Otro tipo de solicitud es la que se efectúa en el hombre sufriente, no sólo en el dolor del cuerpo o de la mente, sino en la disminución de su ser persona, de su capacidad de obrar.  En este tipo de solicitud, da la impresión de que el único actuante es el sí, por pura benevolencia, mientras que el otro aparece sólo como quien recibe, pasivamente.  Sin embargo, esta disimetría es conjurada cuando la igualación tiene su origen en el otro que sufre, gracias a lo cual

 

(...) la simpatía es preservada de confundirse con la simple piedad, en la que el sí goza secretamente por sentirse protegido.  En la simpatía verdadera, el sí, cuyo poder de obrar es, en principio, más fuerte que el de su otro, se encuentra afectado de nuevo por todo lo que el otro sufriente le ofrece a cambio.  Pues del otro que sufre procede un dar que no bebe precisamente en su poder de obrar y de existir, sino en su debilidad misma (SO, 198). 

 

Así, pues, la auténtica solicitud es la que compensa la desigualdad de poder en la reciprocidad del intercambio; y, además, pone a prueba la pretendida estabilidad de la philautía, en cuanto señala la propia vulnerabilidad del sí mismo, enfrentado a la finitud, incluso a la muerte.

 

  1. ... En instituciones justas

 

Para que la ética no se funde exclusivamente en la proximidad de las relaciones cara a cara, con lo que quedaría en ‘suspenso’ la sociedad, la cultura o la historia –en cuanto en ellas no siempre prevalece la proximidad–, Ricœur insiste en que el ‘hombre capaz’ es sólo “esbozo de hombre” sin la mediación institucional, sin pertenencia a un cuerpo político: “Es en el ser-entre donde el anhelo de vivir bien se realiza.  Es como ciudadanos como llegamos a ser hombres.  El anhelo de vivir en instituciones justas no significa otra cosa”[8].  Ésta es la preocupación de Ricœur expresada en el tercer eje de su propuesta acerca de la intencionalidad ética, que aquí tiene un fuerte acento político en la figura de la igualdad: “La institución como punto de aplicación de la justicia, y la igualdad como contenido ético de la justicia: éstos son los retos de la investigación referida al tercer componente del objetivo ético” (SO, 202).

 

Veamos la definición que da Ricœur de ‘institución’: “Estructura del vivir-juntos de una comunidad histórica –pueblo, nación, región, etc.–, estructura irreducible a las relaciones interpersonales y, sin embargo, unida a ellas en un sentido importante” (SO, 203); construida según el modelo de la distribución: “A cada uno su derecho” (SO, 202); y, caracterizada por costumbres comunes y no por reglas coaccionantes (SO, 203).

 

Ricœur se esfuerza por mostrar cómo la intencionalidad ética, realizable en instituciones justas, puede ser asumida desde la pluralidad y la concertación:

 

Mediante la idea de pluralidad se sugiere la extensión de las relaciones interhumanas a todos los que el cara a cara entre el ‘yo’ y el ‘tú’ deja fuera como terceros.  Pero el tercero es, de entrada, sin juego de palabras, tercero incluido por la pluralidad constitutiva del poder.  Así se impone un límite a cualquier intento de reconstruir el vínculo social sobre la base de una relación dialogal estrictamente diádica.  La pluralidad incluye terceros que nunca serán rostros (SO, 204).

 

Esta pluralidad responde al carácter implicativo-distributivo del “como yo”[9], al tiempo que lo amplía.  “Querer vivir juntos”, que podría ser una decisión voluntaria de un grupo de amigos, se convierte en la meta de realización histórica de proyectos comunes, susceptibles de ser duraderos en el tiempo, así como de ser reevaluados o, incluso, transformados.

 

Por su parte, la idea de concertación tiene que ver con lo que H. Arendt llamó “espacio público de aparición”, que es el seno de las prácticas, de los planes de vida y, por supuesto, de la unidad narrativa de una vida.

 

El espacio de aparición cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción, y por lo tanto precede a toda forma de constitución de la esfera pública y de las varias formas de gobierno (...).  Su peculiaridad consiste en que (...) nos sobrevive a la actualidad del movimiento que le dio existencia, y desaparece no sólo con la dispersión de los hombres (...), sino también con la desaparición o interrupción de las propias actividades[10].

 

Por ello este espacio público, que acoge y realiza el deseo de vivir juntos, es construcción constante y frágil, antes que imperativo o quietud de una identidad dada para siempre.  De ahí surge la necesidad de pensar en que la realización de este deseo que jalona la intencionalidad ética tiene que ver con el ‘ejercicio del poder’, “caracterizado por la pluralidad y la concertación”, aunque sea “de ordinario, invisible, por estar recubierto por las relaciones de dominación, y que es hecho emerger sólo cuando está a punto de ser destruido y deja el campo libre a la violencia, como sucede en los grandes desastres históricos” (SO, 205).

 

Recordemos, nuevamente las palabras de H. Arendt: “El poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades”[11].

 

Sin embargo, como el poder se puede ejercer –y de hecho se ejerce– con violencia, en la negación flagrante de la diferencia, ya del rostro que aparece ante mí, ya del que no llega a ser rostro, Ricœur acude a la idea de justicia.  Y aclara: “A mi entender, lo justo comprende dos aspectos: el de lo bueno, del que señala la extensión de las relaciones interpersonales en las instituciones; y el de lo legal, el sistema judicial que confiere a la ley coherencia y derecho de restricción” (SO, 206)[12].

 

La justicia no es posible, insiste Ricœur, sin la asunción del reconocimiento de la diferencia en la igualdad.  Si cualquier ‘él’, más que un pronombre es una persona, un ‘hombre capaz’, cabe esperar que sea diferente y, sin embargo, pueda reclamar, como yo, por sus derechos y hacerse cargo de sus actos, en igualdad de condiciones.  La propuesta de Ricœur no se enmarca ni en el liberalismo –de estirpe hobbesiana– en el que el sujeto tiene derechos, previos a la organización social, ni en el comunitarismo que reduce lo otro a lo mismo, al punto de pretender anularlo.  Esto le hace exclamar a Ricœur:

 

La igualdad, cualquiera que sea el modo como la maticemos, es a la vida en las instituciones lo que la solicitud a las relaciones interpersonales. La solicitud da como compañero de sí otro que es un rostro (...).  La igualdad le da como compañero otro que es un cada uno.  En este sentido, el carácter distributivo del ‘cada uno’ pasa del plano gramatical (...) al plano ético.  Por eso, el sentido de justicia no cercena nada a la solicitud; la supone, en la medida en que considera a las personas como irremplazables.  En cambio, la justicia acrecienta la solicitud, en cuanto que el campo de aplicación de la igualdad es toda la humanidad (SO, 212).

 

3. Notas finales

 

Estas páginas tomaron como pretexto una discusión actual en Colombia –sobre el PND– y, desde allí, intentaron desarrollar una reflexión.  Un ejercicio de confrontación exhaustiva de esta política pública con los planteamientos de Paul Ricœur sería una pretensión a todas luces improcedente.  La intención de este escrito, modesta y quizás desarticulada, radica en señalar algunas implicaciones éticas de la búsqueda de vida buena a la que nos enfrentamos, consciente o inconscientemente, todos los seres humanos, en relación con problemáticas políticas actuales como la referida al PND.

 

Voy a desarrollar mi reflexión en torno a dos aspectos: 1) La relación entre ideales de vida buena y el problema educativo; y, 2) El lugar del Estado, como institución, en la búsqueda y salvaguarda de la intencionalidad ética de la felicidad.

 

 

 

1.

El deseo de ser, la búsqueda de la felicidad está orientada a la realización de los seres humanos.  Ciertamente, nadie puede realizarse por mí, nadie puede tomar mi felicidad en sus manos o hacerse responsable de los sentidos de mi propia vida.  Empero, ante la soledad primigenia que implica la existencia, quizás cabe advertir que la constitución de lo humano está atravesada por su carácter intersubjetivo.  Es en el terreno de la intersubjetividad donde podemos vivir juntos y ayudarnos mutuamente a realizar nuestros proyectos de vida y a establecer los pactos mínimos de una convivencia fraterna.

 

Las ideologías capitalistas neoliberales nos sitúan lejos de esa pretensión.  La intersubjetividad queda reducida a su mínima expresión, esto es, a mera convivencia instrumental en la que se pretende garantizar exclusivamente la libre competencia, sin que importe si hay condiciones suficientes para que la igualdad sea el punto de partida y de llegada de una sociedad que permite la realización efectiva de las potencialidades de lo humano.  Tenemos ya unos cánones socialmente difundidos de evaluación de una ‘vida buena’, basados en una especie de estandarización de lo que ‘se debería ser, tener, pensar, desear’, y que se ‘confirman’ con la observación positiva de un título nobiliario (académico, a veces), de las marcas que se usan, de los logros traducidos en puntos salariales, en ascensos, etc.  La vida es buena en la medida en que yo esté cómodo, confortablemente instalado en mi apartamento, viendo un programa de televisión por cable, desconectado del mundo.  La vida buena, en el mundo contemporáneo, no implica el dejarse conminar por los otros; no hay tiempo de decir “Heme aquí”, pues ello es figura de la pérdida del tiempo y de la estabilidad, y el sufrimiento del otro es, no la invitación a la responsabilidad de la solicitud, sino la prueba de su incompetencia (¡y que él la resuelva por su cuenta!).

 

La educación a la que nos vemos abocados encarna los ideales de un mundo cada vez más deshumanizado.  Educación es ahora sinónimo de entrenamiento en competencias especialmente diseñadas para la entrada de los sujetos en el mercado laboral.  No hay tiempo para pensar en otro ideal de vida buena distinto al éxito que asegura la entrada al mercado laboral.  Y es en este sentido que los sujetos son reducidos a capital humano, como afirmamos unas páginas atrás. 

 

Una educación que prepare para las competencias, como las entiende el Banco Mundial y las asume el Ministerio de Educación, prescinde del pensamiento histórico, estético y utópico.  No hay cabida para los historiadores, al menos no para aquéllos que, como afirma Ricœur, consideren que la justicia es la virtud por excelencia del historiador; tampoco hay cabida para los poetas, al menos no para quienes renuncien a someter la poesía a las reglas del gusto determinadas por las leyes de la oferta y la demanda; y, cómo no, tampoco hay cabida para los filósofos, pues nada más inútil para el crecimiento económico que las discusiones sobre la metafísica, la ética o el lenguaje.

 

No estamos apostando por una educación que renuncie a leer críticamente los mercados regionales y mundiales y forme a los sujetos en habilidades para enfrentar la vida, incluyendo su dimensión laboral.  No se trata de una educación de espaldas al desarrollo ni de una educación que condene por diabólicas a la economía, la ciencia o la tecnología.  Se trata de pensar en una educación que enseñe a deliberar, como quería Aristóteles, cuáles son los bienes y los medios para alcanzarlos que permiten la realización de la felicidad como horizonte de la ética.

 

2.

Los Estados latinoamericanos han renunciado paulatinamente a la autodeterminación de sus horizontes de sentido.  Las instancias que definen, por ejemplo, las minucias del gasto público, la inversión en los renglones básicos de la seguridad social, no son los gobiernos nacionales.  Si cabe pensar que puede construirse un ideal de vida buena para las sociedades, realizado en el seno de un Estado social de derecho, habría que decir que dicha construcción está determinada por las políticas del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. 

 

Así, pues, las leyes económicas no están hechas para que “quienes participan en la vida común” puedan “tener autosuficiencia, siendo libres e iguales”[13].  De hecho, pareciera que la justicia como virtud de las instituciones está cediendo el paso ante el discurso de la equidad (cada quien tiene las mismas oportunidades de participar en los bienes públicos, pero en desigualdad de condiciones, dependientes por ejemplo de la demanda del servicio, como es el caso de lo que se pretende para las universidades públicas). 

 

Se supone que la ley debe garantizar que se pueda distinguir qué es lo justo y lo injusto y dónde y cuándo se comete injusticia.  Cabe recordar que la justicia se dice en dos sentidos: en el sentido legal, como conformidad al derecho, y en el sentido moral, como igualdad o proporción.  Respecto al primer uso, puede suponerse que las leyes deban ser justas para mantener la polis, para que exista el Estado de derecho.  Sin embargo, nada garantiza que las leyes sean justas, que quienes las hacen pretendan ser justos, que no triunfe la tiranía de las mayorías o de quien tenga a su cargo la confección de la ley.  Y sobre el segundo sentido, cabe anotar lo siguiente: “La moral está antes, la justicia está antes [que la ley], por lo menos cuando se trata de lo esencial, y tal vez en ello se reconozca lo esencial.  ¿Qué es lo esencial?  La libertad de todos, la dignidad de cada uno y, primero, los derechos del otro”[14]

 

Por todo lo anterior, las discusiones sobre las políticas públicas, v. gr. el PND, no se reducen a la negociación de los porcentajes de la concurrencia en el pasivo pensional (¿cuánto aporta el Estado y cuánto las universidades?); ni a las implicaciones presupuestales de la autofinanciación.  Ciertamente, son dos de los puntos nodales de la pelea política del movimiento social que se ha gestado en las últimas semanas.  La ética filosófica no lee estos problemas desde la cuantificación, acaso porque no es posible encontrar un quantum de vida buena, o un estándar de calidad de la felicidad del tipo ISO 9001. 

 

Referencias bibliográficas

 

ARENDT, Hanna.  La condición humana.  Barcelona, Paidós, 1993.

Aristóteles.  Ética a Nicómaco.  Madrid, Alianza, 2005.

Comte-Sponville, André.  Pequeño tratado de las grandes virtudes.  5ª ed.  Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 2003.

McIntyre, Alasdair.  Tras la virtud.  Barcelona, Crítica, 2001.

Ricœur, Paul.  Lo justo.  Madrid, Caparrós, s.f..

Ricœur, Paul.  Sí mismo como otro.  México, Siglo XXI, 1996.

Vega, Renán.  Los economistas neoliberales: nuevos criminales de guerra.  Caracas: Centro Bolivariano, 2005.


 

* Profesor Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Pedagógica Nacional.  Estudiante de la Maestría en Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana.  Correo electrónico: mprada79@yahoo.es.

[1] Analistas como el profesor Jairo Estrada, de la Universidad Nacional, insisten en señalar que la doctrina económica y política que aparece en el PND se ha venido gestando en Colombia y en toda América Latina desde principios de la década del 90.  En el caso colombiano, la Ley 30 de 1992 [mediante la cual: se declara que la educación es un servicio –más que un derecho–, se congelan los recursos destinados a las universidades del orden nacional y se le señala a la universidad la obligación de ampliar la cobertura y fortalecer la investigación con un presupuesto reducido que la lleva a una creciente tendencia a la autofinanciación]; o la Ley 100 de 1993 [en la que, por ejemplo, se introduce el tema de la concurrencia entre Estado y entes territoriales para cubrir los pasivos pensionales]; y, el Acto legislativo 01/2001, y su respectiva Ley reglamentaria [en esta ley se determina que las transferencias de recursos del Estado a los entes territoriales destinadas a salud y educación ya no crecerán anualmente de acuerdo con los ingresos corrientes de la nación sino al ritmo de la inflación más algunos puntos, entre 2 y 6] son ejemplos de ello. 

[2] Recordemos que más del 45% del presupuesto nacional se ha venido invirtiendo, en el último gobierno, en el fortalecimiento de las fuerzas militares; asimismo, mientras que en 2006 la inflación estuvo cercana al 6%, la deuda externa creció en casi 17%.

[3] Banco Mundial.  Aprendizaje permanente en la economía global del conocimiento.  Desafío para los países en desarrollo.  Bogotá, Alfaomega, 2003; p. 24.  Citado en: Vega, Renán.  Los economistas neoliberales: nuevos criminales de guerra.  Caracas: Centro Bolivariano, 2005; p. 142.

[4] Muchos de nuestros estudiantes más pobres tienen habilidades superiores en el manejo de Internet, pero eso, per se [como parece sugerir la argumentación del gobierno], no les ha permitido ni siquiera comprar un computador, así como tampoco les asegura poder pagar la matrícula.  Mucho menos es un factor determinante en la erradicación de las causas estructurales de la pobreza.

[5] Sí mismo como otro.  México, Siglo XXI, 1996; p. 176.  En adelante: SO.

[6] Tras la virtud.  Barcelona, Crítica, 2001; pp. 226-277.

[7] Sí mismo como otro tiene tres grandes secciones: en la primera (Estudios I-IV) explora la idea del sí mismo desde la perspectiva de la filosofía analítica; en la segunda (V-VI) da cuenta de la lectura narrativa de la identidad del sí mismo y el carácter constituyente de la alteridad; la exploración sobre las implicaciones éticas y morales de su teoría sobre el sí mismo son el objeto de reflexión de los estudios VII-X.

[8] : Lo justo.  Madrid, Caparrós, s.f.; p. 28.

[9] Dicho carácter es el que se desenvuelve como argumento central en Sí mismo como otro.  Ya a la idea de solicitud, segundo momento de la explicación de intencionalidad ética, debe añadirse la de similitud, que es “(...) fruto del intercambio entre estima de sí y solicitud por el otro.  Este intercambio permite decir que no puedo estimarme a mí mismo sin estimar al otro como a mí mismo.  ‘Como a mí mismo’ significa: tú también eres capaz de comenzar algo en el mundo, de actuar por razones, de jerarquizar tus preferencias, de estimar los fines de tu acción y, de este modo, estimarte a ti mismo como yo me estimo a mí mismo” (SO, 201-202).  En la idea la explicación de las implicaciones de “instituciones justas” este carácter implicativo-distributivo del “como otro” adquiere toda su fuerza política.

[10] ARENDT, Hanna.  La condición humana.  Barcelona, Paidós, 1993; p. 222.

[11] Ibíd., p. 223.

[12] En este estudio, Ricœur prefiere hablar de ‘sentido de la justicia’ para referirse a un estrato, acaso primitivo, en el que lo justo no está directamente relacionado con lo legal, sino con el sentimiento de que algo falta, de que algo no ha sido distribuido equitativamente, de que se ha castigado injustamente, de que queda algo por construir en las relaciones interpersonales (Cf. Lo justo.  Ed. cit., pp. 22-23).

[13] Aristóteles.  Ética a Nicómaco.  Madrid, Alianza, 2005; 1133a, p. 167.

[14] Comte-Sponville, André.  Pequeño tratado de las grandes virtudes.  5ª ed.  Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 2003; p. 71.

 

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© Manuel Alejandro Prada Londoño

 

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Revista Lindaraja. ISSN: 1698 - 2169

Nº 10, junio de 2007

 

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