REALIDAD Y FICCIÓN FILOSOFÍA, LITERATURA, ARGUMENTACIÓN, CIENCIA, ARTE
lindaraja REVISTA de estudios interdisciplinares y transdisciplinares. ISSN: 1698 - 2169 Números de la Revista |
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La condición moderna Patxi Lanceros y la concepción cansada de modernidad Fernando J. Vergara Henríquez* Dr.© Universidad de Deusto-Bilbao, España Académico Universidad Alberto Hurtado-Chile RESUMENEste artículo busca presentar las líneas fundamentales del aporte teórico del filósofo español Patxi Lanceros a la discusión filosófica sobre la dialéctica modernidad/posmodernidad. La concepción cansada de modernidad entra en escena en plena instalación teórica de y sobre la posmodernidad a mediados de la década de los 90 y, luego de algunos años, alcanza madurez argumentativa y confirmación histórica en lo referente a la des-nutrición de la modernidad debido justamente al debate en torno a su clausura, a las modulaciones y artilugios de autoconservación y a las advertencias de finalización, superación y reemplazo. Palabras clave Modernidad/posmodernidad, filosofía española, hermenéutica, globalización, tecnologí
La condición moderna. Patxi Lanceros y la concepción cansada de modernidad La Razón —como eje sustantivo y facultad totalizadora de la modernidad— opera tanto el propósito libertador respecto a su pasado histórico —la tradición judeo-cristiana occidental— como la apertura de un nuevo horizonte experiencial, hermenéutico, simbólico y genealógico. Estas operaciones se traducen como autocomprensión constitutiva de la vida particular, social e histórica como intento universalista de encausar diversas tradiciones y simbolizaciones culturales para articularlas dogmáticamente bajo el sino racional de su proyecto cuya dirección, orientación, ruta, huella y seña no se fundan provisionariamente —insistiendo en el presente— sino que programaticamente —insistiendo en el futuro—, en tanto que órgano de producción social de sentido. Actualmente, la modernidad transita por una fase tardía, es decir, pendiente con su origen, alerta por su presente, atenta para su futuro, y debido a tal condición se presenta como una plataforma en la que reposa el modo anoréxico del proyecto socio-político-intelectual ilustrado. Esa delgadez ha sido causada por los procesos incubados por y en la misma modernidad, especialmente por la hegemonía del proceso de reificación global del actual modelo económico neoliberal en coherencia con una persuasiva secularización del existir moderno y de sus arquetipos simbólicos, regidos por las experiencias subjetivo/individuales y objetivo/sociales de bienestar y consumo, sucedáneas de satisfacción y consuelos de sentido. Ya en el año 1994 Lyon se refería —escueta pero contundentemente— a la posmodernidad como el “agotamiento de la modernidad” (Lyon 1996:21), abriendo una perspectiva medial en el debate modernidad/posmodernidad cuando se anunciaba apocalípticamente su final, los preparativos de clausura y los trámites para su sucesión. En este contexto, surge un cierto consenso crítico que comparten autores como Lyotard con su posicionamiento de la ‘posmoderna’ condición de la cultura, Cioran y la “negación de la filosofía”, Baudrillard con una realidad como simulación y Vattimo y el pensamiento débil: expresiones de una razón discontinua, un conocimiento descentrado y un sujeto sin identidad referida a la totalidad. La crítica dirigida a la modulación clásica de racionalidad —la Ilustración—, tiene que ver con un cierto agotamiento en la operatividad de este tipo de racionalidad que, a su vez, genera un radical agotamiento frente a su funcionamiento: mantenimiento del proyecto occidental de modernización apoyado en los logros de la sociedad capitalista industrial. El cuestionamiento ‘posmoderno’ se dirige en particular al concepto de una razón deductiva y el intento de elaborar un pensamiento sistemático; la posibilidad de un fundamento al conocimiento como asimismo el criterio de certeza para alcanzarlo; el optimismo fruto del uso positivo de la razón y de los éxitos del progreso; el despliegue de las ideas de una historia y sujetos únicos. El planteamiento teórico de Lanceros no se deja embaucar por las seducciones provenientes del debate —extenso, estéril, agotador— sobre los con-fines de la modernidad, los re-inicios de la ilustración y el ad-venimiento e instalación operativa de la posmodernidad. Y no lo hace por una sencilla razón: se mantiene en un difícil equilibrio argumentativo entablando un diálogo con el núcleo problemático de la modernidad —modo o estilo y cansancio— y con su expresión cultural o enmarque filosófico —revolución y globalización—, manteniendo una relación desde la sospecha sobre su pasado, pasando por la certeza de su problemática vigencia hasta llegar a su crepuscular horizonte. En una intuición intelectual coherente con los aires de la época, postula(ba) en La modernidad cansada que el debilitamiento de la modernidad se debe, fundamentalmente, a la misma modernidad que olvidó los propósitos de su difícil gestación, es decir, la modernidad está cansada de sí misma, de las imágenes que proyecta, y tanto de los márgenes que ha dilatado como de aquellos que aún no ha podido explorar y explotar satisfactoriamente. Se trata de una pérdida de las energías movilizadoras con las que los ciclos temporales de lo moderno (modernus) se han situado en la historia. El modo con el cual la modernidad ha modulado su discurso sobre la historia (lugar del sujeto en su devenir, la relación objetivada con la naturaleza, la promesa autoincumplida de progreso referente a la negligencia de su aparato crítico de revisabilidad pero, sobre todo, el desmedido patrón que capitanea la proporción de desarrollo racional del sujeto con el desarrollo material de la realidad) es el carácter, estilo, condición y guiño con que la modernidad se ha presentado ante la historia. La modernidad es el modo del Progreso, es la epifánica expresión del desarrollo racional instrumental. Es el modo contundente, inapelable, pero viscoso, lábil y móvil, que reclama una suerte de detención histórica en un presente que hace futuro sin mirar por su pasado: un eterno presente que absorbe sus presentes y sus pasados, incorporando una categoría temporal de significaciones peculiares, pues señala “la novedad o apunta a la actualidad, pero también a la transitoriedad del tiempo presente por comparación con la fijeza, con la escultórica o arquitectónica estabilidad del pasado ‘imitable’ [...] De un modo u otro” (Lanceros 2006:18). Un estar móvil de modos en el tiempo. Ese es el corpus de la modernidad. Un no-estar inmóvil de estilos en el espacio. Esa es la nervatura de la modernidad Siguiendo estas imágenes, la modernidad opera una suerte de “superación del tiempo y desplazamiento del modo” (Lanceros 2006:19), es decir, maniobra una inimitable e inigualable superación histórica respecto a su pasado más próximo: un des-centramiento, una ex-centricidad que arroja la expresión del núcleo moderno de un modo límite-modal de la proporción y medida como pivotes de la razón, de la acción, de la ética, de sus criterios morales y maneras de hacer, pensar, creer y decir sobre los múltiples modos que modulan la modernidad: En la modernidad —en cada modernidad— hay una exhibición y una promoción de modo y de modelo, una idea o imagen de proporción y medida que se expone como adecuada y, en algunos casos, se impone como necesaria o como meramente obligatoria. Por ello cada modernidad, y cada proceso de modernización, muestran su pretensión de modelar y moldear (con violencia o astucia, por la persuasión o por la fuerza) el pensamiento y la acción, muestran su voluntad de definir un estilo. (Lanceros 2006:19) El agotamiento de la modernidad es respecto a su proceso de legitimación socio-cultural y no al proceso de validación o cercioramiento autopoiético. Al referirse a la condición de la modernidad, Lanceros acierta con su diagnóstico, acierto que sin embargo requiere de una perspectiva paralela o complementaria: la de la legitimidad en tanto que gastada, es decir, es necesario pensar la depotencialización de la legitimidad, pues ello explicaría el cansancio de la modernidad y, así poder comprender la imposibilidad que ha manifestado la modernidad de forjar puentes entre el conocimiento, las artes, la ciencia, el mundo moral y la experiencia que ella misma ha internalizado en el sujeto y proyectado a la realidad. En otras palabras, la ingeniería moderna-ilustrada ha carecido de la técnica para llevar a puerto la empresa de conexión de límites, pero sí de la arquitectónica de una razón progresista. Llamamos límites a las esferas moduladas por la modernidad (ciencia, moral, política, filosofía y arte), concentradas en la disipada “experiencia de la modernidad” (Berman 1988:1). Y por conexión pensamos el diálogo históricamente desplegado, cuyo eje es la ‘modernidad como experiencia’, esto es, aquella experiencia dialógica que surge del subjetivo existir moderno, cuyas manijas son la alteridad, la subjetividad y el estilo siempre novedoso con que se desdobla la modernidad en inflexiones de ritmo irregular. Y justamente esa arritmia, esa intermitencia temporal es la clave interpretativa que revela que la crisis energética de la modernidad en tanto que experiencia y en tanto que paradigma, es resultado de la desmembración teórico-práctica y la materialización de la crisis de la idea de Progreso: “Frente a unos y otros, lo típico o tópico de la modernidad, así designada por antonomasia y por autodefinición, es haber desplegado el modo sobre el tiempo, o haber anudado tiempo y modo para lanzar a ambos por la senda y en la dirección de la perfectibilidad, del progreso” (Lanceros 2006:20-21). La configuración moderna de nuevos estilos tiene su aplicación en un reparto diferente de leyes, reglas, posibilidades y horizontes de sentido, instalando —en poco tiempo— una conciencia y ciencia modernas hasta hoy. ‘Irrupción’ y ‘novedad’ fueron las fuerzas transformativas e instaladoras del nuevo modo moderno de historia y cultura: En acelerada secuencia se descubren nuevos territorios para la ciencia, la experiencia y la conciencia, nuevas posibilidades de producción, intercambio y comercio, de adquisición y dominación. Esos mil cursos diferentes tardarían —cuestión de tiempo— en articularse en un discurso coherente —cuestión de modo—. Tardarían en requerir y conquistar una nueva legitimidad, o en imponer su novedad como necesidad y como obligación, en presentar sus credenciales para convertirse en conciencia de época, en interpretación adecuada y autorizada del mundo. Se necesitarán para ello guerras y conflictos de otro tipo, discursos y métodos, experimentos, infinidad de debates e instituciones en los que tales debates adquieran prestigio y eficacia crecientes (conato de sociedad civil y de opinión pública autoconscientes); se necesitará una metáfora poderosa que sirva como esquema en el que se unifiquen tiempo y modo. Y se hallará una vieja palabra que, convenientemente renovada, certifica la corrección del proceso, la inevitabilidad del proyecto: modernidad. (Lanceros 2006:22) La apertura histórica, el filón abierto por la modernidad, la vena por la que recorre el flujo que hace época y la veta de la cual se extraen los materiales con los que se anudan indiscerniblemente y aspiran, uno [el tiempo] a la perpetuación y el otro [el modo] a la perfección. Así el modo se prolonga y se completa en el tiempo, y éste se llena de valor y sentido con la venia de aquel. La imagen de la evolución y el esquema del progreso, el dogma de la perfectibilidad y la devoción del futuro se convirtieron para la modernidad —¿hace falta repetirlo?— en las condiciones del pensamiento y de la acción. Gracias a ello la modernidad ha podido diferenciarse en mil modos y diferirse en el tiempo. Y ha podido dar la impresión de que el mismo modo se completa en el tiempo. (Lanceros 2006:23) Este esquema, en Kant deviene clave interpretativa y clave compresiva de un nuevo tiempo de creación binaria de proceso/progreso, evolución/perfección: “Desde ese momento (ese largo momento) la modernidad se convierte en el modo por excelencia: únicamente aquí, precisamente así, justamente ahora, ya, inmediatamente. Y se lanza al futuro en busca de la perfección: del mismo modo prorrogado, depurado, críticamente refinado (Lanceros 2006:23). Este diseño modela un credo de perfectibilidad del modo desplegado en el tiempo, que hace historia, y que ese relato hace época, cultura, experiencia. Una experiencia, que luego del erial visto por el ángel de la historia (Benjamin 1990:183), ha dejado a un planeta exhausto (de guerras de todo tipo y alcance), incapaz “de repetir, con énfasis, su discurso. Y ya no hay respuestas seguras, ya no existe aquella autosuficiencia convincente de la modernidad pletórica (Lanceros 2006:23). Lanceros aquí, con un ‘tal vez’ retórico, apuesta por una causa de tal cansancio: una modernidad esquizoide y presa de “la impaciencia frente a una promesa siempre diferida —cuestión de tiempo— ha propiciado la rebelión contra el modo: precisamente por estar ambos, desde el principio, indiferenciados y confundidos. Esa rebelión, consciente de la inconsistencia, se hace llamar post-. Y quiere seguir siendo, en sus mejores conjugaciones y declinaciones, modernidad” (Lanceros 2006:23-24). El eje problemático como choque de afanes de una modernidad diferenciada y de una posmodernidad indiferente, la primera: impulsar ciegamente su proyecto de modos haciendo tiempo; la segunda: intentar incorporar modos de cualquier tiempo. En medio, está el sujeto que experimenta su tiempo de un modo u otro —quizás ya no importe ya cuál— de la formulación —relato mágico, operativo, sistémico y funcional— de la promesa de un por-venir mejor. Lanceros, irónicamente cuestiona la situación de este ser humano, que ya ha sido expulsado del paraíso, también ha sido expulsado de la promesa, y esta expulsión es la pérdida de fe en los metarrelatos que ahora, con sus retazos de sentido y significado, urde alternativas polares, y así mudas… quizás la alternativa consista en pensar de otro modo: no ya para ganar sino para no perder el tiempo. Y porque no hay tiempo. […] Porque el tiempo ya no salva, porque el paraíso ha sido abolido también en el futuro, es preciso rescatar los restos de mil naufragios: instantes (Benjamin), otras modernidades (Baudelaire). Es preciso rescatarlos en su radical contingencia, y modificarlos. Hablar de otro modo los lenguajes que ya no piden prórrogas ni se entregan al futuro (perfecto) sino que exigen libertad, justicia, dignidad, verdad… Entregándose a alguno de esos ideales (de la razón y no sólo de ella), tal vez haya alguien que pueda salvarse. O no perderse del todo. (Lanceros 2006:25) Pero Lanceros nos advierte que el problema no es el tiempo, sino la des-creencia en la potencia del tiempo y en su capacidad de incorporar tal fuerza en los modos como soporte teórico-práctico por excelencia, pero que ahora no ofrece respuestas, sino que expulsa cuestionamientos en su afán por certificar la contingencia de todos sus modos. Y aquí está la interpretación del cansancio de la modernidad, de la fatiga de sus modos, de su fractura en el tiempo: “[La] quiebra de un modelo que apostó a la eternidad y ahora muestra su desvalimiento, su vulnerabilidad. Pero el fracaso no es acabamiento, ni fin, ni muerte. El fracaso, como el naufragio […] deja restos [que] siguen interrogando [e] inquietando” (Lanceros 2006:25-26). Rasgos/restos que son el legado de una modernidad que Lanceros llama ‘vieja modernidad’, una modernidad vetusta, cansada, gastada, que hace nuestro presente que se expone a quizás ser otra cosa —por ejemplo, posmoderna— frente, por, con, para, contra otros: Quizás la modernidad ya no nos protege con su aura ni nos ampara con sus promesas. Pero tampoco nos seduce un prefijo. La apuesta y el reto no son ya ganar tiempo sino pensar y actuar de otro modo. O modificar —sin garantías, sin la coartada de ningún absoluto— los modos que nos instruyen en este tiempo. De un modo a otro, de un modo u otro. No de cualquier modo. (Lanceros 2006:26) El equilibrio dialéctico (postura, compostura e impostura) de Lanceros, cobra aún más fuerza cuando el eje argumentativo se funda en el prefijo post-. El prefijo eje de la posmodernidad se expresa en la idea de dilatación crítica de la modernidad: “La postmodernidad piensa la modernidad pensando a la vez (en) lo que nos separa de ella. El prefijo (-post) es el signo de un espacio-tiempo diferido, y tal vez difer(i)ente” (Lanceros 2000:15). Este filón abierto, como lo hemos llamado, que difiere en lo teórico y que se difiere en lo práctico como reacción a la razón instrumental, aprovecha las grietas de la razón moderna. En lo filosófico, surge un serio trastrocamiento al interior de las polaridades ‘mundo exterior’ y ‘mundo interior’, ‘naturaleza’ y ‘conciencia’, ‘objetividad’ y ‘subjetividad’. Kant entrega la soberanía absoluta al sujeto moderno por sobre los sentimiento defendidos por Rousseau, soberanía que gobernará en una secuencia histórica desde el siglo xix hasta el xx, que conectan al idealismo, romanticismo, historicismo, incluso la fenomenología y al existencialismo, en su crítica de las ciencias naturales como patrón de racionalidad y la defensa de otro tipo de razón que tome al ‘hombre’ como punto de partida. En lo científico, el surgimiento de la geometría no euclidiana, que en manos de Riemann sirve de antesala a la teoría de la relatividad de Einstein; a las investigaciones en electromagnetismo; a la propagación de la luz y a la termodinámica, todos los cuales tendrán como fruto la mecánica cuántica de Planck, el cálculo de probabilidades y el principio de indeterminación trabajados por Heisenberg, los que terminan por debilitar los cimientos fundamentales de la física newtoniana: el carácter absoluto e infinito del espacio y del tiempo, como también la continuidad de la materia y la energía. Estas innovaciones implican que la observación empírica no arranca de individualidades u objetos externos y estables, sino que surgen de las mismas condiciones de observación y los mismos instrumentos de medición son los que determinan el carácter del fenómeno observado. Asimismo, estas innovaciones, teniendo como eje la razón instrumental, tendrán como contexto las transformaciones sociales que hicieron posible el surgimiento de tales novedades, y se alzan como determinantes en la evaluación de la situación de la racionalidad moderna, ya lo hemos dicho, el Progreso. La modernidad es nuestro pasado más reciente y nuestro presente menos flamante, y como tal aún le pertenecemos y ella nos pertenece aún, pues esta “no es un descubrimiento, sino una herencia, no es una elección sino un destino. La modernidad es la plataforma que nos sostiene o el declive por el que nos deslizamos” (Lanceros 2000:21). Por su parte, “la tardomodernidad [o posmodernidad] que nos cobija, la que nos sostiene y nos instruye, se oculta como realización (o se autodeclara incompleta) y así se prolonga como promesa: monótonamente, dogmáticamente induce a pesar que sólo son posibles la reiteración y la experiencia dentro de los límites establecidos” (Lanceros 2000:22). Es el resultado de dos siglos de debate sobre la fundación, consolidación, declive y superación de la modernidad, y como tal produce cansancio, hastío y penuria. No obstante, es la motivación de la sensibilidad tardomoderna que nos anima, pero también nos inquieta, pues los límites de la modernidad, sus postrimerías, no suponen una solución (al menos hasta hoy). Un ‘optimismo moderno ilustrado’ y un ‘pesimismo moderno post-ilustrado’, son los puntos polares, en los que se expresa la fórmula representativa ilustrada de ‘libertad’, ‘igualdad’ y ‘fraternidad’ frente a la fórmula distintiva postilustrada de ‘fragmentación’, ‘individualismo’ y ‘secularización’. El componente libertario de la modernidad se ha vuelto contra ella misma, pues liberarse de la modernidad es el sueño de la posmodernidad o, al menos, su pensamiento predilecto o pathos-motriz y el sueño de la modernidad es la liberación racional del sujeto. La Ilustración y todo su hiperventilado entusiasmo con que su programa/promesa comprometió, hoy suena a malestar respecto a sus modos y estilos, a su teoría y praxis: Se trata más bien de evaluar el grado de persistencia y adecuación de las conductas modernas (tanto teóricas como prácticas) en un contexto como el actual, más diferenciado y complejo, menos proclive al optimismo ilustrado. Para lograr tal propósito es preciso cobrar una cierta distancia. Eso es precisamente la postmodernidad: un lapso de indeterminación, un espacio para la interrogación irónica, una oportunidad para la interpretación. (Lanceros 2000:186) Lanceros introduce una clave interpretativa que tiene que ver con que la posmodernidad es el signo de una ‘impertinencia hermenéutica’, una entrada interpretativa que guiará la comprensión de la configuración moderna de la fisonomía epocal contemporánea. La posmodernidad sería el espacio abierto de la interpretación, pero ¿sobre qué? ¿Sobre la cultura, la sociedad, la religión, el arte, sobre el sujeto, la política, etcétera? Al parecer, sobre todo aquello y las relaciones interpretativas que surgen de ellas. Interpretar los modos de la modernidad, sus variaciones de tono con que se han ensayado sus himnos de avance y sus himnos de fracaso, tienen un elemento común, compartido y permanente: la idea de revolución. Una revolución en el entusiasmo del sujeto moderno ante la promesa pseudodivina de ‘ser como dioses’, de su orgullo cognoscitivo, de su esperanza en lo racional y de que esta esperanza depende de una modulación temporal ilimitada tanto en su realización como en su perspectiva histórica —el relato histórico-fundacional deviene mito de iniciación: “La historia queda convertida en proyecto, el hombre en permanente sujeto revolucionario, la filosofía en adecuado instrumento crítico” (Lanceros 2006:32). Se trata de la interpretación de revolución como ritual de ‘transubstancialización’ de la historia hacia ‘lo constantemente y siempre más nuevo’, es decir, de un pathos revolucionario de entusiasmo que, en la sobreabundancia de sus transformaciones y progresos, deviene en pathos globalizador de desánimo frente al fracaso de la promesa siempre aplazada, convenientemente prorrogada y consecuentemente desgastada: La modernidad ha recibido varias denominaciones. Cada una de ellas elige un rasgo y lo convierte en clave de bóveda de la construcción moderna: edad de la razón o de la ciencia, de la burguesía, de la industria o del capital. O ‘época de las revoluciones’. Si esta denominación es más acertada —más comprehensiva— es porque la revolución, su metáfora y su mito, su cuento y su cuenta (todavía pendiente, siempre pendiente), ha atravesado tiempos y ha colonizado espacios: ha habido revolución del pensamiento y del método, de la ciencia y de la técnica, revoluciones políticas y sociales, revolución industrial, revolución burguesa, revolución proletaria. Hasta una —interminable— revolución conservadora. Cada país tiene su revolución (algunos promiscuos, tienen varias), casi cada mes celebra una (marzo, julio, octubre…), casi cada estación: la magia de la revolución hace que incluso el invierno se convierta en primavera. (Lanceros 2005:41-42) En un giro propositivo sobre los nexos entre revolución y modernidad, sitúa el relato moderno de revolución como un mito que “se enuncia y se escribe. Se re-cita. Y la cita que retorna, que en cada recitado se renueva, es siempre la misma y siempre otra. Diferente y diferida [como la modernidad], crea espacio y da tiempo…, al tiempo [para recorrerlo como] un paisaje transitable” (Lanceros 2005:44) por los sujetos modernos que responden a un llamado, a una cita con la Revolución, y ella, “solícita y esquiva, no es que no llegue, es que no acaba de llegar” (Lanceros 2005:44). La revolución impone una mecánica de sentido y dirección que daba lugar y tiempo (Lanceros 2005:47) a la modernidad. La modernidad es un relato fundacional sobre las energías racionales que mueven al ser humano. Un nuevo espíritu inunda al sujeto moderno de razón como un todo por una “modernidad demasiado autosatisfecha” (Lanceros 2005:109) por el aplazamiento de su promesa de progreso, liberación, democracia que hace experimentar la dicotomía entre la “promesa de la razón” y la satisfacción de las “demandas de sentido” (Lanceros 2005:116), que expresan la incompatibilidad de discursos, criterios, esperanzas e ideas de la humanidad. La modernidad es un proceso cultural de cambio, de mutación, de metamorfosis en las disposiciones, las pautas normativas y/o descriptivas y en sus formas de producción y modos de vida. Es el ámbito de tensión entre el pasado, el presente y el futuro, que representa “el litigio entre lo viejo y lo nuevo —entre tradición y progreso, si se quiere—, forma parte del patrimonio, agónico y polémico, de la modernidad en todas sus fases” (Lanceros 2005:116), desde aquellas fundacionales y fortificadas hasta las actuales agónicas, cansadas y en crisis por el paso de un tiempo que le es esquivo: la modernidad contemporánea no es ya (o no es sólo) futuro y promesa; es ya pasado o es también pasado. Es ya herencia y testamento, es tradición y rutina. Es, tal vez como los viejos ídolos abolidos, residuo y superstición. Y también ella, como todo y como todos, es sometida a procesos de acoso y derribo; también ella es amenazada por disoluciones y evaporaciones, por licuefacciones y liquidaciones. (Lanceros 2005:163) La dinámica moderna se impone ante la resistencia del mundo —al menos en alguna proporción y lugar—, que en sus movimientos supera en velocidad a la misma y aleja a las ‘terminales’ o ‘estaciones’ de destino —libertad, igualdad, fraternidad—, fijándolas en sus espacios y en sus tiempos, mientras pasivas sufren las secuelas del movimiento incesante de este mundo. A este movimiento o conjunto de múltiples procesos, se ha denominado globalización, como un “conjunto de múltiples procesos que estratifican los movimientos —que estratifica por medio de movimientos—, que configura un mundo de distintas velocidades; un mundo en el que es un valor poder elegir la movilidad” (Lanceros 2005:165). Movilidad como estrategia de sobrevivencia o táctica de flujos acomodaticios en una modernidad que se presenta ‘reblandecida’, ‘desgastada’, ‘flexible’ y ‘adelgazada’ en sus estructuras ‘sólidas’. Si para Jameson la posmodernidad era sinónimo de capitalismo tardío, para Lanceros globalización es sinónimo de una modernidad que “desde sus inicios […] puede interpretarse como una verdadera revolución […] de la movilidad, los flujos, los intercambios y los desplazamientos: como la evaporación de todo lo sólido” (Lanceros 2005:166-167). Movilidad que no respeta límites ni supone ‘remanso’ de continentes de seguridad ni “mecanismos de seguridad y defensa, de protección y de estabilidad, que configuran un espacio —e instituían un tiempo— en que lo sólido y lo sólito (lo acostumbrado, lo habitual) se imponían a lo insólito, a lo insolente: a la penetración de lo extraño, de lo alógeno corrupto y contagioso, a la circulación de lo imprevisto y tal vez desestabilizador” (Lanceros 2005:167) que hiciera peligrar el decurso de su variación histórica: La modernidad […] destruyó, desde el principio (en todos los sentidos del término) muchas barreras, tanto horizontales como verticales. No sólo completó un proceso de ‘conquista planetaria’ sino que alteró las jerarquías tradicionales y problematizó las otrora invulnerables garantías religiosas. La palabra y la acción cambiaron de fundamento y de horizonte. Y el progresivo paso de la teo-logía a la tecno-logía propició otra historia de la salvación. No ya una teodicea sino una tecnodicea: de la que todavía parecemos devotos; o de la que ya hemos hecho apostasía. (Lanceros 2005:168) La modernidad es, en este sentido, modulación móvil de erosión y fragmentación de todo lo sólido, desarticulando los ‘bloques’, los ‘equilibrios’ y articulando las ‘fracturas’ sociales y culturales como también las estéticas. Nos referimos a la globalización en términos de ‘sombra’, de una lobreguez que dificulta la prosecución y seguimiento de los fundamentos ilustrados, de la vigencia del modelo —económico, social, político— estrangulando la prolongación del programa. Síntoma de una asfixia cuyo nudo es el mercado, metáfora presente y recurrente en la historia a la hora de interpretar la dicotomía entre poder y saber, entre tener y desear, entre compartir y pactar, pues el “mercado ha alcanzado una real hegemonía al instituirse como referente universal, en el momento en el que se ha convertido no sólo en ámbito, sino en conjunto hegemónico de fuerzas, es preciso reparar en todos los efectos que produce: demográficos y ecológicos, culturales, sociales y morales, políticos” (Lanceros 2005:178), que tiene como continente a una modernidad [que] ha sido el momento y la ceremonia de manumisión del mercado, en la teoría y en la práctica; y el comienzo de su hegemonía, de su penetración en todos los espacios de la sociedad y de su posición de dominio: la inauguración de una nueva aetas [tiempo vital] marcada, en estos momentos, por el declive de los ámbitos cultural y político y por la simultánea capacidad de decisión y creación —casi omnímodas— del mercado. (Lanceros 2005:182) La globalización —que “dice y hace [con un lenguaje propio y una acción] post-racional que no cabía en pre-visiones racionales de la modernidad en declive—“ (Lanceros 2005:212) se formula como Casino global (que expresa una nueva configuración en la era de la economía mundializadora, de las finanzas y de las informaciones) y la de fundamentalismo del mercado (que manifiesta la ideología que apuesta por un sistema de aperturas y clausuras interesadas financiadas con servidumbre, mano de obra barata, una docilidad e incondicional sumisión), manifiesta la ‘gran mentira’, la falacia de la autorregulación —neoliberal— que “parece bendecir, todavía, a un mercado de dimensiones globales que pretende operar más allá de toda regla; y la enigmática mano invisible parece ser la esquiva distribuidora de suertes que, como la lotería de Babilonia, no se cuentan en moneda sino que algunas se gozan y muchas se sufren en las biografías (y en las biologías) individuales y colectivas” (Lanceros 2005:184). El problema que surge tiene que ver con un eje de confianza —extremadamente ingenua— de la presunta autorregulación, que de manera hegemónica exige e impone reglas políticas a las estructuras estatales, deviene en red global informatizada con atribuciones de legislar, regular, autorizar y resolver los movimientos omnipresentes de manera interesada, pues “exige libertad y seguridad para sus propias transacciones [lo que produce] inseguridad y falta de libertad globales” (Lanceros 2005:184), exigencia que ha impuesto una semántica propia, un idiolecto que altera el significado de palabras como necesidad y justicia. O que reduce drásticamente el sentido de términos como libertad y seguridad. Ha delimitado el campo de lo posible y ha decretado imposibilidades teóricas y prácticas: empleo estable, atención sanitaria garantizada, escuela pública, subsidios de paro, enfermedad y jubilación, equilibrio ecológico. etc. (Lanceros 2005:185) ‘Imposibilidades’ que hablan de las aspiraciones sociales que las instituciones políticas debieran asumir como su objeto de pensamiento y acción: Son las teorías y las instituciones políticas las que han de garantizar el sentido pleno y la posibilidad práctica de la justicia, la libertad, la igualdad y la seguridad. Y han de garantizarla frente a la acción disolvente del mercado (y su fundamentalismo particular), que erosiona cualquier sistema de garantías, y frente a la reacción redentora de otras instancias (culturales, nacionales, religiosas) que se ofrecen como cobijo alternativo a la intemperie, como cimiento, clausura y cerco desde los que resistir a las mareas ocasionadas por los flujos globales. (Lanceros 2005:185) El lugar que debe ocupar la política —aquella de la co-acción y de la ob-ligación—, es entre la ‘acción disolvente del mercado’ y la ‘reacción absorbente de los refugios identitarios’. Una política consciente de su propia in-trascendencia, es decir, de su falibilidad, contingencia y artificialidad: En el mundo de la economía globalizada y de las culturas localizadas, es la política la que corre el riesgo de caer abatida entre el fundamentalismo del mercado y los varios fundamentalismos comunitarios. Es también la política la única esfera potencialmente abierta al concurso de todos: sin previa declaración de patrimonio, sin previa profesión de fe. (Lanceros 2005:190) La modernidad, decíamos más arriba, es la modulación de un nuevo ‘dogmatismo’, cuya profesión es el progreso y cuya misión es la sustitución de lo trascendental por lo inmanente, lo teo-lógico por lo epistémico, lo criatural por lo subjetivo. Sustitución basada en relatos eminentes que pretenden descripción ‘objetiva’ del mundo y sus procesos, de la realidad natural, histórica y social. Pero, a la vez e indisociablemente, son portadores de esperanzas y miedos colectivos: sobre ellos descansan (o se con-mueven) las posibilidades de la autopercepción individual y colectiva. [Además estos relatos] se pretenden totales y absolutos [como] verdades omnicomprensivas y omniexplicativas. [Finalmente y en una] aparente contradicción con las anteriores, es que esos relatos y sus categorías rectoras han llegado a nuestra modernidad tardía y cansada desgastados y heridos. Las viejas devociones modernas, las que fueron defendidas con la ira sagrada en sus prolegómenos, han experimentado una (quizá inevitable) degeneración. Se cumple en ellas una especie de constante histórica: las creencias toman en sus inicios un decidido impulso que las confiere forma de epopeya, sufren una inflexión crítica que hace de ellas tragedia, y finalmente padecen un desgaste que acaba convirtiéndolas en parodia. (Lanceros 2005:195-196) Con este ‘dogmatismo’, Lanceros se refiere a aquellas instituciones, hábitos y narraciones adquiridos por la modernidad, pues esta “heredó todo menos la fe […] incondicional que aseguraba [para] tales instituciones, hábitos y narraciones la hegemonía o el monopolio normativos. La epopeya moderna se inicia en ese ‘todo’ y en ese ‘menos’” (Lanceros 2005:197). En esta operación se expresa la clave de la distancia, de la identidad y de la diferencia con que se piensa la modernidad crepuscularmente. En el caso de la modernidad, la ‘fe en la razón’ y en sus prolongaciones funcionales, se han vuelto vulnerables a la réplica histórica, perdiendo reservas para su universalidad y normatividad, despoblando el ‘paraíso de las profecías racionales’ o ‘ideales de la razón’ moderna, dejando el terreno preparado —al menos eso es lo que esperamos filosóficamente— a la interpretación y a la crítica, acciones y actitudes que remiten a la pregunta por el sentido en cuanto “sentido-de-ser” (Lanceros 2005:202): La pregunta, históricamente desplegada nos obligaría a la elaboración de una ‘arqueología’ […] que mostrara los desplazamientos del fundamento en el lenguaje, las instancias que han ocupado el centro del pensamiento y del discurso y a las que se habría confinado, o de las que se habría demandado, una embajada de sentido. Así la naturaleza (physis la llamaban los griegos) en los albores del decir filosófico que todavía hoy nos convoca. Así el dios, como condensación y desplazamiento del sentido (sentido de la vida, sentido del mundo, sentido-de-ser), como metáfora y metonimia; o la razón en la época moderna, último avatar de un logos que no admite en su cometido de dar sentido a lo que hay y a lo que en el haber deviene. (Lanceros 2005:202) Tales representaciones de sentido, hegemónicas, totalizadoras, también fueron sometidas a escrutinio crítico, y hoy nos evocan e interpelan la certeza de que el sentido administrado por la globalización lo hace un sistema presuntamente autorregulado por su propia lógica de desarrollo, generando su propia necesidad y universalidad, bajo la configuración de una alianza entre economía y tecnología. Ambas detentan la pretensión de delimitar, definir el espacio lógico y legal con un despótico dialecto que construye realidad —mundo— y se alza como una re-configuración del ser, del pensamiento y de la acción: Configuración del ser y trama de sentido. Eso pretende ser la tecnología, elevada al rango de razón universal, de razón y sentido de(l) todo. O, más bien, la coalición tecnológico-económica. A la ontoteología [un mundo de valor y sentido determinado por Dios…] y la ‘onto-ratiología’ moderna [un mundo de valor y sentido determinado por la razón], sucedería ahora una ontotecnología. Una época en la que las categorías del pensar-decir (en expresión de E. Trías) técnico definirían la realidad y conferirían legitimidad tanto al discurso como a la acción. (Lanceros 2005:204) Lanceros, por medio del uso de la expresión ‘saber quién manda’, posiciona el antiguo problema de arché griego, del fundamento y del principio en esta nueva reconfiguración paradigmática abierta por la tecnología: saber quién manda es saber quién impone los lenguajes, quién determina y define, quién impone los modos y las modas; Dios o la naturaleza, la razón o la técnica. En esta exigencia identitaria, la modernidad tiene un protagonismo central —no de nostálgica reacción, pues las innovaciones son aún más radicales que las incorporadas por la modernidad inaugural—: “La tecnología (y la economía que la protege y la ampara) no es una mera secuela de la razón moderna; constituye una nueva disposición del pensar, el decir y el actual” (Lanceros 2005:206). Si la industria y la técnica, la mecanización y la tecnificación, fueron las figuras con que la razón moderna articuló al logos como instrumento de decisión de fines, la tecnología levanta una suerte de reino o dominio en el que se destaca la lógica y el formalismo, como estructuras de pensamiento donde se determinan los medios —aspecto teórico— conceptuales, las operaciones, los cálculos, y las relaciones y encadenamientos necesarios para establecer la verdad. Este aspecto teórico reduce el pensar humano a un instrumento organizador. Además, se alza el reino de la técnica que determina los medios físicos (aspecto práctico) con el fin de alcanzar concretamente un objetivo. De este aspecto práctico se reduce la acción humana a un trabajo técnico organizado. La cuestión es que la tecnología se impone como un “conjunto de discursos y prácticas que tiene pretensiones de radical autonomía; y pretensiones de totalidad explicativa y tal vez normativa [y lo hace] en el momento en el que la fe en la razón se desvanece como tal fe, en el momento en que ya no promueve el múltiple impulso entusiasta” (Lanceros 2005:209). La modernidad se ve extralimitada, pues el curso de lo técnico se emancipa de su misión instrumental, creando su propio discurso y lógica, colonizando espacios, instaurando una nueva realidad, imponiendo un nuevo lenguaje y, con él, una nueva interpretación del mundo y de nosotros mismos. Un lenguaje que “interpreta lo real, que lo crea. Lenguaje ontológico (ontotecnológico) que hace ser” (Lanceros 2005:211), es decir, espacios de comunicación y ámbitos de acción. Este lenguaje —cosmovisión o visión de mundo—, este tecno-dialecto que fluye en la economía planetarizada con su lógica de expansión en red de mercado, hablan de una “totalización postracional que no cabía en las pre-visiones racionales de la modernidad en declive” (Lanceros 2005:212). Este declive de la modernidad es el retiro de la modernidad, es el repliegue suspensivo de la época de la razón, dando paso a la creatividad vertiginosa de la globalización que escribe la realidad y el horizonte con caracteres tecnológicos. Escritura de un nuevo discurso o relato fundacional con el cual el ser humano se comprende y comprende su entorno, a partir de un nuevo “lenguaje-mundo, de un relato-sentido, y no de una suma, o incluso de una multiplicación de las posibilidades pragmáticas del paradigma moderno y de todos su sintagmas” (Lanceros 2005:222). La tecnología no sólo transforma el mundo material, sino que los discursos comprensivos (ahora en tensión analítica e interpretativa) de tal transformación y, por ende, cambia los medios y los fines a los que aspirar. La tecnología con su poder de explicación e intervención, es la ‘racionalidad concreta’ como poder-hacer ser que ha reemplazado a la moderna razón carismática, vinculante y universal, imponiéndose como figura del logos. La globalización, en fin, fusiona mercado y tecnología, sistemas económicos y simbólicos, trasferencias racionales y comunicativas, esferas de pensamiento y de acción, de resistencia y de obediencia. En fin, opera la ilusión tecnocrática (ahora tecnoeconómica) de un mundo organizado burocráticamente por una racionalidad traducida en imagen colectiva de la verdad, de la objetividad, y que ha terminado por enterrar los discursos revolucionarios de la modernidad jovial, que ahora desgastada y cansada, ve como se instala un lenguaje global de “dominación sin participación, de […] legalidad sin legitimidad” (Lanceros 2005:234). Nos referimos a la tardomodernidad como una plataforma de sostenimiento del modo anoréxico de la modernidad, que hace referencia a un caminar noctámbulo de la revolución, del sentir trasnochado del torbellino social inaugurado por la Ilustración y que la revolución que instala la época o era moderna, reposa en un movimiento de inercia, no inerte ante las tensiones del sistema tecnoeconómico de la globalización. Nosotros, lectores apostatas de los relatos modernos y de las profecías post-modernas, in-creídos ya de sus promesas, buscamos la comprensión del corpus y nervatura modernas y de su significado vacante, vacilante, y como tal, planteamos la pregunta descolocadora sobre sus voces, sus máscaras, sus figuras y sus símbolos anacrónicos en sus tiempos, pero sincrónicos y simultáneos para una topo-grafía, topo-logía y tipo-logía de la modernidad, para que nos hablen de su sentido, de sus proporciones y promociones, modelos y diseños, certezas y errores, de sus pendientes y acabadas facetas. Referencias bibliográficas Benjamin, Walter, 1990. Discursos Interrumpidos I. Buenos Aires: Taurus. Berman, Marshall, 1988. Todo lo Sólido se Desvanece en el Aire. La Experiencia de la Modernidad. Madrid: Siglo xxi. Lanceros, Patxi, 1994. La modernidad cansada. Madrid: Libertarias. _____, 1997. La herida trágica: el pensamiento simbólico tras Hölderlin, Nietzsche, Goya y Rilke. Barcelona: Anthropos. _____, 2000. Verdades frágiles, mentiras útiles. Éticas, estéticas y políticas de la postmodernidad. Bilbao: Hiria. _____, 2005. Política mente. De la revolución a la globalización. Barcelona: Anthropos. _____, 2006. La modernidad cansada. Y otras fatigas. Madrid: Biblioteca Nueva. Lyon, David, 1996. Postmodernidad. Madrid: Alianza. ____________________________________________________________ * Doctor (c) Universidad de Deusto-Bilbao, España; Académico e Investigador externo Universidad Alberto Hurtado. E-mail: fvergara@uahurtado.cl ----------------------------------------------------------------------------------------------- © Fernando Vergara Henríquez © Revista Lindaraja; nº 13, noviembre de 2007
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