REALIDAD Y FICCIÓN                                                                          LECTURA, COMENTARIO, CREACIÓN Escríbenos

Volver a la página principal

--------

 

 

Volver a   Lengua y  Literatura

 

 

Doña Inés

Azorín

 

Capítulo XXVII

OBSESIÓN (ELLA)

 

 

RECOSTADA en un sofá, contempla el cielo desde el hondo de la estancia Doña Inés. El cielo se divisa por el balcón abierto de par en par. El azul pálido -en esta hora del crepúsculo vespertino- se va entenebreciendo poco a poco. Un espejo, en una de las paredes, refleja vagamente la débil claridad. En el cielo relumbra estrella de la tarde. ¿Se podrá revivir la juventud en Hesperus? El lucero vespertino es un mundo simi­lar al nuestro. La juventud no retornará tampoco en ese astro. Si pudiéramos trasladarnos a esa estrella,  no notaríamos apenas cambio en nuestra vida; el peso de nuestro cuerpo sería un poco menor que en la Tierra. La luz del crepúsculo va menguando, es más brillante n el cielo negruzco el fulgor del astro. ¿Habrá con­gojas de amor en Hesperus? "La observación de ese mundo vecino -dice un astrónomo- es sumamente difícil. El disco brillante como una bola de nieve se muestra siempre de una blancura cegadora y' es reviso observarlo en pleno día si queremos percibir algunos pormenores". Doña Inés tiene la mirada puesta en la estrella brillante. Lentamente el astro va ascendiendo por la inmensa concavidad cerúlea. El cuadrado de luz evanescente del espejo responde en las tinie­blas de la sala al cuadrado pálido del balcón. La ima­nación finge en la estancia unas manos varoniles que avanzan. Se siente estremecida hasta lo íntimo de su ser la dama. El brazo de Doña Inés se apoya en un brazo; grata sensación de fortaleza entra en el espíritu de la señora. Nada interrumpe el silencio. A la dulce languidez de antes ha sucedido un indecible enardeci­miento. Los labios de una faz se contraen: lucen los ojos azules. Entre el fulgor mortecino del espejo y el del cielo resalta lo rubio de una sedosa melena. La estrella está ya junto al dintel del balcón. ¿Se podrá revivir la juventud en el brillante lucero? Los labios han avanzado. En los labios de la dama se posan. Ya no refleja nada el espejo. La luz diurna se ha desva­necido. Sobre los labios de Doña Inés se apoyan otros labios. El beso es largo y apasionado. ¿Habrá en la estrella vespertina cuitas de amor? El astro rutilante ha desaparecido del cuadrado negro del balcón.

________________________________________________________________

________________________________________________________________

 

PLÁCIDA, ENFERMA. Capítulo 46 de

Doña Inés. Azorín

 

                En una inmensa mañana gris están enredados los pen­samientos y las cosas. La luz gris entra por los borrosos vidrios. No luce apenas el cuadro alto y ancho de los vanos. Llueve desde la madrugada. En la estancia re­salta la banda blanca del rebozo de la cama en la mate claridad. El agua chorrea de rama en rama sobre las hojas tersas, en los árboles. Se escucha en el silencio el son pausado, rítmico, de las goteras en la casa. La cara de Plácida, casi oculta en el rebozo de la cama, está vuelta obstinadamente hacia la, pared. Puertas y ventanas están cerradas. Comienza a amarillear en la arboleda la hojarasca. […]

 El día no avanza. Se ha detenido el tiempo; sentimos profunda­mente tupido el cerebro. Deseamos sumirnos en las cosas, en la materia eterna, no sentirnos vivir. Nuestro pensar, entre lo gris del ambiente, se torna inconcreto y vago como la niebla. La voz de Doña Inés suplica "¡Plácida, Plácida, yo no le quiero; será tuyo!" Y el sollozo intercadente de la gota sobre el agua, cayendo desde lo alto, se entra en el espíritu. Lenta e informe avanza la niebla. De recuadro en recuadro, por los cris­tales, se derrama el agua, como llorando. Los anchos vanos que dan al campo son de ceniza. El espejo re­fleja opacamente lo ceniciento. Los árboles están me­dio envueltos en polvareda de ceniza. El ambiente en la casa es denso. Han llegado los sones de lejanas cam­panas. No sabemos si existe la ciudad y existe el mun­do. Dudamos de la existencia de la materia. Todo es impalpable, gris y de ensueño. Sopor indefinible para­liza los pensamientos. La cara de Plácida está tercamente vuelta hacia el muro. Y la voz de Inés, susurran­te, dice, mientras las manos se crispan y el corazón siente suprema angustia: "¡No le quiero, no le quie­ro!" De lo ceniciento de la niebla comienzan a emer­ger en el campo los finos álamos verdes.

 

 

 

 

 

 

 

 

--------------------------------------------------------------------------------------------

 

Foro de Realidad y ficción

www.realidadyficcion.org

www.filosofiayliteratura.org