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La verdad sobre el caso Savolta

(fragmento)

p. 283 y ss.

 

Nos casamos una mañana primaveral a principios de abril.

¿Por qué? ¿Qué me impulsó a tomar una decisión tan alocada? Lo ignoro. Aun ahora, que tantos años he tenido para reflexionar, mis propios actos siguen pareciéndome una incógnita. ¿Amaba a María Coral? Supongo que no. Supongo que confundí (mi vida es una incesante y repetida confusión de sentimientos) la pasión que aquella joven sensual, misteriosa y des­graciada me infundía, con el amor. Es probable tam­bién que influyera, y no poco, la soledad, el hastío, la conciencia de haber perdido lastimosamente mi ju­ventud. Los actos desesperados y las diversas formas y grados de suicidio son patrimonio de los jóvenes tris­tes. Inclinaba, por último, el fiel de la balanza la in­fluencia de Lepprince, sus sólidas razones y sus per­suasivas promesas.

Lepprince no era tonto, advertía la infelicidad en su entorno y quería remediarla en la medida que le permitían sus posibilidades, que eran muchas. Pero no conviene exagerar: no era un soñador que aspirase a cambiar el mundo, ni se sentía culpable de los males ajenos. He dicho que acusaba en su interior una cier­ta responsabilidad, no una cierta culpabilidad. Por eso se decidió a tendernos una mano a María Coral y a mí. Y ésta fue la solución que juzgó óptima: María Coral y yo contraeríamos matrimonio (siempre y cuan­do, claro está, mediara nuestro consentimiento), con lo cual los problemas de la gitana se resolverían del modo más absoluto, sin mezclar por ello el buen nom­bre de Lepprince. Yo, por mi parte, dejaría de traba­jar con Cortabanyes y pasaría a trabajar para Lep­prince, con un sueldo a la medida de mis futuras ne­cesidades. Con este sistema, Lepprince nos ponía a flote sin que hacerlo supusiera una obra de caridad: yo ga­naría mi sustento y el de María Coral. El favor prove­nía de Lepprince, pero no el dinero. Era mejor para todos y más digno. Las ventajas que de este arreglo sacaba María Coral son demasiado evidentes para de­tallarlas. En cuanto a mí, ¿qué puedo decir? Es segu­ro que, sin la intervención de Lepprince, yo nunca ha­bría decidido dar un paso semejante, pero, recapaci­tando, ¿qué perdía?, ¿a qué podía aspirar un hombre como yo? A lo sumo, a un trabajo embrutecedor y mal pagado, a una mujer como Teresa (y hacer de ella una desgraciada, como hizo Pajarito de Soto, el po­bre, con su mujer) o a una estúpida soubrette como las que Perico Serramadriles y yo perseguíamos por las calles y los bailes (y deshumanizarme hasta el ex­tremo de soportar su compañía vegetal y parlanchina sin llegar al crimen). Mi sueldo era mísero, apenas si me permitía subsistir; una familia es costosa; la pers­pectiva de la soledad permanente me aterraba (y aún hoy, al redactar estas líneas, me aterra...).

-La verdad, chico, no sé qué decirte. Tal como lo planteas, en frío...

-No hace falta que me descubras grandes verda­des, Perico, sólo quiero que me des tu opinión.

Perico Serramadriles bebió un trago de cerveza y se limpió la espuma que había quedado adherida a su bigote incipiente.

-Es difícil dar una opinión en un caso tan insóli­to. Yo siempre he sido del parecer de que el matrimo­nio es una cosa muy seria que no se puede decidir a las primeras de cambio. Y ahora tú mismo dices que no sabes con seguridad si estás enamorado de esa chica.

-¿Y qué es el amor, Perico? ¿Has conocido tú el verdadero amor? A medida que pasa el tiempo más me convenzo de que el amor es pura teoría. Una cosa que sólo existe en las novelas y en el cine.

-Que no lo hayamos encontrado no quiere decir que no exista.

-Tampoco digo eso. Lo que te digo es que el amor, en abstracto, es un producto de mentes ociosas. El amor no existe si no se materializa en algo corporal. Una mujer, quiero decir.

-Eso es evidente -admitió Perico.

-El amor no existe, sólo existe una mujer de la que uno, en determinadas circunstancias y por un pe­ríodo de tiempo limitado, se enamora.

-Vaya, si lo pones así...

-Y dime tú, ¿cuántas mujeres se cruzarán en nues­tra vida de las que podamos enamorarnos? Ninguna. Todo lo más, planchadoras, costureras, hijas de po­bres empleados como tú y como yo, futuras Dolore­tas en potencia.

-No veo por qué ha de ser así. Hay otras.

-Sí, ya lo sé. Hay princesas, reinas de la belle­za, estrellas de la pantalla, mujeres refinadas, cultas, desenvueltas... Pero ésas, Perico, no son para ti ni para mí.

-En tal caso, haz como yo: no te cases -decía el muy retórico.

-¡Fanfarronadas, Perico! Hoy dices esto y te sien­tes un héroe. Pero pasarán los años estérilmente y un día te sentirás solo y cansado y te devorará la primera que se cruce en tu camino. Tendréis una docena de hijos, ella se volverá gorda y vieja en un decir amén y tú trabajarás hasta reventar para dar de comer a los niños, llevarlos al médico, vestirlos, costearles una deficiente instrucción y hacer de ellos honestos y po­bres oficinistas como nosotros, para que perpetúen la especie de los miserables.

-Chico, no sé..., lo pintas todo muy negro. ¿Tú crees que todas son iguales?

Me callé porque había pasado ante mis ojos el re­cuerdo ya enterrado de Teresa. Pero su imagen no cam­biaba mis argumentos. Evoqué a Teresa y, por prime­ra vez, me pregunté a mí mismo qué había represen­tado Teresa en mi vida. Nada. Un animalillo asusta­do y desvalido que despertó en mí una ternura inge­nua como una anémica flor de invernadero. Teresa fue desgraciada con Pajarito de Soto y lo fue conmi­go. Sólo recibió de la vida sufrimientos y desengaños; quiso inspirar amor y recogió traiciones. No fue cul­pa suya, ni de Pajarito de Soto, ni mía. ¿Qué hicie­ron con nosotros, Teresa? ¿Qué brujas presidieron nuestro destino?

Finalizados los entremeses, el entrante, el pescado y las aves, la fruta y la repostería,- los comensales aban­donaron la mesa. Los hombres resoplaban y palmea­ban sus tripas con alegre resignación. Las señoras se despedían mentalmente de los manjares que habían re­chazado con esfuerzo, disimulando su avidez bajo un rictus de asco. La orquesta ocupaba ya su posición en la tarima y entonó los primeros compases de una mazurca que nadie bailó. La conversación, largo rato suspendida, volvió a generalizarse.

Lepprince buscó a Pere Parells entre la concurren­cia. Durante la cena lo había estado observando: el viejo financiero, taciturno y enfurruñado, apenas pro­baba bocado de los platos que le ofrecían y contesta­ba con secos monosílabos a las preguntas que le diri­gían sus vecinos de mesa. Lepprince se puso nervioso e interrogó con la mirada a Cortabanyes. Desde el otro extremo de la mesa el abogado le respondió con un gesto de indiferencia, quitando importancia al asun­to. Terminada la cena, éste y Lepprince se reunieron.

-Ve, ve ahora -dijo el abogado.

-¿No sería mejor esperar otro momento? En pri­vado, tal vez -insinuó Lepprince.

-No, ahora. Está en tu casa y no se atreverá a dar un espectáculo delante de todo el mundo. Ade­más, ha comido poco y ha bebido más de lo que tiene por costumbre. Le sacarás lo que sabe y eso nos con­viene. Ve.

Lepprince localizó a Pere Parells cerca de la or­questa, solo y sumido en reflexiones. El viejo finan­ciero estaba pálido, le temblaban ligeramente los la­bios descoloridos. Lepprince no supo si atribuir aque­llos síntomas a la irritación o a los trastornos digesti­vos propios de la edad.

-Pere, ¿te importaría concederme unos minutos? -dijo el francés con humildad.

El viejo financiero no hizo el menor esfuerzo por ocultar su enfado y dio la callada por respuesta.

-Pere, lamento haber estado un poco brusco con­tigo. Estaba nervioso. Ya sabes cómo andan las cosas últimamente.

Pere Parells dijo sin volverse a mirar a su interlo­cutor:

-¿De veras lo sé? Dime, ¿cómo andan las cosas?

-No te cierres a la banda, Pere. Tú lo sabes me­jor que yo.

-¿Ah, sí? -repitió el viejo financiero sin aban­donar el sarcasmo.

-Desde que acabó la guerra hemos entrado en un bache, de acuerdo. No sé cómo vamos a resolver los problemas, pero estoy convencido de que los resolve­remos. Siempre hay guerras. No creo que haya moti­vos de inquietud si todos permanecemos unidos y co­laboramos en la reestructuración de la empresa.

-Querrás decir, si colaboramos contigo, claro.

-Pere -insistió Lepprince pacientemente-, tú sa­bes que ahora más que nunca necesito de tu ayuda, de tu experiencia... No es justo que me atribuyas a mí solo la responsabilidad de lo que pueda ocurrir. Al fin y al cabo, ¿qué culpa tengo yo de que hayan ganado la guerra los americanos? Tú eras aliadófilo...

 

 

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