REALIDAD Y FICCIÓN                                                                                                                                                           Edición de la página

Paul Ricoeur

 

 

 

Alejandro Prada

 

 

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Revista Lindaraja

nº 5, verano de 2006

 

 

SUJETO, NARRACIÓN Y FORMACIÓN

DESDE PAUL RICŒUR

 

 

Manuel Alejandro Prada Londoño

 

Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá

Departamento de Ciencias Sociales

 

 

Publicado en  

Mena, Patricio (Comp.). 

Fenomenología por decir. Paul Ricoeur: testimonio, reconocimiento, crítica. 

Santiago de Chile, Ediciones de la Universidad Alberto Hurtado 2006 (En prensa).

 

Resumen: En el artículo se exponen algunas líneas generales de la crítica ricœuriana al sujeto moderno, mostrando la imposibilidad de su ‘autofundamentación’ y de la ‘transparencia de su conciencia’ (§1); en segunda instancia, se desarrolla la posibilidad de comprender narrativamente al sujeto como una vía alterna a la establecida por las ‘filosofías de la conciencia’ (§2); por último, se esbozan algunas reflexiones sobre las implicaciones de la renuncia al sujeto moderno y la acogida de la narratividad para pensar la formación en contextos educativos (§3).

 

 

§1. LA CRÍTICA RICŒURIANA A LA IDEA MODERNA DE SUJETO

 

Cuando se habla de ‘sujeto’ en el contexto de la Modernidad, se pone a la vista la idea de que este término significa sí mismo, sinónimo de ‘yo’.  Ahora bien, si se hace una brevísima revisión a la palabra griega de la que deriva el término latino subjectum, nos encontramos con que el término hypokeimenon significa aquello que resiste invariable el cambio en toda transformación.  Al menos así se encuentra en la metafísica aristotélica.

 

En Descartes hallamos no sólo el cambio del significado de la expresión, sino, en principio, la confluencia de dos definiciones.  “(…) en un primer momento, subjectum no significa ego, sino aquello que, según el griego upokeimenon   y según el latín substratum, reúne todas las cosas para hacer una base, un basamento.  Este subjectum todavía no es el hombre y mucho menos el yo.  Lo que se produce con Descartes es que el hombre se convierte en el subjectum primero y real, el fundamento primero y real.  Se produce así una suerte de complicidad, de identificación, entre las dos nociones de subjectum como fundamento y de subjectum como yo[1].

 

El camino recorrido por Descartes para llegar a la afirmación de su ‘yo’ como cogito, que a su vez “es más fácil de conocer que todas las cosas” y cuyo acceso se da directamente, por intuición, luego de transitar por la vía de la duda, es ya bastante conocido.  Lo que cabe anotar aquí es que para la reflexión filosófica posterior trajo como consecuencia que el hombre, el mundo, la ciencia, la política, la religión, etc., no pudieran ser comprendidos sino bajo la égida del ‘sujeto’ como garante omnicomprensivo de todo conocimiento.  Asimismo, introdujo una manera de comprendernos caracterizada por: el protagonismo de la razón, la pretensión de transparencia de la reflexión sobre nosotros mismos y la idea de que el término mismo ‘sujeto’ es unívoco, referido sólo al cogito cartesiano.

 

Ese proyecto de la Modernidad ha hecho crisis: los ideales que se fundaron a partir de esta autocomprensión tanto individual como social (libertad, fraternidad, igualdad, justicia, etc.) han fracasado históricamente; la pretensión de las ciencias de alcanzar la explicación del mundo invariable ha estallado en incertidumbres e indeterminaciones; y –lo que nos interesa aquí–, en nuestra experiencia cotidiana, y más aún, en las explicaciones de las distintas ciencias humanas y sociales, no se encuentra una sola pista que señale el camino prístino hacia una pura y transparente comprensión de nuestro modo de ser.

 

Paul Ricœur hace una revisión del camino cartesiano que va de la duda a la certeza del cogito.  Lo primero que salta a la vista es que la duda de Descartes no es una duda desesperanzada, sino que, por el contrario, hace de sí misma su horizonte y quiere convencerse de la existencia de un fundamento último.  Por eso, la primera certeza que de ella se deriva es la existencia, implicada en el ejercicio mismo del pensamiento, en primera instancia, dubitativo. 

 

Además de las implicaciones ontológicas y gnoseológicas de este planteamiento, llama la atención que el yo al que se refiere Descartes no tiene anclaje corporal.  Aquí se reduce al sujeto al acto más simple y escueto que es el de “pensar”.  Además, en la duda cartesiana pareciera que ya está implicado el sujeto: sólo debía sacarse a la luz mediante una sentencia como la que inmortalizaría a Descartes: Cogito ergo sum.

 

Más aún, se puede identificar en Descartes una definición sumaria de los caracteres del sujeto en los cuales, aunque se pone en la misma línea el pensar con el desear, el énfasis en el pensar es decisivo: “¿Qué es una cosa que piensa?  Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente”[2].

 

A esta enumeración de lo que Descartes considera la respuesta a las preguntas por el quién de la duda y del pensamiento y por el qué de los mismos, Ricœur formula nuevamente la pregunta por ¿quiénes? somos y concluye que nuestra experiencia de mundo, en la que podemos identificarnos como ‘alguien’, no depende en absoluto de un pensamiento puro.  Más aún: “La identidad de [este] sujeto no puede tratarse más que de la identidad en cierto sentido puntual, ahistórica, del 'yo' en la diversidad de sus operaciones; esta identidad es la de un 'mismo' que escapa a la alternativa de la permanencia y del cambio en el tiempo puesto que el cogito es instantáneo”[3].

 

Asimismo, en Descartes hay excesiva confianza en la transparencia de la intuición en la que el ‘yo’ se capta como poseedor del pensamiento.  No se trata sólo de que sea más fácil de conocer que el cuerpo, como se sugiere en el título de la Segunda meditación, sino que ya no cabe duda de que el ‘yo’ que capto es el ‘auténtico’ y ‘verdadero’ yo. 

 

Contrario a esta pretensión, el recorrido por las “filosofías de la sospecha”, por ejemplo el psicoanálisis, permite cuestionar la pretendida transparencia.  Para Freud decir ‘yo’ no implica alguna claridad definitoria.  Podría concederse que ante la duda, queda la certeza de que soy quien dudo; sin embargo, Descartes detiene su camino precisamente en el más grande de los enigmas: “Yo soy, pero, ¿qué soy, yo que soy? (…).  Lo que yo soy es tan problemático como apodíctico es que yo sea” (CI: 220).

 

Una de las dificultades para renunciar a la pretendida transparencia del sujeto consigo mismo tiene que ver con una especie de narcisismo.  Si recordamos el mito griego, Narciso quedó prendado de su belleza y al ver su rostro reflejado en el agua consideraba que no tenía par.  Lo que era simplemente un reflejo suyo en el agua, se le convirtió en la mayor de sus certezas.  Según Ricœur, podría suceder como si el yo se mirara a sí mismo (como en el agua del lago de su conciencia) y considerase que esa imagen que ‘ve’ es la que ‘realmente’ posee, libre de influencias, coerciones, ilusiones, etc., de cualquiera otra índole: “El narcisismo es aquello que viene a llenar la verdad puramente formal del yo pienso–yo soy, a colmarla con una ilusoria concretud.  El narcisismo es aquello que induce a la confusión del Cogito reflexivo y de la conciencia inmediata, y me hace creer que yo soy tal como creo que soy” (CI: 220). 

 

En otra perspectiva, pero también resaltando la preeminencia del carácter óntico del yo soy, nos hallamos con el paso que da Ricœur por la propuesta heideggeriana.  Heidegger desplaza la pregunta por el cogito como fundamento de la filosofía, a la pregunta [olvidada] por el ser.  La aproximación a una respuesta sólo es posible desde y por aquel que es capaz de preguntar por el sentido del Ser y de su ser mismo, dejando de lado la prioridad autofundante del planteo de sí en tanto cogito, como modelo de certeza. 

Así como en el diálogo con el psicoanálisis se muestra la apodicticidad problemática del yo soy y su prioridad respecto al tardío yo pienso, aquí, desde una perspectiva ontológica, el interrogar por el ser está posibilitado por la preeminencia del ser sobre el pensar: “De tal modo, estoy implicado en la indagación en tanto yo soy y no en tanto yo pienso” (CI: 207).

Si bien hay preeminencia ontológica, la pregunta por el ser que realiza cada uno en primera persona, permite –a pesar de Heidegger mismo– aventurar una interpretación con tinte antropológico, en la medida en que lo que se abre con la consideración por el ser desde el ser que se interroga a sí mismo, es un nuevo cogito encarnado, mundano, que es capaz de abrir sus posibilidades de sentido en un mundo posible[4]

Por otro lado, la revisión de la crítica nietzscheana al cogito reduce al absurdo la pretensión de encontrar ‘algo’ a lo cual pueda llamársele ‘yo’.  La primera de las críticas, frente a la tradición filosófica con pretensiones de autofundamentación, tiene como punto neurálgico el lenguaje: la filosofía de la subjetividad ha hecho abstracción de la mediación lingüística con la que ha podido decir concluyentemente: yo soy y yo pienso, olvidando los recursos retóricos (ocultos) en nombre de la inmediatez de la reflexión.

 

Nietzsche, en Verdad y mentira en sentido extramoral (1974), lleva hasta las últimas consecuencias su sospecha radical en el lenguaje.  Sostiene allí que éste es figurado y, por ello, mentiroso.  El yo pienso no puede sustraerse al lenguaje mentiroso, como tampoco puede hacerlo la realidad formal de las ideas, ni su valor representativo.  Por esta razón, Ricœur señala que Nietzsche quiere ser el “genio maligno” aun más engañador y más incisivo que el genio de Descartes.

 

Así, pues, el cogito no se escapa de ser una interpretación más de aparentes hechos fenoménicos de lo que denominamos –metafóricamente– mundo interior.  El ‘yo’ no es inherente al cogito, sino una interpretación que relaciona un supuesto sujeto con una acción a la que se ha llamado ‘pensamiento’, que no es más que un orden aparente.

 

Ricœur toma en cuenta estas anotaciones de Nietzsche en el recorrido de su crítica al cogito cartesiano, centrando su propuesta en el llamado ‘giro lingüístico’.  Mantiene a la vista que el trabajo de Nietzsche respecto al lenguaje, puede decirse, fue el de recordar su carácter metafórico, esto es, el carácter de representación [opaca] del mundo por la cual los seres humanos intentamos sobrevivir; ello también significa que, si el lenguaje es metafórico, su carácter es multívoco, lo que requiere constantes interpretaciones y correcciones.

 

La atención sobre el lenguaje no descuida la experiencia subjetiva, sino que la ‘explica’ desde otro horizonte: ya no es el cogito puro de la intuición [al modo cartesiano] a partir del cual definimos la experiencia humana, con la consecuente visión geométrica del lenguaje, sino que éste último es construcción subjetiva e intersubjetiva cambiante, que se mueve con el horizonte histórico de los sujetos que hacen uso de él pero que, a su vez, habitan en el lenguaje más que como dueños, como ‘pastores’.

 

La hermenéutica ricœuriana es heredera de estas consideraciones.  Más aún, se mantiene en la idea del carácter universal de la hermenéutica en cuanto afirma con Gadamer: “El ser que puede ser comprendido es lenguaje”[5].  Sobre esta pretensión de universalidad del lenguaje permítasenos una digresión. 

Jean Grondin en el “Prefacio” de su obra Introducción a la hermenéutica filosófica relata una anécdota reveladora.  Cuenta que en el otoño de 1988 conversó con Gadamer acerca del famoso problema de la pretensión universal de la hermenéutica.  La pregunta fue simple: ¿En qué consistía dicha pretensión?  La respuesta lo fue aún más: “En el verbum interius”.  Ante la perplejidad de Grondin, Gadamer prosiguió: “La universalidad se encuentra en el lenguaje interior, en el hecho de que no se pueda decir todo.  No se puede expresar todo lo que hay en el alma[6]

Según esta indicación, la hermenéutica no trataría de desplazar al sujeto, ahora herido por los embates de la crítica, para entronizar al lenguaje [entendido sólo como habla, enunciado, juicio, etc.] como el nuevo garante universal del acceso prístino al ser del ente que es el hombre.  Ni en la narración, ni en el rodeo por los textos se gana definitivamente algo parecido a la captación de una ‘esencia’.  Aun cuando el título ‘lenguaje’ es amplio, se tiende a privilegiar ese decir múltiple, en una especie de fonocentrismo moderado, en el que se escapan el lenguaje del cuerpo e incluso el silencio. 

 

Ricœur se mantiene en la idea de que el acceso a la comprensión del sujeto sólo se da en el lenguaje, a través de las mediaciones de los textos, sean los que nosotros construimos sobre nosotros mismos o sobre otros en narraciones multívocas, sea en los textos ajenos que hemos amado u odiado, con los que hemos creado complicidades y extrañamientos.  Esto le hace decir: “La tarea de [la] hermenéutica es mostrar que la existencia sólo accede a la palabra, al sentido y a la reflexión procediendo a una exégesis continua de todas las significaciones que tienen lugar en el mundo de la cultura; la existencia no deviene un sí mismo –humano y adulto– más que apropiándose de ese sentido que primeramente reside ‘afuera’, en obras, instituciones, monumentos de la cultura, donde la vida del espíritu se ha objetivado” (CI: 26).

 

Como desarrollo de esta idea, Ricœur propone una fenomenología de la lectura en la que, a su juicio, puede romperse el carácter autofundante del sujeto, en la medida en que éste se deja cuestionar por los textos.  Este ‘dejarse cuestionar’ tiene que ver con la apertura radical del yo que se suspende ante el texto y recibe de él “un yo más vasto”.  Así, “La comprensión es, entonces, todo lo contrario de una constitución cuya clave estaría en posesión del sujeto.  Con respecto a esto sería más justo decir que el yo es constituido por la cosa del texto”[7].  

Así las cosas, insistamos, la primacía del sujeto, tanto del que escribe un texto como de quien lo lee, se ve cuestionada cuando se toma como ‘eje hermenéutico’ la teoría del texto: de quien escribe, en cuanto, una vez superada la perspectiva de la hermenéutica romántica, “(…) el sentido de un texto se autonomiza de la intención subjetiva de su autor, [y] el problema esencial no consiste en encontrar, detrás del texto, la intención perdida, sino en desplegar, ante el texto el mundo que abre y descubre” (DTA: 51); y, de quien ‘lee’, porque se requiere la renuncia a la autofundamentación del ejercicio hermenéutico, el sujeto se pierde como origen y se convierte en el punto de llegada de toda interpretación. 

 

§2. EL SUJETO COMPRENDIDO NARRATIVAMENTE

 

De todos los textos en los cuales nos reconocemos, en los que configuramos nuestros modos de ser y los sentidos que conforman nuestros proyectos de vida, ocupa un lugar preponderante en la propuesta del filósofo francés la narración de nosotros mismos.  Se trata, pues, de indagar cómo, a partir del paso por la narración, se construye una noción de sujeto distinta a la de la Modernidad. 

 

Lo primero que cabe anotar es que en la narración nos enfrentamos con el problema de la memoria.  En MHO, Ricœur afirma que la clave de su investigación sobre la memoria se halla en Aristóteles cuando afirma: “La memoria es del pasado”.  Más adelante, insiste en que el pasado –al que se refiere la memoria– se contrasta con el horizonte de la espera o el futuro de la conjetura y el presente de la sensación o percepción; enseguida, se insiste en que se requiere esbozar una fenomenología de la memoria en relación con el tiempo, con la marca de la ‘paseidad’ de lo que queda –como huella– en el recuerdo (Cf. MHO: 19-80).

 

Respecto a la relación entre memoria, identidad y narración, Ricœur afirma que la memoria es incorporada a la constitución de la identidad a través de la función narrativa (MHO: 168).  Esto significa que en la sedimentación lingüística de la experiencia vivida por un(os) personaje(s) en la narración, se configura su identidad.  En SO, retomando los análisis de Tiempo y narración III, se afirmaba que el sujeto que se narra a sí mismo escoge entre el torrente de sus vivencias –recordadas– las que puedan configurar un relato.  Dicha configuración se hace en la medida en que se conjugan diversos acontecimientos de la vida en un relato que satisfaga la condición de ser coherente –y, vale decir, verosímil–.  Como se dirá más adelante, en una trama se entretejen –en una unidad de sentido– acontecimientos dispersos.  En la configuración de una trama, “(…) también aprendemos a leer en tiempo al revés, recapitulando en sus consecuencias terminales las condiciones iniciales del desarrollo de la acción.  De este modo, la trama no sitúa la acción humana sólo ‘en’ el tiempo, sino en la memoria[8].

 

Las narraciones que hacemos de nuestra vida son posibles, gracias a que recordamos; a su vez, en las narraciones que vamos configurando se reinterpretan las vivencias que se han sedimentado en la memoria.

 

Téngase en cuenta que no hay una ‘transparencia’, ni mucho menos un ‘isomorfismo’, entre el recuerdo y la narración, es decir, no se puede pretender un ‘reflejo’ exacto de la vivencia pura en el lenguaje; hay una distancia primera entre la vivencia y el recuerdo, y otra –segunda– entre el recuerdo y la narración; más aún, cabe señalar que en una narración se ocultan, se esquivan y hasta se olvidan –de forma espontánea o sistemáticamente– haces de lo vivido.  De hecho, la ‘capacidad’ para recordar se inserta en la finitud que imprime nuestro carácter temporal, nuestro ‘ser para la muerte’.

 

Por último, ¿acaso la memoria está exenta del olvido?  ¿No podría hablarse también del olvido como configurador de narraciones?  Como se sabe –y se experimenta–, el olvido nos da miedo.  ¿No estamos condenados a olvidar todo?  “(…) se deplora el olvido como se deplora el envejecimiento o la muerte: es una de las figuras de lo ineluctable, de lo irremediable.  Y, sin embargo, el olvido coincide totalmente con la memoria” (MHO: 555).  La memoria le arranca trozos de olvido a la finitud.  Más aún, el olvido es constitutivo de nuestras narraciones, en cuanto lo que se hace palabra y trama, es sólo un pálido testimonio de lo que se ha recordado, y más aún, de lo que se ha vivido.  Y si memoria y olvido están en relación dialéctica, es porque hay un tipo de olvido que es el olvido de reserva: “(…) sólo es posible recordar sobre la base de olvidar, y no al revés; porque en la modalidad del olvido, el haber sido ‘abre’ primariamente el horizonte en el que, comprendiéndose, el Dasein perdido en la ‘exterioridad’ puede acordarse de lo que se preocupa” (MHO: 575n).

 

En palabras de Julia Iribarne, “El olvido es el recurso producido por el cerebro, a favor de la vida.  Si esto no fuera así, viviríamos como en un sueño, sujetos al permanente desfile de recuerdos”[9].  Mas, así como el olvido está a favor de la existencia, permitiendo que la cordura y la locura habiten juntas,  el olvido puede ser manifestación de una existencia inauténtica, que da la espalda a las promesas, a los proyectos de vida, a las expectativas y a las limitaciones en las que éstos se tejen.

 De otra parte, “(...) el recurso al relato puede convertirse en trampa cuando poderes superiores toman la dirección de la configuración de esta trama e imponen un relato canónico mediante la intimidación o la seducción, el miedo o el halago.  Se utiliza aquí una forma ladina de olvido, que proviene de desposeer a los actores sociales de su poder originario de narrarse a sí mismos.  Pero este desposeimiento va acompañado de una complicidad secreta, que hace del olvido un comportamiento semi-pasivo y semi-activo, como sucede en el olvido de elusión, expresión de la mala fe, y su estrategia de evasión y esquivez motivada por la oscura voluntad de no informarse, de no investigar sobre el mal cometido por el entorno de cada uno, en una palabra, por un querer-no-saber” (MHO: 582).

Examinemos brevemente cómo, según Ricœur, se construyen las narraciones de nosotros mismos, teniendo a la vista la finitud de la memoria y la dispersión de los acontecimientos a los que nos vemos enfrentados y que padecemos, de los cuales la ‘conciencia’ –entendida en su acepción moderna– no está siempre presente.

 

En el Estudio VI de SO, titulado “El sí y la identidad narrativa”, Ricœur muestra “cómo el modelo específico de conexión entre acontecimientos constituidos por la construcción de la trama permite integrar en la permanencia en el tiempo lo que parece ser su contrario bajo el régimen del identidad –mismidad–, a saber, la diversidad, la variabilidad, la discontinuidad, la inestabilidad” (SO: 139).

 

Ricœur muestra que el sujeto, comprendido narrativamente, se configura en lo que puede llamarse identidad del personaje, la cual se constituye en unión íntima con la identidad de la trama.  Construir una trama es lo mismo que poner en intriga.  El entramado de la acción consiste, básicamente, en la síntesis de dos elementos heterogéneos: concordancias y. discordancias: “Por concordancia entiendo el principio de orden que vela por lo que Aristóteles llama 'disposición de los hechos'.  Por discordancia entiendo los trastocamientos de fortuna que hacen de la trama una transformación regulada, desde una situación inicial hasta otra terminal.  Aplico el término de configuración a este arte de la composición que media entre concordancia y discordancia” (SO: 139-140).

 

La propuesta de Ricœur no se limita a presentar separados dos conceptos divergentes, sino que apunta a la posibilidad-necesidad de asumirlos juntos, como concordancia discordante, que es la mediación que hace la trama entre “la diversidad de acontecimientos y la unidad temporal de la historia narrada (...); entre la pura sucesión y la unidad de la forma temporal” (SO: 140).  Es por ello que no se entiende la discordancia como algo exterior a la concordancia.  Al contrario, en aras de una plena “inteligencia narrativa”, consistente en la asunción de dicha síntesis aparentemente paradójica, deberá incorporarse la discordancia a la concordancia, conseguirse que la sorpresa contribuya al efecto de sentido que, con posterioridad, hace que la fábula (mythos) aparezca como verosímil, incluso necesaria.

 

Terminada la primera parte de la exposición sobre la identidad del personaje y de la trama, concluye Ricœur que es en el relato donde se puede atribuir el qué de la acción a un quién, y más aun, desarrollarse otro tipo de interrogantes como el ¿por qué? y el ¿cómo? de las acciones mismas.  Sobre esto, afirma que “la persona (...) comparte el régimen de la identidad dinámica propia de la historia narrada.  El relato construye la identidad del personaje, que podemos llamar su identidad narrativa, al construir la de la historia narrada.  Es la identidad de la historia la que hace la identidad del personaje” (SO: 147).

 

Hasta ahora pareciera que nos hemos mantenido en el sujeto considerado ‘en solitario’.  Es él quien tiene las vivencias, quien las recuerda –aunque no sea transparente el recuerdo– y quien ‘saca’ de la dispersión de los recuerdos múltiples narraciones bajo lo que ha dado en llamarse la configuración de la trama.  Así considerado, podría objetarse que la propuesta ricœuriana no se desliga de lo que en la tradición filosófica se llama el solus ipse.  Empero, no hay lenguaje privado y, por tanto, no puede haber una narración considerada a partir de un sujeto solitario, pues siempre nos narramos para otros, con otros, por la solicitud de otros, con los recuerdos aprendidos en tradiciones culturales de diversa índole, etc.  Es en esta perspectiva donde cabe considerar la relación entre ‘juego de lenguaje’ y narración.

 

En primer lugar, hay que aproximarnos a la noción de juego de lenguaje: ésta “designa una construcción de contextos de significación dentro de los cuales adquiere sentido y orientación todo intento de comunicación”.  Además, “tal contexto no obedece a leyes determinadas o determinables de antemano”[10].  Por supuesto, aun cuando los contextos de significado son construcciones intersubjetivas, éstos parten de los sentidos que otorgan los sujetos al mundo y que se ponen, justamente, en juego, en la comunicación. 

 

Aquí cabe recordar que ‘lenguaje’ y ‘comunicación’ no se refieren sólo al habla[11].  Los sentidos otorgados por los sujetos y puestos en juego parten de experiencias vividas, cuyo ‘residuo’ se da en el lenguaje hablado: “(…) la estructura del habla, que se nos aparece inmediatamente como básica, está soportada por una estructura más radical: la de la vivencia”[12].

 

Así las cosas, se colige que el acto de narrar no puede pretender erigirse como el ‘reflejo’ de la vivencia humana.  Si todo juicio es posterior a la vivencia que lo sostiene, y la narración está entretejida con juicios que conforman la trama [y si a esto le añadimos el distanciamiento que acaece entre la vivencia, el recuerdo de la misma y su enunciación narrativa], hay que afirmar que todas las narraciones que construimos de nosotros mismos no pueden ‘captar-capturar’ las vivencias puras de los sujetos.

 

Otro asunto que hay que considerar es que no puede haber juego de lenguaje sin que haya ‘otro’ con quien jugar.  Ciertamente, yo he tenido unas vivencias; mas, en el momento en que con un gesto o con el habla misma las hago públicas, presupongo un otro al que pretendo comunicarle algo.  Por supuesto, que las narraciones se pongan en juego con ‘otros’ implica que, en primer lugar, haya necesidad de explicitar los sentidos que se ponen allí y, a su vez, de aclarar, corregir, velar y develar.

 

La narración, como acto comunicativo, pretende decir algo a alguien sobre algo (Cf. HN: 23-57).  Ese algo que se quiere decir se refiere a las vivencias recordadas –próximas o lejanas– de los sujetos que pueden configurarse en tramas múltiples según las circunstancias, la intención que se tenga al contar algo, los ‘grados’ de cercanía y confianza que se hayan construido con los interlocutores, etc. 

 

Sea cual fuere el caso, lo cierto es que siempre se está en proceso de aclarar lo que se expresa.  Ciertamente, entre el narrador y los interlocutores se establecen pactos de seguimiento de las tramas [por ejemplo, no toda narración comienza con el nacimiento de alguien y, aunque no se tenga ‘conciencia’ de ello, este acontecimiento se presupone], pero esos se someten a la duda y a la aclaración constantes, de tal suerte que la verosimilitud de los relatos sea cada vez más plausible.

 

Nos narramos siempre ante otros, a quienes consideramos el ‘auditorio’ de nuestra narración.  Para que el juego se instaure se requiere intersubjetividad que valide los significados que yo doy al mundo.  Esta validación, a su vez, exige la confianza en que el otro pueda comprender las vivencias que yo he tenido y las narraciones en las que las interpreto. 

 

Ahora bien, todo juego de lenguaje tiene unas reglas internas que lo rigen.  La idea de ‘regulación’ aquí no tiene que ver con una especie de ‘pasos’ que deban seguirse para toda narración, construidos independientemente del juego en el que se inscribe.  De hecho, las reglas se construyen en el juego mismo, no antes.

 

En primer lugar, el lenguaje que funda el juego tiene una referencia.  Se dice ‘algo’ sobre ‘algo’.  Ello constituye, de por sí, una regla de juego.  Cuando construyo una narración sobre mí, espero que el otro comprenda que yo soy el referente y que, posteriormente, acceda a la comprensión de las vivencias que explicito, y a los sentidos que otorgo en mi interpretación.  Y, sin embargo, eso que llamamos ‘yo’ y sus ‘vivencias’ no son objetos inmóviles, siempre los mismos, aunque se digan de distintas maneras.  No hablamos, pues, de una [o de la] narración de sí, referida indefectiblemente a un núcleo invariable.  Esa es la razón por la cual, cada vez que instauro un juego narrativo ante otros, se requiere el esfuerzo de interpretación sobre aquello de mi ‘frágil yo’ que se pone en cuestión.

 

En segunda instancia, las reglas del juego sólo se comprenden si se tiene a la vista la temporalidad: “Si una regla es un indicador de caminos es porque en el juego como acontecimiento actual, como ahora, converge tanto el haber sido como el todavía no.  En términos estrictamente fenomenológicos, el juego en juego, como presente viviente, es tanto retención como protección.  (…) Sometido [el asunto de la identidad] a la temporalidad (…) el juego de lenguaje es como el río heraclíteo en que no se refleja la referencia: ser/no-ser.  Todo se reduce a devenir, a significación atribuida circunstancialmente, aunque parezca tener la forma: “… y así sucesivamente”[13].

 

Las narraciones sobre nosotros mismos obedecen a lo que esta cita apunta: cada narración –aun cuando puede quedar fija, por ejemplo en la escritura o en el video– es un acontecimiento que se mueve entre retenciones y protecciones, es decir, en el que siempre pongo de referente las vivencias y los recuerdos para interpretarlos a la luz de lo que espero de mí, de los otros, del mundo en el que vivo, etc.  Y aun cuando por la configuración de la trama organizo de cierta manera el curso de las acciones, siempre quedan otras por fuera, siempre se mantienen en vilo nuevas interpretaciones, siempre se ocultan, incluso para mí mismo, sentidos por construir.

 

 

 

§3. APUNTES SOBRE EL PROBLEMA DE LA FORMACIÓN EN LA EDUCACIÓN

 

Del mismo modo que toda nuestra experiencia de mundo no es sino un interminable proceso de aclimatación a él (…) también la necesidad de rendir cuentas con la filosofía es un proceso infinito.  En él tiene lugar no sólo la conversación de cada uno consigo mismo en la que consiste el pensar, sino también esa otra en la que estamos implicados todos y en la que nunca dejaremos de estarlo.

 

Hans-Georg Gadamer

 

El interés sobre el que ahora fijamos la atención tiene que ver con las relaciones que se pueden establecer entre una crítica al sujeto en su versión moderna y el problema de la formación

 

Podría entenderse, grosso modo, la formación como el conjunto de procesos, sedimentados socio-culturalmente, a través de los cuales los individuos van forjando, unos a otros, una manera de ser, de vivir, de comportarse, de valorar, de creer, de esperar.  Además, dichos procesos tienen a la vista un tipo de sujeto que, a su vez, conforme un tipo de sociedad específica.

 

Ahora bien, en lo que respecta a los procesos formativos que acaecen en la educación (asunto sobre el que centramos nuestro interés), creemos que se debe apostar al carácter intersubjetivo de dichos procesos.  Aquí nos hallamos frente a la renuncia al solipsismo, heredado de la Modernidad, al reconocimiento de los límites de la razón monológica, de los límites del cogito capaz de autofundamentarse, de captarse a sí mismo en una intuición pura.  El tipo de sujeto conformado por la Modernidad, da paso a la conciencia de la finitud de sí, de las aprehensiones del mundo, de la imposibilidad de abarcarlo todo, como si él tuviera una mirada divina.

 

Arriba hemos hecho referencia a la imposibilidad de autofundamentación del sujeto, que deriva en la necesidad de que éste se comprenda en relación con otros, no solamente en un vivir juntos, sin más, sino en el de la comprensión de que soy en cuanto habito el mundo con otros, ineluctablemente, que me constituyen.  Así las cosas, en los procesos formativos cada uno de los sujetos que participa en las diversas relaciones instauradas en ellos es tan sólo una perspectiva de mundo, una perspectiva que se pone en juego en la palestra de la discusión pública, del diálogo, del acompañamiento.  Además de los procesos cognitivos, de enseñanza y aprendizaje, la Escuela, teniendo a la base una idea de sujeto descentrado, debe propender por el reconocimiento del otro no sólo como diferente, sino como parte integrante y constitutiva de la propia subjetividad.

 

En este punto de la reflexión cabe anotar que la cuestión que nos parece más urgente tiene que ver con la posibilidad –o imposibilidad– de que la alteridad sea efectivamente integrada a la ipseidad.  Partimos de una renuncia: a la pretensión de representarnos al otro y creer que la representación es su ‘fiel y transparente copia’, pues toda representación, así entendida, reduce la alteridad al plano de la identidad de sí consigo mismo.  En últimas, mis narraciones (y, en el caso particular de la educación, las que se tejen en los distintos procesos) son igualmente egológicas si pretendo, a través de ellas, tomar la voz del otro y reducirla a mi propia voz.  “(...) siempre he sabido que el otro no es uno de mis objetos de pensamiento, sino, como yo, un sujeto de pensamiento; que me percibe a mí mismo como distinto de él mismo; que juntos miramos al mundo como una naturaleza común; que, juntos también, edificamos comunidades de personas capaces de conducirse, a su vez, como personalidades de grado superior” (SO: 369).

 

Si nos mantenemos en el campo de la enseñanza como uno de los campos de la educación, en los que se realizan procesos formativos, cabe anotar que, justamente allí, se han dado a lo largo de la historia, ejercicios tendientes a negar la voz de la diferencia, subsumida en la voz omnicomprensiva de los relatos instaurados.  No se puede mantener una apuesta por un sujeto distinto al propugnado por la Modernidad, si los modelos pedagógicos y las aplicaciones didácticas continúan sumiendo en el olvido la voz de los estudiantes.

 

Por otro lado, en lo que respecta a la construcción narrativa de los sujetos, acaso en los diversos procesos de la educación se haga necesario propiciar narraciones en los que el sujeto deje de asumirse: trágicamente, como ‘producto’ de un sino social, cultural, político y, por supuesto, educativo, del cual no puede salirse; ni como el texto primigenio, no traspasado por los otros, capaz de construirse desde una suerte de ‘señorío’ sobre el lenguaje.

 

Asimismo, desde la perspectiva de la hermenéutica filosófica, los procesos formativos que se dan en la educación se tejen en la relación dialéctica entre pertenencia y distanciamiento, en relación con las tradiciones.  Contrario al ideal del positivismo, según el cual la pretendida objetividad de toda ciencia estaba dada por la no implicación de los sujetos en la constitución de la realidad estudiada, la hermenéutica llegó a afirmar que “la problemática de la objetividad presupone antes de ella una relación de inclusión que engloba al sujeto supuestamente autónomo y al objeto presuntamente supuesto” (DTA: 44).  Esta relación de inclusión es denominada por H.-G. Gadamer “pertenencia”.

 

La ‘pertenencia’ denota el carácter finito de toda labor científica.  Dicha finitud consiste en la imposibilidad de erigir como fundamento último de la ciencia a la subjetividad, aun cuando ésta sea dadora de sentido, en cuanto ella hace parte (pertenece) a la misma ‘realidad’ que es interrogada, llámese natural o social.

 

Ahora bien, aneja a la noción de ‘pertenencia’ está la de ‘distanciamiento’, entendida como la interrupción de lo vivido, para darle significado.  “La vivencia que la hermenéutica se esfuerza por llevar al lenguaje y elevar al sentido es la conexión histórica, mediatizada por la transmisión de los documentos escritos, de las obras, de las instituciones y de los monumentos que hacen presente, para nosotros, el pasado histórico.  Lo que hemos llamado pertenencia no es otra cosa que la adhesión a esa histórica vivencia (...).  La hermenéutica comienza cuando, no contentos con pertenecer a la tradición transmitida, interrumpimos la relación de pertenencia para significarla” (DTA: 57).

 

Asimismo, la hermenéutica ha señalado que la finitud de la labor científica está dada por la imposibilidad de colocar al sujeto, quien sirve de ‘intérprete’, al comienzo o al final del establecimiento de su relación con el objeto.  Siguiendo el ejemplo de la “conversación natural” propuesto por Ricœur, puede decirse que la finitud se manifiesta en el encuentro que entabla el sujeto con el conjunto de preguntas por las que los objetos son tematizados, ya que dicho conjunto recoge las sedimentaciones de una pregunta que viene gestándose en una conversación a la cual llegamos a mitad, “y en la que tratamos de orientarnos para poder, cuando nos llegue el turno, aportar nuestra contribución”(DTA: 46-48).

 

Heidegger ha señalado que prevalece a toda relación cognoscitiva con un objeto el carácter de lo precomprendido, “el sentido, estructurado por lo adquirido, la impresión previa y la anticipación [que] forma para todo proyecto el horizonte a partir del cual toda cosa será comprendida en cuanto tal”[14]

 

¿Qué tienen que ver estas indicaciones anotadas con la formación

 

En primer lugar, señalemos que los proyectos de sujeto y de sociedad que se pretende formar en todo proceso educativo no son posibles ex nihilo, sino que son la maduración de procesos anteriores que han venido gestándose a lo largo de la historia.  La Escuela tiene la responsabilidad social de formar sujetos con un anclaje histórico y cultural: “La formación filosófica [también la formación en otras ciencias, en otras disciplinas, en otros saberes] implica la comprensión de la propia tradición con base en el análisis de textos y la discusión sobre ellos en relación con la situación que se quiere comprender y transformar”[15].

 

Sin embargo, dichos proyectos –si se asume la función crítica de toda filosofía, ese ‘dar cuenta constante’ al que hace referencia Gadamer– tienen que ser sometidos a un cuestionamiento radical, a una crítica y a una deconstrucción.  En este sentido, la Escuela no puede ser más un mecanismo reproductor de tipos sociales, de proyectos anquilosados, sino que debe propender por ser una de las instancias sobre la cual recae una responsabilidad mayor en el camino de formular propuestas viables, sin desconocer las raíces históricas que constituyen los proyectos locales, regionales y nacionales en las que se inscriben.

 

Esa crítica es posible si se toma distancia del curso de los acontecimientos, de las vivencias, del conjunto de valores, creencias y expectativas que marchan a la par de los procesos educativos, y se trata de significar o re-significar, desde la Escuela misma, desde la investigación, desde la discusión, lo que, a juicio de los sujetos que protagonizan la historia, es susceptible de consolidación o de cambio.

 

La Escuela, y en general toda institución que se ha puesto por tarea la formación, tiene la responsabilidad de propiciar discusiones, investigaciones y proyecciones de lo que considera es el tipo de sociedad que quiere construir y de la cual, al mismo tiempo, hace parte.  Asimismo, desde cada una de las disciplinas que habitan en su seno, se hace necesario que se continúe pensando cuál es el aporte a la construcción de valores, metas, proyectos de constitución regional y nacional. 

 

Ahora bien, dentro de la Escuela es menester que el pensar sobre la formación se lleve a cabo en la dinámica del conflicto de las interpretaciones.  No puede pensarse que todos los sujetos que la conforman se sienten pertenecientes al mismo horizonte de comprensión, ni a la misma tradición, ni que se narran de la misma manera.  Al contrario, convergen diversidad de lenguajes para significar el mundo, diversas expresiones culturales, diversos intereses, múltiples perspectivas de mundo. 

 

Así las cosas, ¿cómo pensar la formación en un plexo tan complejo de visiones?  Creemos que éste no es asunto de simple tolerancia –al modo de aquella actitud que ‘soporta’ al otro sin comprometerse con él–.  Una reflexión filosófica sobre este asunto debe conducir a eliminar la fuerza de la creencia de que toda perspectiva es válida, y a consolidar procesos a través de los cuales los sujetos aprendan a argumentar críticamente (pues, debe advertirse, se puede argumentar para defender, por ejemplo, la injusticia o la mala administración de los bienes públicos) y, en la palestra de lo público, se sometan a juicio dichos argumentos y se elija los mejores entre todos. 

 

Ahora bien, de todas maneras, pensar que las tensiones todas se resuelven argumentativamente es acaso una ilusión que nos acosa a los filósofos, que creemos en la fuerza de una razón discursiva, capaz de argumentar, susceptible de aprender a hacerlo.  Pero el asunto de la argumentación y de este tipo de reflexiones no es sólo competencia de la Filosofía ni de las así llamadas ‘Humanidades’.  Si así lo creyéremos, quienes nos movemos en estos horizontes de enunciación, caeremos en otro tipo de sacerdocio y nos consideraremos ‘señores de los discursos’.

 

Sin embargo, quienes nos movemos en estos ámbitos –en especial quienes somos, de alguna manera, educadores–, nos damos a la tarea de proponer estos temas, de cuestionar nuestras prácticas y de auscultar nuestras tradiciones para que, pertenecientes a ellas, seamos capaces de tomar distancia para ejercer nuestra función crítica.

 

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BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

René Descartes, Discurso del método y Meditaciones metafísicas.  Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1939.

Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1984.

Jean Grondin, Introducción a la hermenéutica filosófica, Barcelona, Herder, 1999.

Martin Heidegger, Ser y tiempo, Santiago de Chile, Ed. Universitaria, 1997.

Guillermo Hoyos, “Nuevas relaciones entre la universidad, el Estado y la sociedad”.  En: Myriam Henao Pilles (comp.), Educación superior.  Sociedad e investigación, Bogotá, COLCIENCIAS-ASCUN; pp. 149-201.

Julia Iribarne, Edmund Husserl.  La fenomenología como monadología, Buenos Aires, Academia Nacional de Ciencias, 2002.

Paul Ricœur, Del texto a la acción.  Ensayos de hermenéutica II, México, FCE, 2002..

Paul Ricœur, El conflicto de las interpretaciones, Buenos Aires, FCE, 2003.

Paul Ricœur, Historia y narratividad, Barcelona, Paidós, 1999.

Paul Ricœur, La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003.

Paul Ricœur, Sí mismo como otro, Madrid, Siglo XXI, 1996.

Germán Vargas, Fenomenología del ser y del lenguaje, Bogotá, Alejandría Libros, 2003.

Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Barcelona, Crítica, 1988.

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[1] Paul Ricœur, El conflicto de las interpretaciones, Buenos Aires, FCE, 2003; p. 209.  Citado en adelante: CI.

[2] René Descartes, Discurso del método y Meditaciones metafísicas, Buenos Aires, Espasa-Calpe,1939; p. 130.

[3] Paul Ricœur, Sí mismo como otro, Madrid, Siglo XXI, 1996; p. XXI.  Citado en adelante: SO.

[4] Aunque, strictu sensu, Dasein y sujeto no son sinónimos en el pensamiento heideggeriano, pareciera que a Ricœur ‘no le incumbe’ la precisión del término y hace una interpretación del Dasein cercana a la antropología, afirmando que éste puede ‘intercambiarse’ con el término ‘persona’.  Esto es lo que le hace decir: “[El] Dasein [es el] nombre dado a este ente que somos en cada caso nosotros mismos.  ¿Es el hombre?  No, si designamos por hombre a un ente indiferente a su ser; sí, si éste sale de su indiferencia y se comprende como ese ser para el que el ser está en juego” (Paul Ricœur, La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003; p. 465.  Citado: MHO).

[5] Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1984; p. 567.

[6] Jean Grondin, Introducción a la hermenéutica filosófica, Barcelona, Herder, 1999; p. 15.

[7] Paul Ricœur, Del texto a la acción.  Ensayos de hermenéutica II, México, FCE, 2002; p. 108.  Citado: DTA.

[8] Paul Ricœur, Historia y narratividad, Barcelona, Paidós, 1999; p. 205.  Citado: HN.

[9] Julia Iribarne, Edmund Husserl.  La fenomenología como monadología, Buenos Aires, Academia Nacional de Ciencias, 2002; pp. 151-152.

[10] Germán Vargas, Fenomenología del ser y del lenguaje, Bogotá, Alejandría Libros, 2003; p. 198.

[11] Cf. Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Barcelona, Crítica, 1988; §654.

[12] Germán Vargas, Op. cit.; p. 202.

[13] Ibíd.; p. 219.

[14] Martin Heidegger, Ser y tiempo, Santiago de Chile, Ed. Universitaria, 1997; § 32.

[15] Guillermo Hoyos, “Nuevas relaciones entre la universidad, el Estado y la sociedad”.  En: Myriam Henao Pilles (comp.), Educación superior.  Sociedad e investigación, Bogotá, COLCIENCIAS-ASCUN; p. 189.

En esta cita aparece una referencia explícita a los ‘textos’.  Entendemos como texto no sólo el conjunto de tradiciones escritas, que han fijado los discursos, sino también como el conjunto de fijaciones de las acciones humanas.  En este ensayo dejamos de lado la relación de los textos con la enseñanza, o la comprensión de las ciencias humanas como el conjunto de ciencias que consideran las acciones del hombre como ‘texto’ (DTA: 169-195).

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© Manuel Alejandro Prada Londoño:

Publicado en  

Mena, Patricio (Comp.). 

Fenomenología por decir. Paul Ricoeur: testimonio, reconocimiento, crítica. 

Santiago de Chile, Ediciones de la Universidad Alberto Hurtado 2006 (En prensa).

 

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Revista Lindaraja. ISSN: 1698 - 2169

Nº 5, verano de 2006

 

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