Una
mañana de verano del 59, paseando mi hija y
yo por el Retiro, al cruzar por el trecho
que separaba el quiosco de la música del
antiguo escati de baldosines, oí de
pronto unas voces que venían de entre los
árboles, en las que reconocí el falsete
característico de los actores de guiñol.
En mis
tiempos era muy difícil encontrar un padre
joven, medianamente instruido, que, en el
trato con sus hijos, no se creyese un
pedagogo consumado. Ella no había cumplido
los tres años y medio, y no podía haber
reconocido aquellas voces, porque nunca
había asistido a un espectáculo de guiñol ni
a ningún espectáculo en absoluto. Así que su
ignorancia me dio tiempo de dudar: ¿la llevo
o no la llevo?
Y aquí no
es necesario recordar hasta qué punto la
cuestión de la conveniencia o inconveniencia
pedagógica, social y hasta política de los
espectáculos públicos en general ha sido en
Occidente un asunto moral que se remonta
cuando menos a Platón.
Tal
tradición moral no me era ajena, porque los
hombres cambian o querrían cambiar, pero las
instituciones, y entre ellas los
espectáculos, permanecen perversamente
idénticas. Pero ya se sabe que la situación
concreta suele ablandar las doctrinas
profesadas, y ella solía mostrarse muy
agradecida ante cualquier novedad. Estábamos
a no más de unos quince metros de las
primeras líneas de castaños de detrás de las
cuales venían aquellas voces; yo la tenía
cogida por la mano y le dije: “Ven; vamos al
teatro”.
Naturalmente, la función -una pieza de reír-
estaba ya más que empezada, pero ella entró
al instante, sin un punto de asombro, en su
propio ser, riendo ya con la primera frase
de la manera más natural del mundo, donde lo
que se me hacía más sorprendente era que no
considerase necesario preguntarme
absolutamente nada. Fui yo el que tuve que
preguntarme para mis adentros: “¿Pero qué
clase de espectáculo está viendo esta
criatura?”: Hemos llegado con la obra ya
empezada o avanzada, y ella se está riendo y
divirtiendo con cada paso -o frase- como una
unidad que se bastase a sí misma sin un
contexto del que tomase significación; una
unidad completa dentro de sí, que no se
cumplía como un eslabón dentro de una cadena
causal con un antes y un después. Pero eso
no comportaba para ella ninguna deficiencia
o insuficiencia, sino, por el contrario, una
autosuficiencia de la significación del puro
decir en sí, emancipado de cualquier
impleción en un campo de sentido.
He
elegido justamente la palabra “campo”, para
servirme de la analogía metafórica que
ofrece la noción “de campo magnético”. Así
como un puñado de virutas de hierro que
yacen inertes e independientes las unas de
las otras se erizan de pronto y se disponen
y orientan todas ellas en un único sentido
bajo la acción del campo magnético de un
imán, de análoga manera el “campo de
sentido” de la contextualidad lingüística
apresa y orienta las significaciones en un
único sentido; y es esta orientación unívoca
y bien determinada lo que produce lo que
llamamos un “argumento”.
Faltaba,
pues, totalmente, un argumento, pero, sin
éste, había para ella otra cosa
completa, que se colmaba plenamente y aun se
hacía perceptible precisamente liberada del
sentido. En un texto antiguo señalaba yo la
acción deletérea del sentido, cuando venía
forzadamente impuesto. Decía así: “Cuando no
queda ningún dato gratuito, ninguna
ramificación que no revierta al texto
motivante y motivado, ninguna circunstancia
que no ejerza su estricta determinación
causal, aparece invertida la relación entre
facticidad y sentido, con el efecto de que
la primera, que había de ser justamente lo
explicado, queda desnaturalizada y
convertida en ilusoria, como un mero soporte
sensorial de su propia explicación: el
qué no es ya más que el fantasma o el
ruido del porqué”. (Hasta aquí la
cita). La idea era la de que el sentido
anula la contingencia de los hechos, los
despoja de su facticidad y los degrada a
datos.
Aristóteles, en su defensa del argumento,
percibe claramente el achaque de la
historia: su deficiencia en conexiones
lógicas; pero al preferir el tipo de
argumento que aporta la ficción, siempre
mejor o peor trabado, y apagar la
contingencia, parece buscar la paz del alma,
eligiendo, frente a la turbadora turbulencia
de los hechos, la limpia e inteligible
consecuencia lógica. El amor a la
consecuencia o congruencia se revela como un
sedante estético: al estridente, rayante,
chirriante, incomprensible, zumbido y
frenesí de un mundo malo, todos prefieren la
música. Así Aristóteles, hijo de médico,
recetaba la medicina de la racionalidad de
una forma que no era más que un placebo
frente a un mundo que seguía imperando como
pura sinrazón. En su Estética, a
despecho de su inmenso talento, Aristóteles
era ya un buen burgués, que prefería la
injusticia al desorden. Siguen, pues, la
doctrina aristotélica los autores que dicen
que la ficción revela mejor que la crónica
la naturaleza de los hechos. Hasta un
político ideólogo que dice “hay que ser
consecuentes”, busca un arreglo estético. La
tan elogiada “consecuencia” es, a menudo,
vanidad ideológica.
Salíamos
ya por la cancela del Retiro y la niña me
dio un indicio más de cómo no importaba nada
la falta de argumento: venía la mar de
divertida con cierto personaje, del que
repitió una frase, y con un curioso error:
“No me des más en la cabeza, que la tengo
muy dolorosa”. Comprendí que la frase se
bastaba a sí misma como manifestación. Sí,
“manifestación” era la palabra. Parecerá
mentira, pero sólo aquella mañana se me
reveló que la pura manifestación era una
función independiente, autónoma,
autosuficiente de la lengua, y que, en
aquella pieza de reír, el argumento no era
más que un soporte pretextual destinado a
dar pie para que los personajes se
manifestaran.
Esto me
remitió enseguida a los personajes de tebeo:
de éstos se recordaba vivazmente la
manifestación, ¿pero quién podía acordarse
de algún argumento? A la llamada del
paradigma “personajes de manifestación”
empezaron a bajar de las montañas -y
específicamente de la literatura de reír-
los personajes de tebeo, los payasos del
circo, Charlot, los distintos repartos de
marionetas italianas o francesas, con
nombres permanentes, y, por supuesto, Don
Quijote y Sancho Panza.
Sólo años
después llegó a mis manos el ensayo de
Walter Benjamin Destino y carácter.
Aquí, lo primero que hace el autor es
separar netamente ambas nociones y sobre
todo su conexión, al parecer originariamente
derivada de una oscura interpretación de una
oscura sentencia de tres palabras de
Heráclito el oscuro. Al cabo de lo cual,
cita una frase de Nietzsche, que me fue
decisiva; ésta: “El que tiene carácter tiene
también una experiencia que siempre vuelve”.
“Y esto significa -comenta Benjamín- que si
uno tiene carácter, su destino es
esencialmente constante; lo cual, a su vez,
significa -y esta consecuencia ha sido
tomada de los estoicos- que no tiene
destino”.
A la
anécdota semanal del personaje de tebeo la
llamamos “historieta”, casi como queriendo
recortarle o rebajarle la cualidad de
historia, que comportaría un argumento.
La historieta no es más que un argumentillo
ocasional, que se tira después de usarlo, o
sea, de haber servido de catalizador de la
manifestación y lo que se manifiesta es el
carácter. Ha habido personajes de
manifestación, o digamos ya “de carácter”,
cuyo carácter se cumplía plenamente en el
ámbito visible. El genio máximo ha sido
Charlot, que anduvo ya sobrado con el cine
mudo. Pero en la escritura nunca bastará la
descripción del gesto, y será la palabra
dicha por el personaje, la palabra plena,
significante, holgada, la que traiga en sí
misma el componente más completo y más
específicamente humano de la manifestación
del carácter.
Así
habían sabido verlo los lectores de la
primera parte del Quijote, según el
testimonio del bachiller Sansón Carrasco, en
uno de los primeros capítulos de la segunda
parte, cuando a preguntas del propio Don
Quijote sobre si el autor promete una
segunda parte, contesta que hay quienes no
la esperan ni la desean, pero que otros
decían: “Vengan más quijotadas, embista Don
Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo que
fuere, que con eso nos contentamos”. Y aquí,
dado que aunque Sansón Carrasco esté
hablando dentro de la novela sabemos que es
una noticia que Cervantes mete desde fuera
de ella, no puedo por menos de encarecer la
importancia capital de ese “hable Sancho
Panza”, como un testimonio revelador de
hasta qué punto los lectores de la primera
parte habían reconocido clarividentemente a
Sancho Panza como un personaje de
manifestación, o sea, como un personaje de
carácter. Por supuesto que también lo es Don
Quijote, pero bajo una condición
peculiarísima que enseguida se verá.
La
manifestación del carácter en su plenitud,
que es igual que decir “en su gratuidad”, es
privilegio eminente de la comedia. La
palabra “drama” quiere decir precisamente
“acción”, y es la acción, la acción con
sentido, la proyección de intenciones y
designios, los trabajos racionalmente
dirigidos al logro de los fines, lo que
constituye un “argumento” en el sentido
fuerte, y no pertenece por lo tanto al orden
del carácter, sino al orden del destino.
“Hermano,
este día no es de aquellos sobre quien tiene
juridición la hambre, merced al rico
Camacho. Apeaos, y mirad si hay por ahí un
cucharón y espumad una gallina o dos y buen
provecho os haga”. Tal es la respuesta que
recibe Sancho Panza de uno de los cocineros
de Camacho, cuando al acercarse a los fuegos
de una gran cocina extendida en el suelo al
aire libre, viendo toda aquella abundancia,
“tutta quella grazia di Dio” -como habría
dicho un italiano-, saca un mendrugo de pan
y le pide al cocinero, “con corteses y
hambrientas razones” tal como dice
literalmente el texto, que le permita
mojarlo en la salsa de una de las ollas.
Estamos en el momento culminante de toda la
novela, en su punto solar.
Y de una
manera más manifiesta que en ningún otro
pasaje, la prosa de Cervantes se deja
blandamente suscitar y conducir por la
atmósfera de la fiesta y la abundancia
hallando las palabras que concuerdan con la
manera, con el gesto, con la luz en que
aparecen, o vislumbramos que tendrían que
aparecer, las cosas en el orden del carácter
en el reino de los bienes, en el tiempo
consuntivo, allí donde la juridición de la
hambre ha quedado suspendida: “Y mirad si
hay por ahí un cucharón y espumad una
gallina o dos y buen provecho os haga”. Así,
abandonado, tirado por ahí, entre el
desorden y la confusión de lumbres y
calderos, debe de haber algún cucharón, que
ni siquiera llega a ser “EL cucharón”,
porque sólo se tiene idea de que alguno
había o tendría que haber o parece verosímil
que lo haya. Las cosas huelgan sueltas,
desligadas las unas de las otras, yacen
desperdigadas sin que nadie las tenga
sometidas a control. Lo mismo vale para “una
gallina o dos”, porque dos gallinas son una
gallina, y una gallina dos gallinas son; los
bienes no tienen cuenta; si se usa el
número, una gallina o dos, es sólo porque
vienen en cuerpos discontinuos, pero en la
indiferencia, en esa misma dejadez del “una
o dos”, el propio número se anula
virtualmente, incoando un continuo “gallina”
tal vez un poco a la manera de aquel “tigre
continuo” que inventó el talento de Jorge
Luis Borges. Mas no son todos los tiempos
unos.
En la
“juridición de la” hambre, en el tiempo
adquisitivo, de los valores, en el orden del
destino, rige el principio burocrático de
“un sitio para cada cosa y cada cosa en su
sitio” y es intolerable que el cucharón no
esté donde tiene que estar. Las gallinas,
por su parte, están contadas,
contabilizadas, controladas, y no sólo por
si sobreviene una mortandad avícola y llegan
a ser demasiado pocas y hay que racionarlas,
sino también por si viene un año demasiado
próspero y las gallinas aumentan más de lo
debido, y hay que sacrificar las excedentes
en aras de lo que hoy suele llamarse
“creación de riqueza”, porque entre ésta y
el remedio de las carencias humanas, o sea,
entre los valores y los bienes, hay un
antagonismo irreductible.
Cuando se
celebraron las bodas de Camacho regía una
tregua entre flamencos y españoles;
Cervantes no vivió para conocer la
reanudación de aquella guerra, que había
hecho acuñar a los españoles el lema aquel:
“Italia mi ventura, Yndias mi desventura,
Flandes mi sepoltura”, ni conoció la
atribulada corte de Felipe IV, en la que fue
Velázquez el que tomó, magistralmente, su
puesto como paladín del carácter. Ahí está
su galería: el Bobo de Coria, el Niño de
Vallecas, el Primo, Pablillos de Valladolid
y otros, y hasta una mujer, Mari Bárbola,
que hace la corte a la Infanta en Las
meninas. Son personajes inmóviles en la
pintura y en la historia; ni tan siquiera la
edad que representan es ya la cuenta de sus
años, sino un rasgo permanente de su
fisonomía. Están en palacio sin más función,
sin más servicio al rey que su presencia;
sin ayer, sin mañana, sin historia. Frente
al cárdeno horizonte de tormenta que hace el
fondo del retrato del conde duque de
Olivares, personaje de destino si los hay,
los fondos de los cuadros de nuestros
personajes de carácter son neutros,
cercanos, sin horizonte alguno. Su servicio
al melancólico rey es amortiguar, distraer,
ahuyentar, exorcizar, la ominosa galerna del
destino que amaga más allá del Guadarrama.
Porque el halcón del destino, señor de la
historia, lo trae ahora, firmemente agarrado
a la luva de cuero en su muñeca, Richelieu.
En esa
atmósfera macilenta de los cuadros de
Velázquez muchos han creído ver la luz de lo
que los historiadores llaman decadencia. A
algunos autores de la llamada Generación del
98 no les gustaban nada estos periodos que
sentían como “estados de postración” de
España. Don Antonio Machado, por ejemplo,
perpetuó ese rechazo con aquel eslogan
despectivo que aún se oye a veces hoy: “La
España de charanga y pandereta”. Y en la
letra del verso dice de ella, entre otras
cosas: “Esa España inferior que ora y
bosteza, / vieja y tahúr, zaragatera y
triste; / esa España inferior que ora y
embiste,/ cuando se digna usar de la
cabeza”. La corrección que propone más abajo
en el mismo poema es una especie de “toma de
conciencia histórica”, que dice así: “Mas
otra España nace, / la España del cincel y
de la maza, / con esa eterna juventud que se
hace / del pasado macizo de la raza. / Una
España implacable y redentora, / España que
alborea / con un hacha en la mano vengadora,
/ España de la rabia y de la idea”. Por su
parte, don José Ortega y Gasset tiene una
mirada compasiva para una nación en estado
de postración histórica: “¡Pobre la vida,
falta de elásticos resortes que la hagan
pronta al ensayo y al brinco! ¡Triste la
vida que, inerte, deja pasar los instantes,
sin exigir que las horas se acerquen
vibrantes como espadas!”. Dice en El
origen deportivo del Estado. Y en esa
misma idea viene a reincidir en España
invertebrada, en este pasaje: “Mas ¿para
qué, con qué fin, bajo qué ideas ondeadas
como banderas incitantes? ¿Para vivir
juntos, para sentarse en torno al fuego
central, a la vera unos de otros, como
viejas sibilantes en invierno?”. Pero donde
más se explicita su inclinación hacia “lo
histórico” es donde habla de Hegel en el
ensayo Hegel y América: “Su filosofía
es imperial, cesárea, ghenghiskanesca. Y así
ocurrió que, a la postre, dominó
políticamente el Estado prusiano,
dictatorialmente, desde su cátedra
universitaria”; y un poco más abajo describe
el talante de Hegel como “organizador de
grandes masas y duro para la carne de
cañón”, y todavía, cuatro páginas más abajo,
dice de él: “Es un pensamiento de Faraón,
que mira el hormiguero de trabajadores
afanados en construir su pirámide”.
Pues
bien, precisamente en Hegel nos hemos de
apoyar para poner un ejemplo o modelo
inmediatamente accesible a cualquier
experiencia, que ilustre la oposición entre
el orden del carácter y el orden del
destino. En uno de los pasajes más celebres
y que más han preocupado a toda suerte de
lectores de la Filosofía de la historia
dice Hegel así: “También al contemplar
la historia se puede tomar la felicidad como
punto de vista; pero la historia no es un
suelo en el que florezca la felicidad. Los
tiempos felices son en ella páginas en
blanco. Cierto que en la historia universal
se da también la satisfacción, pero ésta no
es lo que se llama felicidad, pues es la
satisfacción de fines que sobrepasan los
intereses particulares. Fines de importancia
para la historia universal requieren
voluntad abstracta, energía, para ser
mantenidos. Los individuos de significado
para la historia universal, que han
perseguido esos fines, han encontrado
ciertamente satisfacción, pero han
renunciado a la felicidad”. (Hasta aquí la
cita). Esta dualidad de Hegel es una
contraposición de términos totalmente
antagónicos, y constituye el eje de giro de
estas mis teologías. Es cierto que, al menos
en el castellano de hoy en día, “felicidad”
y “satisfacción” vienen a usarse como
palabras casi sinónimas. En particular, el
uso de “felicidad” encarece a menudo
situaciones anímicas de cumplimiento de
designios, de autoafirmación del yo o, en
fin, de eso que un sujeto angloparlante
suele celebrar con la exclamación “I did it!”,
por ejemplo, la victoria en un campeonato
deportivo, pues no falta quien proclame esa
victoria como “el día más feliz de mi vida”.
Lo cual me hace pensar si no será que en un
mundo de sujetos cada vez más dominados por
el paradigma competitivo del “ganar y
perder” el lugar de la felicidad viene
siendo usurpado y colmado por la
satisfacción como única forma conocida de
contento humano.
En esa
espléndida pieza de pintura que es la tabla
derecha del tríptico El Jardín de las
Delicias de Ieronimus Bosch, El Bosco,
pueden verse, entre las cosas que podrían
llevar a los hombres al infierno, unas
cuantas, diminutas, figuras de niños y
adultos, calzadas con unas botas de cuchilla
muy semejantes a los patines de hoy en día,
deslizándose, felices, por la superficie de
una laguna helada. El placer de patinar es
ventajista: reside en gastar poco y lograr
mucho, en la sensación corporal de
liberación de la gravedad, de ventaja sobre
ésta, de ingravidez gratuitamente
conseguida; precisamente gratuita,
como un don, como un bien. El que patina va
y viene como quiere, a la velocidad que
quiere, pero, sobre todo, sin ir a ninguna
parte y disfrutando a cada instante durante
el ejercicio.
El error
de Huizinga, en su magnífica y ya clásica
obra sobre el juego, Homo ludens,
estuvo en que, al haber tomado por punto de
partida la oposición entre “juego” y
“seriedad” -contraposición que no debía de
aparecer tan dudosa y cuestionable en los
tiempos de la obra de Huizinga como en los
de la Guerra de Irak- no se dio cuenta de
hasta qué punto cuando introduce el “agón”,
o sea, el principio competitivo, establece
una contraposición mucho más tajante y
decisiva que la de juego y seriedad: la de
juegos competitivos y juegos no
competitivos, o por usar el término griego
de Huizinga “agón”, juegos agónicos y juegos
“anagónicos”.
De modo
que ahora a dos de aquellos mismos
patinadores “anagónicos” de la laguna de El
Bosco, les vamos a mandar los demonios del
“agón” para que les susurren al oído: “A ver
quién corre más”. En esta era en la que todo
es “desafío”, “challenge”, será sumamente
probable que nuestros patinadores caigan,
entusiasmados, en la tentación.
Ya están
contentos, ya tienen “algo por qué luchar”.
Hemos entrado en el deporte “agónico”, en el
deporte con sentido y argumento, y, por
tanto, en el orden del destino. Lo relevante
es la inversión total del aprovechamiento
ventajista del terreno, puesto que ahora,
por el contrario, aquí el jugador somete a
su propio cuerpo a la exigencia y la
violencia de aumentar el esfuerzo muscular
hasta su máximo potencial de rendimiento; en
ciertos juegos de competición no es
hiperbólico decir que el deportista trata su
cuerpo a latigazos como si fuese su propio
caballo de carreras.
Si,
ahora, imitando a Hegel cuando consideraba
los inmensos sacrificios perpetrados en el
“ara de la historia universal” se
preguntaba: “¿Para quién?, ¿para qué?”, nos
preguntamos nosotros lo mismo respecto de
esos 22 muchachos que se autoinmolan todos
los domingos en el ara sacrificial del
balompié, la respuesta será, de puro obvia,
perogrullesca: “Pues ¿para qué va a ser?
¡Para ganar! ¡Para ser los primeros, los
mejores!”; pero si nos detenemos a mirar el
asunto un poco más, la respuesta empezará a
dejar de parecer tan obvia, para empezar a
sonar un tanto misteriosa. Y aún más
misterioso tendría que resultar el que se
estime y se alabe como “entrega”, como
“generosidad”, aún más nobles por la total
carencia de utilidad, un esfuerzo y un
sacrificio que no responden más que al
delirio solipsista, narcisista, autista, del
“I did it!”, del egocéntrico furor de
autoafirmación de los sujetos, con toda esa
penosa jerga escolar del “espíritu de
sacrificio”, y el “afán de superación” y la
“aspiración a la excelencia”.
El tiempo
del deporte “agónico”, modelo del tiempo
del destino, del que Benjamin dice que
“no tiene presente”, es el tiempo de la
historia. Supuesto que por “historia” se
entiende aquel acontecer que está, como
diría un periodista, “preñado de sentido”,
que es una bien trabada y consecuente
sucesión argumental de designios propuestos,
perseguidos, contendidos en campos de
batalla y alcanzados o frustrados, mal
podría caber en ella la felicidad, que, al
no tener sentido, tampoco tendría una sola
línea que escribir. Salvo que hoy parece que
el estigma de “lo histórico” ha penetrado e
inficionado tan profundamente el mundo de la
vida, que se ha apoderado de casi todas las
cosas y hechos de los hombres.
La
racionalidad precaria y espectral de la idea
de “destino” no admite ser denunciada de
frente como irracionalidad ni
desautorizada señalándole “contradicciones”,
porque desciende de concepciones míticas,
ajenas a nuestros usos de razón. Será, en
cambio, un refrán, el más espléndido, y a la
vez más terrible, de los refranes
castellanos, el que nos dé la ilustración
más aproximada de la indefinible noción de
“destino”; dice así:
“El potro
que ha de ir a la guerra, ni lo come el lobo
ni lo aborta la yegua”.
Sólo
aparentemente fue una feliz contingencia, un
azar afortunado, el que no fuese malparido
por su madre, sólo aparentemente fue una
suerte el que saliese bien librado de las
insidias y asechanzas de los lobos; en
realidad, no eran hechos gratuitos o
fortuitos, sino que tenían una causa, una
causa indefectible, que esperaba escondida
entre los pliegues de los días; y esa causa
-que no parece causa- era que tendría que
morir en el campo de batalla, despanzurrado
por una bala de cañón. Tal es la perversa
voz del destino, tal es la retorcida
irracionalidad del que pretende racionalizar
la contingencia imponiéndole un sentido, una
causa, un argumento. Tanto más admirable
resulta el inequívoco gesto del refrán, en
la desesperada valentía de revolverse, no
con acatamiento ni con resignación, sino con
todo el rencor de sus entrañas contra la
cara de un destino, cuyo poder, sin embargo,
reconoce. Suena como un enconado renegar de
un mundo encadenado por la maldición de los
nexos de sentido, un tiempo en el que nada
escapa a la condena de una toma de sentido,
tal como exige el gobierno del orden del
destino.
Pero el
talento del refrán, que es el talento de la
lengua, del intelecto agente, afina aún más,
pues he aquí que las dos desgracias -la de
ser abortado por la yegua y la de ser comido
por el lobo-, de las que el potro sale
salvo, son desgracias de la vida, mientras
que la desgracia de ir a la guerra, en que
hallará la perdición, es, en cambio, por
antonomasia, una desgracia de la historia.
De esta manera, ya en el propio contenido
del refrán está especificada la naturaleza
de la agresión y del despojo perpetrados por
la impostura del sentido y la imposición de
un argumento, según requiere el orden del
destino, puesto que esa agresión y ese
despojo vienen a ser representados,
justamente, con la imagen concreta de la
desventura que sobre la vida arroja la mala
sombra de la historia.
Los
grandes historiadores o filósofos de la
historia, en especial los fundadores de la
historia universal -Polibio y 20 siglos más
tarde el propio Hegel, vinieron a reconocer
virtualmente lo mismo que el refrán del
potro reconoce, salvo que con la diferencia
capital de que, lejos de hacerlo con dolor y
con rencor, lo hicieron con rendido
acatamiento, hasta constituirlo en método de
sus concepciones: violentaron lo contingente
y lo sometieron a la necesidad, para darle a
la historia un sentido, un argumento, que la
hiciese racional y comprensible. Así,
Polibio elevó el destino, como plan
teleológico de la totalidad, a único y
supremo portador y dador de sentido. El
“genghiskanesco” Hegel, por su parte, “duro
para la carne de cañón”, como decía Ortega,
lo hace con soberana indiferencia o hasta
olímpico desprecio hacia lo contingente y lo
particular. En un lugar de su obra dice así:
“Dios
rige el mundo, y el contenido de su gobierno
y el cumplimiento de su plan constituyen la
historia universal. La filosofía no aspira a
otra cosa más que a comprenderlo, pues sólo
lo que de este plan se lleva a efecto tiene
realidad, no siendo más que corrupta
existencia cuanto no sea conforme a ello.
Ante la luz de esta idea divina, que no es
mero ideal, se desvanece todo lo aparente,
como si el mundo fuera un acontecer demente
y necio”.
(Hasta aquí la cita).
“It is a tale / told by an idiot / full of
sound and fury, / signifying nothing”.
Desde el
ejemplo de los patinadores se ha querido
ilustrar la contraposición antagónica entre
el orden del carácter y el orden del
destino. Bueno, pues Don Quijote está en la
encrucijada, inevitablemente conflictiva,
entre el orden del carácter y el orden del
destino. Que Don Quijote es un personaje de
carácter es tan incuestionable como que lo
es su escudero Sancho Panza. Veamos en qué
plano de virtualidad es también un personaje
de destino. El acto y el acta de
constitución formal del personaje no pueden
ser más inequívocos y están exactamente en
el segundo párrafo del capítulo segundo de
la Primera Parte y dice así:
“Yendo,
pues, caminando nuestro flamante aventurero
iba hablando consigo mesmo y diciendo:
¿quién duda sino que en los venideros
tiempos, cuando salga a la luz la verdadera
historia de mis famosos hechos, que el sabio
que los escribiere no ponga, cuando llegue a
contar esta mi primera salida tan de mañana,
desta manera?: ‘Apenas había el rubicundo
Apolo tendido por la faz de la ancha y
espaciosa Tierra las doradas hebras de sus
hermosos cabellos, y apenas los pequeños y
pintados pajarillos con sus harpadas lenguas
habían saludado con dulce y meliflua armonía
la venida de la rosada aurora, que, dejando
la blanda cama del celoso marido, por las
puertas y balcones del manchego horizonte a
los mortales se mostraba, cuando el famoso
caballero Don Quijote de la Mancha, dejando
las ociosas plumas, subió sobre su famoso
caballo Rocinante, y comenzó a caminar por
el antiguo y conocido campo de Montiel’. Y
era la verdad que por él caminaba”. (Hasta
aquí la cita).
Aquí
está, pues, en el principio mismo, tal como
corresponde, y de una vez por todas, pues no
se volverá a repetir, el auto de definición
e instauración del personaje, dando cuenta
de la pauta por la que desde el orden del
carácter todos sus hechos van a verse
virtualmente revestidos con las galas del
orden del destino. Don Quijote va leyendo,
“como en profecía” -por usar una expresión
del propio Cervantes en la dedicatoria del
Persiles-, la narración futura de sus
“famosos hechos”, pero con el detalle
peculiar de que lo que va leyendo está
contando lo que en ese mismo instante viene
haciendo. Don Quijote es el caballero
après la lettre; lo es por partida
doble: la primera porque su aventura es
posterior y derivada de los libros de
caballería, la segunda porque va resiguiendo
la lectura de su propia historia, que “ya
está escrita”, o como justamente del destino
dice Benjamin “ya está en su lugar”. Sus
hechos son, por tanto, mimesis, imitación;
de suerte que la suya no es una aventura
ética, sino una aventura estética. Y si se
me admite que toda estética es una antigua
ética, ello concuerda con el hecho de que
una de las notas que Cervantes tenía muy en
cuenta -y lo dice varias veces- es que la de
hidalgo era ya una condición históricamente
periclitada, o por decirlo en jerga de
sociólogo, socialmente disfuncional.
Finalmente, la sin par naturaleza de Don
Quijote estaba en ser un personaje de
carácter cuyo carácter consistía en querer
ser un personaje de destino. Sus acciones,
en la narración que simultáneamente se les
superpone, aparecen transfiguradas
precisamente como destino. Pero en la misma
medida en que tal transfiguración es
producto de un empecinado esfuerzo del
carácter, no se trata, en modo alguno, de
una especie de hibridaje entre los dos
órdenes. El ser personaje de destino es la
obra de su carácter; por eso, lejos de
disminuir su condición de personaje de
carácter, la confirma y reduplica.
Walter
Benjamin observa que, al menos en la
rigurosa concepción de los antiguos, el
destino carece de una vertiente que revierta
sobre la felicidad. Viene aquí a coincidir,
en cierto modo, no sólo con la idea de
Hegel, sino también con el sentir del ama de
Don Quijote. Pues cuando se están
concentrando todos los indicios de que se
fragua una tercera salida, aquella sabia y
excelente señora coge aparte a Don Quijote y
le espeta: “En verdad, señor mío, que si
vuesa merced no afirma el pie llano y se
está quedo en su casa y deja de andar por
los montes y por los valles como ánima en
pena, buscando esas que dicen que se llaman
aventuras, a quien yo llamo desdichas, que
me tengo de quejar a voz en grita a Dios y
al rey, que pongan remedio en ello”. Es muy
de notar, aquí, la expresividad del ama en
su voluntad de poner entre ella y las
aventuras la mayor distancia posible: “Ésas
que dicen que se llaman aventuras”.
Cuando
hace ya bastantes años le escribí una carta
a México a mi amigo don Jacinto Batalla y
Valbellido contándole esta cuestión del
carácter y el destino, en el estado en el
que entonces se encontraba, me contestó con
una postal que traía el palacio episcopal
del venerable don Vasco de Quiroga en
Pátzcuaro y en la que, con el laconismo
propio de su perezosa ancianidad, se limitó
a esta glosa: “El argumento se quedó parado
y sobrevino la felicidad”.